La primera vez que vi una televisión en colores fue en un club, para una fiesta, en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Se sorteaba entre los asistentes con entrada. Era un atractivo más, mejor dicho, el único atractivo. Los chicos nos quedamos quietos con la mirada fija en la pantalla sobre un soporte alto, a un costado del salón, mientras la gente iba ocupando sus mesas y el bufete preparaba las bebidas. Daban una película de guerra en el trasnoche del sábado. Como mi padre estaba contratado para animar la fiesta, no tenía ni la más remota esperanza de acceder al premio. Ni siquiera podíamos participar, no habíamos pagado entradas y mi padre oficiaría en el sorteo. Así de lejana era esa novedad que aumentaba el deseo de alcanzar las cosas tal como son en la realidad: el verde de una cancha de fútbol, las camisetas de los equipos, los uniformes de cada bando en una guerra de película.

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¿Todavía ven televisión? Preguntan en las redes sociales quienes comentan la grosería de turno de un panelista deportivo o de espectáculos, las noticias con editorial permanente, las imágenes de la ciudad en el móvil del canal, el muchacho que informa cómo hay que vestirse esta mañana para salir a la calle. A pesar de que la TV está en retirada, hay pantallas por todas partes. En los gimnasios (todos sintonizan canales de deporte), en el restaurante, en el bar, en los hoteles (el control remoto te lo dan cuando entrás, junto a la tarjeta de la habitación), en las oficinas públicas y privadas (clavada en el canal TN). “Hasta en el PAMI dejan el televisor en TN”, comenta uno de esos amigos. Otros se concentran en la supermodernidad de estos tiempos de plataformas digitales que trajeron consigo el imperio de la tecnología.

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La vieja necesidad de ver, en tiempo real y con los colores del mundo, una escena, me remite al turf. Nunca un final resultó tan acuciante como el de esos dos minutos explosivos en el que se juega -en todos los sentidos- la llegada al disco de un caballo de carrera. Recuerdo la agencia de turf con todas las pantallas transmitiendo en vivo la última reunión del hipódromo de Palermo. Vuelvo a sentir el mismo frenesí en estos días, con la televisación del Premio General San Martín por la TV pública. Miriñaque se impuso a Special Dubai en los 2.400 metros.

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Éric Marty en su ensayo Roland Barthes, el oficio de escribir cuenta la anécdota que usamos como título para estas notas. Él y Severo Sarduy están mirando en la TV un programa musical donde una bailarina famosa y algo “kitsch” encarna a Cleopatra. Los gritos y aplausos de estos alegres espectadores convocan al salón a un preocupado Barthes quien, a la vista de la causa de tanta algarabía, se queda allí parado con semblante inexpresivo. “Como un judío o un protestante”, remata Sarduy. Barthes había escrito que la televisión era intrínsecamente estúpida. Pero los estructuralistas o posestructuralistas no se metieron mucho con el medio. José Pablo Feinmann dijo una vez que no se habían percatado del poder inmenso que los mass media conferían al sistema neoliberal. Hay, es cierto, como telón de fondo, la noción de biopolítica de Foucault, pero a diferencia de lo que se asume en ese concepto, es el Poder Real quien se sirve del medio y de la estupidez de un Sujeto debilitado justamente por los filósofos franceses.

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Resulta que a pesar de que la realidad televisada es simple, que uno puede ver -digamos- a un tipo disparar un arma sobre la vicepresidenta de la nación, y hasta seguirle el derrotero, puede concluirse al mismo tiempo -y ser aceptado sin hesitación- que esa imagen no se corresponde del todo con su tremendo significado. Esto es paradójico, cuestión de palabras, de discursos y recortes. ¿Unas cuantas palabras repetidas por el mismo medio, valen más que una imagen? Envarados en el estudio, sobre zócalos actualizables de color amarillento o rojo sangre, con sintaxis de catástrofe, los programas de TV repiten lo que cree la gente con sentido común. Que es justamente lo que piensan los editorialistas del programa.

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En líneas generales, los especiales de navidad o noche vieja, los teleteatros, las entrevistas culturales, pertenecen a un género discursivo y servicial de la vieja TV en blanco y negro. Y ha sido superado, arrasado, hasta por la falta de archivos.

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¿Dónde ponemos el ojo ahora que nadie puede pasar desapercibido? ¿Cómo nos arreglamos a lo que vemos? El ojo, dice una psicoanalista, está atrás. No solo por lo des-carado, por lo sin-vergüenza de la conducta del consumidor, sino por la idea de que no hay que pagar los costos de los actos, sobre todo en las redes sociales. En suma, la estupidez de la que se nutren los medios masivos y la TV en particular.

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Lo esencial de la imagen es encontrarse fuera, irrevelada. Y no obstante manifiesta, con la presencia-ausencia que consiste en el atractivo y fascinación de la Sirenas, dice Barthes en La Cámara Lúcida. Habla de la fotografía, claro, pero tampoco es para tomarlo tan literal como hizo el diario Le Monde que reseñó el libro en la sección “Fotografía”.

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La ansiada TV en colores llegó para mí poco antes del Mundial 86. He vivido media juventud en blanco y en negro, más cerca de la fotografía, de la imagen sin código. ¿Será por eso que me gusta lo anacrónico, la memoria involuntaria?

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¿Quién ganó la batalla entre apocalípticos e integrados? Cierto es que esa discusión es antigua, pero quedan los restos. Aquella señora de la que hablaba Umberto Eco sobre el final de su libro, la que dijo en una encuesta que la televisión era muy aburrida, pero igual se pasaba horas y horas esperando algo, y mientras tanto dejaba de lado todo lo que tenía que hacer.