Comienza la Cumbre del G20 y el nerviosismo crece, justificadamente. Los mandatarios de las principales economías avanzadas y emergentes del mundo se reúnen en un escenario global profundamente diferente. Brexit, el frustrado referéndum italiano, y las elecciones estadounidenses, británicas y francesas revelaron un rechazo masivo al establishment político. El descontento de los trabajadores por el estancamiento de sus ingresos y la incertidumbre sobre su futuro quedó expuesto a ambos lados del Atlántico Norte. Con algunas destacadas excepciones, el G20 ha representado un orden internacional basado en principios de mercado y apertura económica que ha sido cuestionado por estos terremotos electorales.  

 En este contexto, la sucesión de comunicados donde los países se comprometían a nuevas reformas estructurales y a resistir el proteccionismo parecen cosa del pasado. Las tensiones actuales quedaron en evidencia en las reuniones ministeriales previas a la Cumbre del G20 y en la reciente Cumbre del G7. El anuncio de la salida unilateral de Estados Unidos del acuerdo de París de cambio climático sugiere que, en el curso actual, la conflictividad crecerá.

 Si bien el nuevo presidente de Estados Unidos es el factor visible de disrupción, la causa de la tensión es más profunda. La globalización siempre ha tenido ganadores y perdedores, pero en las últimas décadas la acumulación de perdedores se ha disparado. La contracara ha sido la concentración de ingresos y riqueza en el 10 por ciento más rico, y especialmente en el 1 por ciento superior. Las tendencias en materia de desigualdad no son uniformes al interior del G20. Mientras que la distribución se ha agravado en las economías avanzadas, algunas economías emergentes, como China, India, Argentina, Turquía, Rusia, Sudáfrica, Brasil e Indonesia, han experimentado aumentos salariales y la expansión de sus clases medias. No obstante, estos países aún mantienen distribuciones muy desiguales tanto de ingresos como de riqueza, y en casi todos los países del G20 la proporción de la renta nacional destinada a los trabajadores ha disminuido. Los ciudadanos alrededor del mundo tienen buenas razones para creer que la economía global trabaja para el beneficio de unos pocos, y no para el bienestar de la mayoría. 

 La Organización Internacional del Trabajo (OIT), entre otros, expuso estas tendencias al G20 en los últimos años, junto a alternativas de políticas públicas. Algunos países promovieron acciones colectivas más contundentes para aumentar los ingresos laborales y reducir la desigualdad, como fue el caso de Argentina y Brasil bajo sus liderazgos anteriores, ocasionalmente acompañados por Turquía, China, Sudáfrica, Rusia, Francia y Estados Unidos. Pero estas propuestas fueron ignoradas por otros países miembro y, más allá de ciertos avances, el G20 terminó favoreciendo políticas ortodoxas de apertura irrestricta (sin importar sus impactos adversos), reformas estructurales (incluyendo la desregulación del mercado laboral) y “consolidación fiscal” (incluyendo la reducción del gasto en salud, vivienda y educación).

 Alemania, como país anfitrión del G20, ha reconocido la necesidad de una respuesta multilateral a los cuestionamientos actuales y ha propuesto abordar “los temores y los desafíos asociados con la globalización”. Pero las respuestas puramente cosméticas y retóricas del pasado no serán suficientes. ¿Cómo sería una respuesta adecuada del G20? Aquí hay algunas sugerencias.

 En cuanto al comercio, el G20 repitió el mantra de “resistir el proteccionismo en todas sus formas” desde 2008 hasta la reunión de ministros de Finanzas de marzo pasado, cuando Estados Unidos rechazó ese enunciado. En el comunicado de dicho encuentro finalmente se sostuvo: “Estamos trabajando para fortalecer la contribución del comercio a nuestras economías”. Si bien esta nueva formulación es un llamado lógico para que el comercio sirva a objetivos económicos y sociales, fue considerada por muchos como un grave retroceso respecto del enunciado histórico, aun cuando dicho enunciado consideraba al comercio, erróneamente, como un objetivo en sí mismo. Por supuesto que el comercio no es un fin en sí mismo: es un medio para una mayor eficiencia económica que, a su vez, es una forma de mejorar las condiciones de vida. En Hamburgo, los Jefes de Estado deberían construir en la nueva dirección y articular políticas domésticas que respondan a las demandas de un crecimiento más inclusivo.

 En cuanto a las reformas estructurales, es necesario abandonar el camino de la desregulación laboral y el enfoque débil de regulación de los mercados financieros. La evidencia empírica del G20 muestra que los trabajadores no han tenido “demasiada” protección. En cambio, regulaciones que fortalezcan los derechos de los trabajadores para organizarse y negociar colectivamente, que garanticen salarios mínimos adecuados y que refuercen los sistemas de seguridad social son una asignatura pendiente y deberían ser políticas respaldadas por el G20, adaptadas a cada situación nacional. Asimismo, la reforma de los mercados financieros no se ha completado aún y debe ser continuada, no revertida.

 Por último, en cuanto a la política fiscal y monetaria, el G20 tuvo sus mejores momentos en 2008 cuando se acordó estimular coordinadamente las grandes economías, ayudando a contener la crisis financiera. Sin embargo, la decisión del G20 en 2010-2011 de revertir el rumbo y abogar por la “consolidación fiscal” (políticas de austeridad), en lugar de continuar con políticas activas de apoyo a la recuperación, fue un error histórico y pro-cíclico que contribuyó a la prolongada recesión en la Unión Europea y a la frágil recuperación global. Esto debe ser admitido y corregido.

 El G20 necesita liderar un nuevo enfoque en materia de cooperación económica internacional. Si bien las recientes elecciones en Estados Unidos y Europa, y particularmente las posturas del gobierno de Trump, aparecen como el desencadenante inmediato, son los problemas subyacentes los que exigen un cambio de rumbo. O se abordan a través de políticas que verdaderamente favorezcan a las grandes mayorías y avancen hacia un crecimiento inclusivo y sostenible, o seguirán alimentando respuestas espurias y chauvinistas que transforman al multilateralismo en un blanco de ataque. La percepción de que las políticas económicas son manipuladas a favor de las elites y los intereses corporativos está en el centro de la disputa. Si el G20 se aferra al status-quo está condenado a quedar atrapado en el conflicto, o peor, en la irrelevancia. La Cumbre de este año enfrenta decisiones clave.

* Directora del programa Modelo G20 de American University y ex Sherpa de Argentina en el G20. 

** Especialista en políticas de empleo y sociales, ex directora general adjunta de Políticas de la OIT y ex sherpa de la OIT en el G20.