Llegué casi corriendo a La Giralda; me había citado con el profesor Blasco porque prometió contarme una historia que, según él, iba a interesarme. Pero no estaba. Me senté a la mesa que daba a la calle y pedí una cerveza. ¿Se habría marchado o también él estaría demorado? Difícil adivinarlo desde que se comportaba de manera tan errática.

Un anciano que bebía solo en la barra se acercó y me pidió permiso para sentarse; antes de que pudiera responderle nada, ya se había acodado frente a mí; lo conocía de vista, pero nunca había cruzado palabras con él, ¿qué le daba ahora por la camaradería? Me miró como buscando algo en mis ojos, una señal, una pregunta, un punto de partida. Tal vez sólo necesitaba que lo reconociera, que le diera entidad a su presencia vacía y prepotente. Estaba logrando inquietarme en su silencio cuando por fin apareció Blasco, alegre y sin apuro; palmeó la espalda del viejo y se sentó a mi lado; ahora el viejo lo miraba a Blasco y Blasco lo miraba al viejo, sonriendo; así, enfrentados, y aunque mi invitado era algo más joven, parecían la imagen repetida de un espejo equivocado.

- ¿Se conocen? -preguntó Blasco-. Qué casualidad. Los tres parecemos vivos, juntos en esta misma mesa. Y sin embargo estamos solos y acarreamos la muerte.

Pidió una cerveza.

- Usted es un charlatán de feria, ¿no se cansa de hablar al pedo? -le dijo el viejo a Blasco. Y regresó a la barra con su vaso de vino. Un aroma de orines quedó flotando en el aire.

-Ése es un hombre sabio -dijo mi invitado-. Sabio pero vencido por el miedo; hemos hablado mucho últimamente; ahora le da por evitarme. En fin. ¿Hace mucho que me espera? Disculpe mi impuntualidad, se lo voy a compensar.

El mozo trajo la cerveza y Blasco hizo silencio hasta que lo supo lejos otra vez.

- ¿Qué pensaría usted de mí si le dijera que maté a un hombre? - me preguntó inclinándose sobre la mesa, como contándome un secreto, pero con entusiasmo, sin bajar la voz.

¿Me creería capaz de matar?

Ahora es cuando usted, al escribir esta historia -porque usted va escribir esta historia, ¿no es así?- pondría en negro sobre blanco: dijo y me miró cínicamente. No, creo que usted evitaría el adverbio y buscaría una construcción menos disonante; algo así como: dijo, y me miró con ojos cínicos. Bueno, no sé, seguramente están mal ambas, debería poner preguntó; pero usted es el escritor, hágase cargo de la parte que le toca.

No sabe qué decir, no me concibe asesino. No se lo permite ni mi contexto ni su prejuicio, porque todo su razonamiento se estanca en la criminalidad del acto. Sin embargo debería aceptar que podría ser verdad lo que le digo, sólo si lo cree. Porque no hubo testigos ni habrá nadie que reclame por esa vida que segué. Yo maté a un hombre, le digo y lo sostengo, aunque podría no ser cierto también. Pero supongamos que sí; y que usted es usted, y que yo soy yo; aunque usted en este momento no existe y yo sí, ¿sabe por qué usted no existe y yo sí? Porque yo tengo una palabra que me nombra y un concepto que me engloba; tengo una mente que piensa, tengo una conciencia; siento el miedo y sé que siento miedo; lo pienso, lo certifico con palabras.

Calla, es astuto; otro, en su lugar, tal vez por el mismo temor que yo siento y sé que siento, hubiese dicho: “oiga, yo también tengo una palabra que me nombra y un concepto que me engloba, y yo también conozco a Descartes”; entonces yo le habría soltado un escupitajo en la cara nada más que para demostrarle que sólo yo ergo sum en esta mesa; pero usted calla, porque entiende bien que para mí no existe; sólo yo existo y nadie más; sólo yo.

Cuánto me gustaría llegar a leer la línea en la que usted pondrá: sólo yo existo, dijo Blasco con mirada agotada, perdida en algún punto de la mesa entre su vaso y el mío.

Y luego: de pronto pareció recuperar el ánimo, un brillo le estalló en los ojos, y como si nada lo hubiese interrumpido, continuó con su relato. Así es, no se preocupe, le voy a contar todo. Porque no hay nada más hermoso que la idea de la muerte, sobre todo cuando se hace palabra; cuánto se ha escrito sobre la belleza de la muerte, sobre sus formas tentadoras; vendrá la muerte y tendrá tus ojos, ¿a que no es hermoso? Por qué habría de sentirse perseguido por la conciencia, entonces, uno que ha matado, si no hizo más que regalar esa belleza proclamada que tal vez sea La Belleza en sí. Dar la muerte como la muerte misma; ya no metáfora, ya no juego de palabras, sino como gestación del hecho definitivo, el más acabado concepto de lo bello.

Y sin embargo todo esto no son más que palabras; puedo decir que usted no existe, que la noche no existe; puedo decir que al matar he sido el hombre más generoso de la tierra y que Raskólnikov era un pelotudo; puedo encontrar estas razones que me justifican o bien puedo martirizarme yo también con las razones del remordimiento y todo serán palabras, nada más que palabras. Uno cree saber, uno cree que puede saber, pero nunca sabe ni nunca sabrá más que esto: las palabras que piensa y dice; y si un solo indicio existe, a pesar de todo, de que hay algo más además de nosotros, cogitantes, son precisamente las palabras. Porque si de nada puedo estar seguro que exista, de todo puedo decir que existe, si lo nombro.

Maté a un hombre; puedo decirlo y lo digo; y probablemente será cierto. Nadie me vio, no han quedado rastros, nadie reclamará el cuerpo. Ese hombre era una presencia sin nombre. Lo encontrarán otros como él y lo enterrarán sin más comentarios; qué decir, a quién decir, para qué decir sólo palabras que a nadie le hubiese interesado escuchar. Sin embargo yo digo: he matado a un hombre y se oye tan terriblemente cierto. Y al decirlo, estoy. Y porque lo digo, soy. ¿Pero a quién se lo digo si no es a usted, que en este momento no existe para mí?

Blasco repentinamente dejó de hablar y miró hacia afuera, hacia la multitud que iba o volvía de los teatros y de las pizzerías; hizo un fondo blanco con su cerveza, se paró y se alejó sin mirarme. De salida le dio una palmada en la espalda al viejo de la próstata averiada, que por lo bajo lo insultó. Cruzó la puerta y bajó corriendo las escaleras de la estación Uruguay del subte.

Lo miré irse sin poder reaccionar, decepcionado más que sorprendido. Me había prometido un Gran Premio y se quedó coceando en las gateras.

Quise volver a contactarlo, pero no pude dar con él ni con nadie que supiera ofrecerme alguna seña de su paradero; fue como si se lo hubiera tragado la tierra, como si nunca hubiera existido.

Al viejo con olor a orines tampoco volví a verlo después de aquella noche. Por el mozo de La Giralda supe que lo atacaron en cercanías del Luna Park; lo golpearon en la nuca y murió después de varios días en coma. (¿No se enteró? Salió en el diario. Nadie vio nada. ¿Cómo era que se llamaba el viejito?)

Al fin, resignado y sin el fondo de la historia, me propuse escribirla igual. Para poder decir que él estuvo, porque yo estoy; para confirmar que él era, porque yo todavía soy. Y para probarme que, aunque bien podría ser yo el hacedor de mi propia belleza, mi trabajo necesario es ser testigo y voz de la transmigración hermosa de los demás.

Pero a quién es que se lo estaría contando.

Dejo el lápiz sobre el cuaderno y miro la multitud que va o vuelve de los teatros y de las pizzerías, que entra o sale de la boca del subte, que se apura, que se agita, que se ríe, que me ignora.