El clima de época me pincha recuerdos que se me atropellan en las entendederas. Es que mi infancia transcurrió durante la posguerra y la guerra fría sin que yo me diera cuenta ni entendiera el significado del trágico pasado que les daba nombre a esos años y que hunde sus raíces en la pelota de siglos en que las tribus blanquiñosas y soberbias de la pequeña península europea se la pasaron masacrándose entre ellos o saqueando continentes.

Cuando mi vida empezó a extenderse más allá de los amigos de la cuadra, mi mamá emergió, un día, del sillon de casa Maple donde dormitaba pensamientos a la hora de la siesta y me sorprendió con uno de sus consejos abruptos e insólitos, de esos con los que pretendía alertarme sobre las nuevas amistades que haría lejos de casa, en la Escuela Normal, en la barra de Racing, en la Universidad. Si algún muchacho de tu edad que se te acerque se llama Adolfo, me dijo, alejate, no le confíes. No me advirtió que tomara nota de sus tatoos porque en esos tiempos solo los marineros traían tatuajes, tal vez como recuerdo de Constantinopla. En realidad, entre mis compañeros no faltó aquél que dibujara esvásticas o cruces de hierro y, en un aislado episodio, las dejara disimuladamente sobre mi pupitre, con algún texto que invitaba a la muerte de gente de mi especie, pero se llamaban Carlos, Tito, Enrique o Daniel. Ninguno se llamaba Adolfo. No era condición necesaria, ni mucho menos.

Cuando secuestraron a la chica Sirota y la devolvieron con la piel íntima herida por cruces esvásticas, la más oficiosa de mis vecinas del barrio me indicó que cuidado con defenderla porque esa chica es comunista, me dijo. De todas formas, yo no pude dejar de comentar en el seno de la barra que solía reunirse en casa, entre uno y otro vaso de Refrescola, que aquél que sintiera alguna tirria hacia los judíos, no sería bienvenido entre los míos. Hubo una especie de proto novio de la pubertad entre los que, esa tarde, se fueron de mi entorno por sesenta años y hoy me confiesan, con cariño retrospectivo, que militaban en la organización Tacuara. Mientras sigo escribiendo, se me van uniendo, como pedacitos de un rompecabezas que se forjara en el aire, retazos de una imagen del tal proto novio, unos días después, arrancando naranjas de un árbol de mi patio para arrojarlas con furia contra mi ventana. La memoria tiene catacumbas insospechadas.

A un grupo díscolo de Tacuara perteneció también un compañero de mi íntima amistad en los años de Universidad. El cura que los aleccionaba -no aventuro un nombre que la memoria no me asegura- enojado por las disidencias expresas del dicho grupo, les espetó en una reunión tal vez plenaria, ustedes no son caballeros nacionalistas, son chusma peronista. Y a mucha honra, respondieron los revoltosos, se pusieron de pie y se marcharon de Tacuara cantando la marcha. Al menos así me lo contó y sé perfectamente que, en esas organizaciones católicas y nacionalistas empezaron a formarse muchos que luego fueron sensibles pensadores y tenaces defensores de las causas populares. Hoy día me quiero con más de uno de ellos. Otros quedaron larvados en el devenir de la postmodernidad acuciada de neoliberalismo.

Pasaron muchas décadas. Varios días después de aquel 6 de enero en el que una banda nos asombró por todas las pantallas, trepando las paredes del Capitolio de Washington para amenazar a los legisladores que contaban votos, mi amigo Rudi Thurner me mandó, desde Berlín, un artículo que tradujo para mí y que describía las insignias que portaban los atacantes en la mano o en la piel: banderas de los confederados del sur, el martillo de Thor, el sol negro que decoraba el piso del castillo de Wewelsburg, rediseñado en los tiempos nazis para ser sede del lado místico de los jerarcas de las SS en sus ansias de reconstruir la cultura ancestral indoeuropea, adobada con la mística de una religión racista centrada en la figura del Führer y la primacía de la pureza aria. La frase Confía en el plan, tatuada y expuesta en un pecho bravío, es el eslogan de QAnon, organización que busca conspiraciones subterráneas en contra de Donald Trump, con un aire que remite a muy posibles lecturas de los Protocolos de los sabios de Sión.

Mientras releo el artículo de Rudi, me bailan a la luz de la pantalla de la computadora un montón de polícías amotinados a la puerta de la residencia del presidente en Olivos, un desborde fastasmagórico de antorchas acechando la rosada casa de gobierno, un hato de cierta desorbitancia pechando a un movilero en la calle, un tumulto callejero que arroja piedras contra las ventanas del despacho de la presidenta del Senado del Congreso de la Nación. Al mirar y oír los vidrios que se quiebran, mi condición no sé si de especificidad judía o de sujeto de la Historia que conoce la importancia de estudiar el pasado me recuerda aquella cristallnacht -la noche de los cristales rotos- que en noviembre de 1938 avisó a los europeos que quisieran entender, qué se gestaba en las mentes del nacionalsocialismo. Y un sol negro que empuña una pistola magnicida.

Podría remitirme a un mentado discurso de odio que sobrevuele, como un barrilete desanudado, los azahares del naranjo de mi casa que ya no existe. Pero le cuelgan de la cola, al barrilete del odio, desfachatadas hilachas de los fondos de inversión de las finanzas globales, de los exportadores de alimentos, de los remarcadores de precios, de los privatizadores de los servicios que son derechos humanos, de los abusadores del extractivismo, del hegemonismo de la OTAN, de la injerencia en las decisiones de las naciones soberanas, de los negligentes de la ecotragedia, de los que amarrocan la redistribución de la renta universal, de los que no están dispuestos a bancarse los poderes de la democracia porque les sofoca la gula. Acometen en el éter la ultraderecha contra la izquierda, los conservadores contra los progresistas, la bestialidad contra el humanismo, la abjuración del prójimo contra la justicia, los solitarios o los egoístas contra los solidarios escribiría Milorad Pavic, la barbarie contra el socialismo clamaría Rosa Luxemburgo, el Yo contra el Tú rumiaría Emmanuel Levinas. La historia de Occidente ha retrocedido cien años en cada una de mis comas, hasta retomar los enfrentamientos de los años 20 y los 30 en Italia, en Francia, en Alemania, en España y como si el tiempo no hubiera aprendido, un clima de malestar, de desasosiego, de zozobra, de anhelos insatisfechos impregna la atmósfera cotidiana, serpentea por las redes, atrona las pantallas y los micrófonos, acecha en la calle, lo agitan desmandados dirigentes desde la palabra taimada y, sin dar razón de la causa, sugieren descontento, invitan a la sedición, excitan la rabia, incitan al corchazo de la muerte como solución final. Y el kirchnerismo, o tal vez el peronismo, se han convertido en los judíos refundados que han de ser eliminados porque una cuestión de fe en el discurso mediático los ha señalado con la marca de Caín.

 

Hace falta un discurso público que razone y desenmascare las sutiles operaciones que perturban el sentir social, tal vez una serie de cadenas nacionales que les abran los ojos a los ingenuos que se dejan captar las mentes por los medios hegemónicos… siempre que no perturbe el horario de mi novela turca, claro.