Una mañana luminosa de septiembre después de la última sudestada, cuando bajo temprano a la playa, ahí están, en la orilla, los caracoles que trajo el mar de fondo. Uno puede pasarse ratos largos observándolos, tratando de elegir cuál llevarse. Por lo general están mellados, sus formas corroídas por la potencia de las corrientes submarinas. Sin embargo, carcomidos, incompletos, a los que puede faltarle tanto la punta como la cola, tienen un atractivo. Comparten un aspecto de reliquia primitiva, fragmento sobreviviente de un pretérito anterior al humano. Le mostré a Gustavo, guardavidas veterano, el que yo había encontrado, casi un esqueleto. Es un fósil, me dijo. Andá a saber cuántos miles de años tiene. Los caracoles son más antiguos que nosotros. El hombre, conocedor, también me explicó que, de acuerdo a las formas, la coloración clara y las arrugas suaves de la caparazón podía determinarse a qué período histórico correspondía esa pieza que yo había creído simple caracol devastado aunque atractivísimo por su aspecto que lo emparentaba con una miniatura de arte abstracto. Mi hallazgo, sin duda, era una suerte de tesoro roto. Debía agradecerlo al destino o a la casualidad, que a veces son lo mismo.

El caracol suele ser, además de otros símbolos, el del tiempo y la paciencia, la conexión con el infinito. La eternidad es sólo un instante. Para los aztecas, era un símbolo de fertilidad, representación de lo femenino. También en un pasado remoto, fue cuerno de guerra. Y su sonido supo participar de las ceremonias fúnebres de tibetanos, brahmanes y maoríes. Según el Diccionario de Símbolos del estudioso catalán Juan Eduardo Cirlot, el caracol está asociado, en el sistema jeroglífico egipcio, a la espiral microcósmica en su acción sobre la naturaleza.

Suele pasar que, a menudo: cuando observamos la naturaleza le asignamos a sus comportamientos y expresiones características que pertenecen a nuestra subjetividad, proyectamos en flora y fauna nuestras propias obsesiones y fantasías en vez de pensar que sus hábitos y manifestaciones pueden corresponder a un orden que es distinto, que tiene sus propios códigos y conviene analizar desde su inmanencia y no desde nuestra prejuiciosa interpretación antropomórfica. Tendemos, es verdad, a leer la realidad de lo otro desde nuestra conveniencia, cánones de una moral de lo seguro que nos protege del riesgo de adentrarnos en lo desconocido. El fondo del mar mientras anoto estas ideas, es una de las pistas de lo desconocido más cercana de la que disponemos. En este punto, desde esta mesa de El Náutico, el parador de playa donde vengo a escribir, mi mirada del mar y su extensión inalcanzable, por más que permanezca horas en su contemplación, es una mirada superficial. A un costado del cuaderno, ese resto de caracol encontrado. Me pregunté si realmente yo había elegido esa pieza de entre otras desperdigadas en la arena o acaso, no había sido al revés, que ella me eligió. Me negué a derivar en la superstición. Intenté pensar de dónde provenía, de qué era, de qué experiencia. Experimenté, siempre pasa, una melancolía de eso desconocido, un origen que va más allá de lo ancestral, imposible de descifrar. Una vez más el mar me devolvía a mi reducida dimensión humana.

Dispuesto a indagar qué me ocurría, de qué se trataba esto que, a falta de otra hipótesis, yo había dado en denominar melancolía, fui a la biblioteca. El Náutico tiene una. Y en sus estantes uno puede encontrar libros inesperados, aunque no fue extraño que encontrara a Herman Melville. La cita que viene es larga pero imprescindible cuando reparo que otro dijo mejor lo que uno quiere expresar. Es el principio de “Espejismos”, el capítulo primero de Moby Dick, esa novela poseída de proporciones cetáceas, novela fetiche de escritores: “Llamadme Ismael. Hace unos años —no importa cuánto hace exactamente —, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste, cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso, cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes, y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala. Con floreo filosófico, Catón se arroja sobre su espada; yo, calladamente, me subo a un barco. No hay nada sorprendente en esto. Aunque no lo sepan, casi todos los hombres, en una o en otra ocasión, abrigan sentimientos muy parecidos a los míos respecto al océano”.

Aunque parezca desesperada, la urgencia que asalta a Ismael, como de improviso, no lo es tanto porque viene condensándose desde hace rato arrastrada como un caracol por el mar de fondo, esa urgencia, digo, responde a una melancolía que sólo la potencia del mar puede sosegar. Entonces, recapacito, lo que le pasa a Ismael nos ataca a muchos de nosotros, no importa de dónde vengamos, es esa urgencia de una visión del mundo que supere la situación urbana, una cotidianeidad normada.

Albert Camus, en su confesional “El verano/Bodas”, apunta una hipótesis análoga a la de Melville: “Crecí en el mar y la pobreza me fue fastuosa, Luego perdí el mar y entonces todos los lujos me parecieron grises, la miseria intolerable. Aguardo desde entonces. Espero los navíos que regresan, la casa de las aguas, el día límpido. Aguardo pacientemente pues estoy civilizado con todas mis fuerzas. La gente me ve pasar por las hermosas calles, admiro los paisajes, aplaudo como todo el mundo, estrecho la mano de los conocidos, pero no soy yo quien habla. Si se me alaba, apenas me asombro. Mientras tanto, sueño un poco. Si se me ofende, apenas me asombro. Luego me olvido y sonrío a quien amo. ¿Qué hacer si no tengo memoria para una sola imagen? Por último, se me exige que diga quién soy. Nada todavía, nada todavía…”

Desvío la atención hacia la playa. Un chico corre descalzo hacia esa zona donde aparecieron diseminados esta mañana los caracoles. Tarda en decidirse. Elige uno más grande que su mano. Poco después empiezan a reunirse turistas hombres, mujeres, más chicos. Su entusiasmo en recogerlos, imagino, tiene un sentido y. quizás, ese es el sentido de estos apuntes. Me gusta pensarlos volviendo a sus lugares, a sus otras vidas de siempre, y, en los momentos de extrañeza, llevándose uno al oído, escuchando el sonido del caracol, escuchan el rumor del mar, un modo de amortiguar la añoranza de lo que fuimos, el deseo de lo que nos gustaría ser, ese chico deslumbrado ante el secreto que nos guarda un caracol.