Todas las historias contemporáneas llevan en su corazón la experiencia singular de quien las cuenta. Aun cuando en el relato no se diga ni una sola vez “yo”. 

Puede tratarse de un texto académico, de una entrevista, de una crónica, de el relevamiento formal de un cuerpo de leyes, la sistematización de ciertas tendencias, un descubrimiento cultural o la transformación de una geografía, puede ser que se trate del modo de comer o de gozar de una época; en la elección del objeto, en el recorte particular de un tiempo, en el ojo dispuesto enfocar una arista, un contraste: ahí en su centro late la experiencia de quien se anima a la tarea de contar. 

 En las historias feministas, la experiencia no alcanza para fraguar una voz. Se necesita también un cuerpo, uno hecho de sangre y de lágrimas, de heces y de babas, de músculos, de piel, de maquillaje. Un cuerpo como el que nosotras ponemos. A diario y en todos lados. Lo sujetamos con palabras, lo erguimos, lo adornamos con hebillas y tatuajes; envuelto en cosas que elegimos con precisión lo sacamos a la calle. Nunca nos olvidamos de que ahí debajo está la sangre. No, si somos feministas. Nosotras ponemos el cuerpo. Lo ponemos para hacernos de uno que sea propio, que goce con sus propios goces, que inscriba el tiempo a su ritmo, que se expanda o se contraiga según su deseo. Porque nuestros cuerpos están escritos desde antes que podamos vivirlos. Es sobre esa superficie tangible que se acuñan las instrucciones escritas por otros para su correcto funcionamiento. Y no huela, que destaque sólo en ciertas partes, que limpie, que procree, que albergue que cuide. ¿Y si no, qué? Si no, la abyección: putas, lesbianas, feminazis, gordas, estériles, malas madres. No es nuevo, ni un poco. Y sin embargo.

En la historia de Las12, este suplemento que hoy llega a su número 1000, laten y se escuchan a la vez voces, cuerpos, experiencias. Están detrás de las firmas y en primer plano en cada hecho, en cada vida, en cada obra que cuentan. Se despegan del papel y de la pantalla, hacen un cuerpo propio de lectura y escritura y con esa osamenta es capaz de empuñar el lenguaje como un cincel para modelar otra vez el mundo. A veces el cincel puede transformarse en una masa y arremeter, otras tiene la insistencia de la uña que va descascarando las muchas capas de revoque. Y es que esta es una historia feminista que además de hacer cuerpo se sostiene en complicidad con otras. En esta historia no hay singularidad que sobreviva si no puede enunciarse en plural, a grandes trancos o a fuerza de insistencia, en diálogo entre quienes escriben, quienes hablan para ser registradas y quienes leen. Es por eso que 1000 Las12 son mil gracias. Mil gracias por ese pacto que se renueva semana a semana entre quienes leen, quienes escribimos, quienes se dejan indagar o ponen en juego sus producciones. Un pacto que por insistir en el tiempo ha trascendido generaciones.  Y que no cede: sigue buscando maneras de narrarnos. Nuevas maneras de ser narradas.

Las12 aparece en 1998, apenas cumplidos los primeros diez años del diario que lo contiene, el único diario capaz de albergar un suplemento como este. Porque   PáginaI12 nace y crece en su compromiso con los Derechos Humanos. Y los derechos de las mujeres, las lesbianas, las travestis y las trans, son Derechos Humanos. Esa perspectiva siempre estuvo presente y está íntimamente entramada con las perspectiva feminista, aunque nos llevó casi dos décadas usar con soltura esa “palabra con f” –así se la nombraba en inglés en los ’90, sin pronunciarla– que ahora anda de boca y de movilización en movilización. Algo habrá tenido que ver este suplemento que inauguró en su primer año la cobertura de los Encuentros Nacionales de Mujeres –que ya tenían diez de existencia aunque eran prácticamente invisibles– en una práctica que desbordó estas páginas para convertirse, cada vez, en tapa de la edición general del diario. No fue una sorpresa, no podía serlo, los temas que hacen a la vida de las mujeres y de todas las que se reconocen en femenino son políticos y PáginaI12 es leído también como un diario que mira la política a contrapelo de las miradas hegemónicas. Pero además, por la complicidad que también fue tejiéndose amorosamente a lo largo de 1000 números con otras periodistas que trabajan para hacer visibles las problemáticas de género -mujeres, en un 99 por ciento en todas las redacciones-, una complicidad que nos permitió pensar juntas de qué modo tratar temas sensibles para que pudieran potenciarse sin repetirse, aprendiendo unas de otras, desbordando, de otras secciones a este suplemento y viceversa:  política, economía, universidad, sociedad, cultura; nada queda afuera. Ese desmadre, esa manera de no respetar ni el cauce por el que debe pasar una corriente, es marca de agua en Las12. Y es motivo de orgullo.

Fue hace dos domingos atrás cuando las organizaciones piqueteras volvieron a tomar el puente Pueyrredón que llegó una invitación a Las12 para participar de la Asamblea de Mujeres que se realizó ahí. La razón fue clara: había sido una nota de este suplemento haciendo foco sobre el modo en que las mujeres sostenían la vitalidad de los piquetes -que eran la expresión política más potente contra el neoliberalismo a principios del milenio- lo que generó la conciencia de la necesidad de empezar a juntarse entre ellas, a escucharse en la particularidad de sus lenguas. Es una de muchas historias de primera vez que tuvieron lugar en estas páginas. En 1998, doce años antes de que se empezara a discutir el matrimonio igualitario, hicimos una tapa con familias que tenían dos mamás o dos papás. Y habilitamos un diálogo entre travestis y niños y niñas mientras los vecinos sensibles se desgañitaban, supuestamente, por proteger la moral de las criaturas. Esta misma semana, una estudiante secundaria, por tuiter, dice que se hizo feminista leyendo Las12 y la madre de un compañero de escuela de mi hijo me cuenta en complicidad que empezó a gozar de su clítoris sin culpa y sin creer que le faltaba algo gracias a una nota de tapa de Las12. No es nostalgia del pasado apuntar algunas, poquísimas, anécdotas de primera vez. Es tomar conciencia de cómo se encadenan los eslabones de la historia común que nos sigue impulsando hacia este presente continuo que es el periodismo. 

Mil números son mil reuniones de sumario, mil discusiones para elegir el tema principal de la semana -por lo menos-, mil tapas diseñadas amorosamente por Alejandro Ros, mil veces la inseguridad de revisar el suplemento en papel los viernes para buscar los errores, mil veces la pregunta sobre cómo volver a contar las cosas que ya contamos ¿Qué más podríamos decir sobre nuestros placeres que no se haya dicho? ¿Cómo vamos a seguir registrando la violencia machista contra los cuerpos de mujeres, los cuerpos feminizados cuando lo intentamos de mil maneras distintas? ¿Cómo escribir con el corazón una historia violenta sin sentir la alerta de estar estetizando esa misma historia? ¿Cómo seguimos poniendo en agenda el modo en que nos pesa sobre la espalda el trabajo no remunerado, la brecha salarial, la precarización laboral? ¿Cómo hacemos para no indignarnos cuando se infantilizan nuestros reclamos, nos obligan a seguir pidiendo derecho al aborto como si de hecho no abortáramos prácticamente todas? Las preguntas se contestan en la práctica y enseguida vuelven a aparecer como si fueran nuevas. Porque sí, nos indignamos y nos dolemos y también gozamos y nos equivocamos. Lloramos por nuestras cosas en los hombros de las otras, nos peleamos, trabajamos juntas. Y nos hartamos. Y volvemos a empezar. Porque es necesario, porque un espacio abierto para nuestras voces feministas y femeninas merece seguir expandiéndose al menos hasta que podamos decir #NiUnaMenos y que sea verdad. Aun cuando llevemos mil números ensayando y planeemos siempre ir por más.