Se me ocurren dos tipos de fanatismo. Uno tiene que ver con el gusto, con el deleite de estar frente a algo que nos conmueve o nos moviliza. Una amiga es fan de Racing: ve todos los partidos, se sabe las formaciones de todos sus equipos del 80 para acá, va a la cancha y canta y grita y sufre como no lo hace en su vida cotidiana. Mi hijo de nueve es fan de Nirvana y, aunque no sepa de qué hablan las letras (creo), las canta por fonética a cualquier hora del día, cuanto más fuerte mejor. Un amigo es fan de las hamburguesas, y va por el mundo probando tantas como puede, como si fuera un catador profesional, como si la experiencia no le arruinara el bolsillo y el estómago. Son fanatismos que practican desde hace años, sin cuestionárselos, casi todos los días. Ven los partidos, escuchan la música, comen, y disfrutan el momento.

Soy un tipo particularmente estructurado (obsesivo, ordenado, meticuloso, etcétera), cosa que a mí me tranquiliza mucho y tiende a exasperar a los demás. Con matices, desde chico ya era así. En consonancia, mis gustos tienden a ser parejos, sistemáticos y más o menos siempre los mismos. Disfruto las cosas con un equilibrio que hace que el fanatismo se me escurra. Envidio profundamente a los que pueden no depender de lo racional para darse los gustos, dejarse llevar. No entiendo cómo hacen, pero lo hacen, y eso me maravilla.

Lo que me queda, entonces, es refugiarme en otro tipo de fanatismo, más inconstante, o intermitente, pero que seguramente tiene raíces igual de profundas. Pienso en Sumo, por ejemplo. Específicamente en un disco, Corpiños en la madrugada, que fue el primero que tuve en un TDK de 60, grabado de vaya a saber uno dónde. El primero y, durante años, el único. Pasé gran parte de mi adolescencia escuchándolo, de un lado y otro, no porque me gustara particularmente, sino porque había ahí cosas que faltaban en mi vida: rebeldía, anarquía, caos, desprolijidad, descontrol. Crecí escuchando ese disco sin entender de qué hablaba Luca (como mi hijo no entiende, creo, qué dice Kurt Cobain), pero convencido de que tenía mucho para aprender de todo eso.

A los quince años empecé a trabajar en una radio de Mar del Plata, FM Arena. Eran fan de un programa que me parecía de viejos y para viejos. Rubén, el conductor, que en ese momento era más joven de lo que yo soy hoy, me invitó a ir al estudio y cebar mates primero. A hablar de deportes después. De espectáculos. A tener una columna. A ser parte del programa. A poner música. Entonces, entre la grilla habitual de Tracey Chapman, Bryan Adams y Sergio Dalma, yo metía de contrabando, cuando me dejaban operando, “Teléfonos / White Trash”, “Breaking away” o “F’you”. Sentía que estaba haciendo la revolución, que era capaz de cambiar algo, de movilizar a los demás.

En ese momento era extremadamente tímido y me costaba mucho entablar cualquier relación o conversación. Entonces me propuse salir a la calle y hacer notas. A cualquier persona que pasara por ahí, en la peatonal San Martín o en las calles de Parque Luro, haciendo un ejercicio de improvisación en el que paraba a cualquiera y le preguntaba cualquier cosa, lo primero que se me viniera a la cabeza, aclarando que era para una nota de la radio. Y lo grababa, en un General Electric Model 3-5308 que me prestaban mis viejos, una reliquia, un aparato que mide 16 x 11 x 5, pesa 700 gramos y lleva cuatro pilas AA. El mismo bodoque en el que iba escuchando mi casete de Corpiños en la madrugada por la calle, con auriculares, como si fuera un walkman normal, para darme valentía. Lo que hacía, de hecho, era salir de casa con dos casetes: el de Sumo y otro en blanco, en el que grababa las notas o lo que fuera. Salía escuchando música, paraba, cambiaba de casete, grababa, lo volvía a cambiar y así, varias veces por día. A veces me equivocaba, o me olvidaba de hacer el cambio, y por eso mi versión TDK de Sumo tiene canciones cortadas por la mitad en las que aparezco preguntándole cosas sin sentido a personas que no conozco.

Un par de años más tarde gané un concurso que tenía como premio la grabación de un demo en un estudio profesional del teatro Auditorium. Ahí produje el piloto de mi propio programa, atiborrado de guiones que escribíamos con Carlos Borrego, y que terminó teniendo aire en otra radio marplatense: d-rock! La canción con la que abrimos el piloto (y el primer programa) fue “De be de”.

Pasaron los años y fui dejando de escuchar a Sumo, y de hacer radio. Pero algo de eso quedó. Algo se constituyó. Algo cambió a partir de ese disco, porque de los guiones pasé a la escritura de ficción, de la producción de radio a la producción cultural, y de Luca Prodan a Witold Gombrowicz. Hoy no podría estar escuchando Corpiños en la madrugada todo el día, ni todos los días, ni demasiado seguido, no porque no me guste, sino porque es otro momento de mi vida. Pero, cuando lo hago, retorna mucho de todo eso que fui, lo que hice, lo que sentí. Lo escucho y me siento fan, aun sin disfrutarlo. Un fan desleal y poco efusivo que descubre y recuerda, cada vez, como si fuera la primera, qué importantes y necesarias son la rebeldía, el caos y el descontrol para poder hacer las cosas que uno no sabía que quería hacer.

Nicolás Hochman (Buenos Aires, 1982) escribe, edita y hace producción cultural. Dirige UnaBrecha y el Festival Desmadres de literatura latinoamericana, y antes el Congreso Gombrowicz. Es doctor en ciencias sociales y profesor y licenciado en historia, con un posgrado en gestión cultural. Coordina un taller literario desde hace doce años y dio clases en universidades e institutos de Argentina, México y Polonia. Integró el staff de la revista Lamujerdemivida y el Grupo Alejandría. Publicó el ensayo Incomodar con estilo. El exilio de Gombrowicz en Argentina y la novela Los casquivanos.