El hecho es tan famoso que ya forma parte del folclore nacional y popular. El 13 de enero de 2006 la sucursal Acassuso del Banco Río (hoy Santander) fue tomada por un grupo de delincuentes que, simulando una toma de rehenes común y silvestre, un robo express al uso, llevó a cabo un auténtico atraco boquetero “a la vista” de todos los presentes. El botín incluyó una millonada en dólares estadounidenses y otras monedas extranjeras, además de joyas y objetos de lujo, y durante semanas no se supo absolutamente nada sobre los malhechores, hasta que la ex esposa de uno de ellos comenzó a hablar. Juzgados y condenados, hoy en día los autores del así llamado “robo del siglo” se encuentran en libertad luego de que sus penas fueron reducidas considerablemente.

Algunos de los detalles de la insólita sustracción de bienes –el uso de armas de utilería, la frase “En barrio de ricachones, sin armas ni rencores, es sólo plata y no amores”, auténtica mojada de oreja a los investigadores, el escape subterráneo a bordo de una lancha inflable– generaron de inmediato el interés de la prensa y, con el tiempo, la historia fue el origen de varios libros de investigación e incluso de un largometraje de ficción, El robo del siglo (2020), dirigido por Ariel Winograd y protagonizado por Diego Peretti, Guillermo Francella, Pablo Rago y Luis Luque en plan comedia policial. Ahora, el miércoles 10, bajo el paraguas masivo de Netflix, llega el documental Los Ladrones: La verdadera historia del robo del siglo, que vuelve a narrar los mismos acontecimientos a partir del relato en primera persona de los protagonistas centrales.

“A uno siempre le dan vuelta en la cabeza las grandes historias. Ya cuando sucedió el hecho se generó revuelo en la opinión pública”, destaca Matías Gueilburt, director de Los ladrones y de otro documental de gran interés producido por la plataforma de la N roja, Vilas: Serás lo que debas ser o no serás nada, estrenado en 2020, en plena pandemia. “Un gran impacto que, más allá de tratarse de un robo, tuvo un costado si se quiere ideológico, en términos de la reacción popular”, continúa detallando el documentalista. “El proyecto, de todas formas, surge por el lado de los productores, que son amigos nuestros, y como ya estaban en contacto con Fernando Araujo, Luis Mario Vitette Sellanes y el resto de los protagonistas, nos abrieron el camino para que podamos contactarlos. Desde el vamos, lo que más me interesó de todo el relato, que ya generó en el pasado la publicación de tres libros y la película de Winograd, no era tanto el robo en sí mismo –más allá de que, por supuesto, había que contar eso, porque es un eje central–, sino los tipos que estuvieron detrás de la construcción de un mito”.

No es menor ese detalle: la mitología creada alrededor de hechos muy concretos y reales. Para Gueilburt, “más allá de que hay otros robos similares, donde el botín fue tan importante como este, ninguno ha adquirido el mismo estatus de mito. Y para deconstruir esa mitología había que conocerlos; de esa forma se puede contar no sólo el atraco, sino la historia de las personas que estuvieron detrás. Creo que en los otros proyectos eso no es del todo central y eso nos daba la posibilidad de hacer algo único. Por ejemplo, a Fernando nadie lo había escuchado hablar. Solamente estaba ese fragmento, que usamos como material de archivo en Los ladrones, cuando es detenido y no se le ve la cara, pero grita ‘¡Arte, arte, arte!’, la famosa frase de Marta Minujín. Y algún fragmento periodístico del juicio. Pero más allá de eso, nunca había tenido ningún tipo de presencia en pantalla. Al conocerlo a él y a los otros personajes, empezamos a darnos cuenta de que había mucho para contar respecto de la construcción de lo que hicieron. Salvando las distancias, es un poco como el documental sobre Vilas: lo importante son los personajes”.

-¡Y vaya que es un personaje Fernando Araujo! Por momentos parece casi una criatura creada por un guionista: histriónico, algo excéntrico, un poco más grande que la vida. ¿Fue sencillo lograr que tanto él como el resto del grupo se abriera de tal forma delante de la cámara?

-Fue un gran desafío convencerlos de que participen, un trabajo muy fino y lento. La idea era que entendieran que esto es como una cebolla, con sus diversas capas. En una estaba el robo, pero después hay otras capas alrededor del hecho. Además es un grupo muy heterogéneo: gente de clase media de zona norte, otro que venía de reventar blindados, otro personaje muy histriónico, el uruguayo Vitette. De entrada nos dimos cuenta de que ellos tienen definiciones muy claras sobre la moral, la trascendencia. Fue interesante proponerles que se adentren en el viaje que nos interesaba contar, actuar para la cámara, pero no como en las típicas reconstrucciones de los documentales para la televisión. La construcción de “El hombre del traje gris”, la cosa psicodélica de Fernando, el ingeniero que construyó el cañón power para abrir las cajas de seguridad. A propósito, Sebastián García Bolster volvió a construir el cañón especialmente para el documental. No es que usamos una réplica: tardó dos meses, pero lo hizo de verdad. También filmamos en los túneles auténticos, y eso fue todo un impacto en términos de memoria emotiva. La verdad es que podría haber sido el clásico documental de entrevistas, con ellos hablando a cámara y listo. Pero realmente se entregaron a la idea de hacer algo más complejo.

-¿El guion estaba totalmente cerrado antes de comenzar a filmar o fue variando durante el rodaje?

-En general, tiendo a hacer un guion previo junto con mi hermano Nicolás. En este caso, la pandemia nos jugó un poco a favor, porque tuvimos mucho tiempo para desarrollarlo y estar muy conectados. Pero siempre aparecen cosas nuevas y uno termina adaptándose a lo que ocurre. La isla de montaje es siempre una reconstrucción de los guiones, sobre todo en el documental. En la escena en la que Vitette baja por primera vez al túnel junto a Araujo intentamos generar un diálogo entre los dos, pero no imaginábamos que el encuadre nos iba a permitir ese juego con mucho humor que puede verse en la película terminada. Eso surgió en el rodaje, desde luego. Otras cosas estuvieron muy pensadas de antemano, como esa maqueta grande, de casi ocho metros, que permite ver el interior del banco de manera muy clara.

-Además, filmaron en exteriores mostrando la fachada del banco, por supuesto alterando digitalmente el edificio para que se asemeje a la del Banco Río de 2006.

-Poder filmar ahí fue genial. ¡El plano del saltito de Fernando en el momento de entrar! Tengo que destacar el hecho de que pudimos trabajar con mucha libertad, algo que no siempre ocurre. No queríamos hacer un true crime, una película oscura, y la gente de Netflix lo entendió. Por supuesto, están los rehenes y nunca dejamos de pensar en que esto es un crimen. Pero también queríamos generar un mundo visual propio, que saliera de las narraciones personales de los personajes.

-El “robo del siglo”, como se lo conoce, fue mirado con buenos ojos por buena parte de la sociedad. Es una pregunta que casi se responde sola, pero, ¿por qué creés que esto es así?

-Hay varias cosas. En principio, es un robo en el que salió todo bien. No hubo muertos ni heridos. Por supuesto, la gente que estuvo ahí la pasó mal y quedó con traumas diversos. Eso está en la película y para mí era muy importante dejarlo en claro. Por otro lado, está la vinculación de los argentinos con los bancos, en un país donde las entidades bancarias han generado tantas situaciones problemáticas con la gente. Como dice el imaginario popular: ladrón que roba a ladrón... Eso hace que la historia sea única. El cartel que dejaron en el lugar, lo despistada que estaba la policía, la prensa informando cualquier cosa después de que el Grupo Halcón entra al lugar. De alguna forma, el robo puso en tela de juicio todo el funcionamiento de la operación de la policía y los medios.

-Es como una heist movie real, una película de robo sofisticado hecha realidad.

-Exactamente. Y que además tiene una factura final exitosa. Realmente, cuando uno repasa los detalles, la cantidad de momentos en los que algo pudo haber salido mal es asombrosa. Cualquier error o paso en falso podría haber terminado en tragedia.