Desde Barcelona

UNO Ahí está esa foto tomada en 1887 por Paul Nadar con tibio bigote adolescente. O el retrato "oficial" firmado por Jacques-Emile Blanche en 1892 y ese aire de espectro lánguido con orquídea blanca en el ojal. Y hasta se lo ha creído detectar, filmado y mudo, bajando escalera de parisina Iglesia de la Madeleine durante aristocrática boda de 1904 con un tanto fuera de lugar sombrero hongo. Pero lo que mira hoy Rodríguez --a punto de cumplirse un siglo de aquel 18 de noviembre-- es esa otra foto. La por siempre viva foto de un muerto recién escrito y firmado como Marcel Proust. Y es Jean Cocteau --quien a propósito de la publicación de Du côté de chez Swann en 1913 había ofrecido el que para Rodríguez era el mejor blurb de todos los tiempos: "No se parece a nada que conozca y me recuerda a todo lo que admiro"-- el que llama a Man Ray y le ordena que venga rápido al 44 de la rue Hamelin. A ese lugar al que Cocteau luego evocaría en sus memorias comparándolo con el camarote del capitán Nemo y donde Man Ray toma esa última foto de Proust. Ahí, el muerto en la cama y el manuscrito del resto de À la recherche du temps perdu sobre la repisa de la chimenea. Cocteau pensó entonces que "esa pila de papeles seguía viva, como relojes en las muñecas de soldados muertos".

¿Qué hora es?

La misma hora de siempre: la hora --à l'attaque!-- de leer y/o releer a Proust.

DOS Y, sí, una de las tantas maneras de dividir a la humanidad podría ser la de (1) Los que leyeron a Proust, (2) Los que no lo leyeron, (3) Los que lo intentaron en vano y (4) Los que sólo leyeron la primera parte, lo de la magdalena, y se dicen que con eso alcanza y sobra, y se ríen mucho con aquel sketch de Monty Phyton del concurso de resumir lo de Proust en 15 segundos sin sospechar que aún les falta el sonido de esa cucharilla y esa servilleta almidonada y esos adoquines desiguales en el patio de una fiesta y la revelación final de que el tiempo ha pasado, sí, pero se lo puede volver a hacer pasar haciendo uso de la "memoria involuntaria". Y, por fin, luego de desearlo tanto y de fracasar no pudiendo hacerlo, eso a lo que Proust ascendió acostándose: levantó catedral poniendo manos a la obra maestra a partir de una vida a la que hasta entonces se supuso amateur y diletante. Ahí, ese libro por venir de parte del narrador, pero que es el que el lector ya está leyendo. Eso que --como precisó Vladimir Nabokov-- no debía leerse como auto-ficcional biografía sino como "cuento de hadas". Como algo que, como por gran arte de magia, proustifica a esa "realidad" que --de nuevo Nabokov-- siempre debe escribirse entre comillas.

TRES Y, hechizado y con el tiempo transcurrido, Rodríguez fue acumulando abundante bibliografía proustiana. Las monumentales biografías del fundador del club George D. Painter, el muy especialista Jean-Yves Tadié, William C. Carter y Ghislain de Diesbach (dueño del nombre más proustiano de todos). Las más portátiles pero no por eso menos profundas y más focalizadas en lo gay de Edmund White y Benjamin Taylor. Las memoirs de sirvienta todo-terreno Céleste Albaret, de la cómplice socialité Marthe Bibesco y del reencontrado amigo de infancia René Peter. Las guías de Terence Kilmartin, Patrick Alexander, Roger Shattuck, Malcolm Bowie, Derwent May y Christopher Prendergast. Aquel simpático e ingenioso "manual de autoayuda" de Alain De Botton. Los ensayos que se concentran en la exploración de su vida amorosa o a su anticipatoria relación con lo freudiano y la neurociencia. El análisis de Samuel Beckett y el de Jean-François Revel y el de Gilles Deleuze. El Proust Project editado por André Aciman en el que veintiocho escritores escogen/comentan su "momento" favorito en/de Proust. El de Thierry Laget investigando la intrigante trastienda de su Prix Gouncourt. Las curiosidades que se dedican a la exploración de su biblioteca o al destino de su famoso abrigo o a los cuadros y obras de arte que se nombran o se reimaginan en la novela (¡Elstir!). O el que escenifica en detalle ese magno pero anticlimático y banal y vano encuentro entre Proust y Joyce en el Hotel Majestic de París (con Picasso y Diaghilev y Stravinsky como estrellas también invitadas). Las cartas a su vecina quejándose por los ruidos molestos que hace la maquinaria de su marido dentista y la correspondencia casi vampírica con el crítico Jacques Riviére. Los amplios breviarios que lo desglosan y destilan en citas tan citables y en epígrafes perfectos. Los "descubrimientos" de los relatos y fragmentos inéditos --con traducción del proustista confeso Alan Pauls-- reunidos en El remitente misterioso y Los setenta y cinco folios. Esa versión en cómic con ligne claire muy Tintín. El guion de Harold Pinter para un film jamás filmado. Los DVDs de las adaptaciones al cine de Volker Schlöndorff y de Raúl Ruiz y hasta un cd que reúne músicas afines y hasta recompone la "pequeña frase" de Vinteuil. Y, por supuesto, todo Proust por Proust incluyendo la joya de la corona del Mondo Proust chez Rodríguez: réplica facsimilar de las pruebas de Du côte de chez Swann / Un amour de Swann (1913) injertadas con serpenteantes paperolles de puño y letra de su autor a pie de imprenta y con su editor, André Gide, desesperado aunque dispuesto a expiar culpa de, inicialmente, haber rechazado al prodigio por haberlo considerado, prejuiciosamente y sin siquiera haberse dignado a espiar su manuscrito, apenas una revoloteante "mariposa social".

 

CUATRO Y la mortal efeméride redonda --cabía esperarlo-- ha supuesto para Rodríguez apreciable desembolso. Ahora, nueva traducción en Alba (retitulando con un Por donde vive Swann); flamante epistolario en Acantilado (abriendo con desopilantes cartas a su madre y puntualizando que, a menudo, Proust enviaba varias de las decenas de cartas que escribía por día en mano de criado para que el destinatario las leyese en el acto y las devolviese al mensajero para su inmediata destrucción por el remitente; aun así, se han catalogado unas 6000 misivas de las que aquí se seleccionan cerca de 200); la recopilación de todo lo de Roland Barthes sobre Proust en Paidós; las siete conferencias de Bernard de Fallois (otro nombre bien proustino) en Ediciones del Subsuelo; lo que reflexionó Proust sobre literatura y arte en Páginas de Espuma ("Se escribe mal desde finales del siglo XVIII", dictamina ahí, donde se incluyen ejercicios de estilo à la Balzac, Michelet, Flaubert, Tolstói, Sainte-Beuve, Renan, Ruskin, los Goncourt y, sí, Bergotte); la versión ilustrada de "Combray" en Nórdica; y el muy gracioso e infográfico (incluyendo tipos de moustaches, palabras más mencionadas y longitud creciente de oraciones) en El proustógrafo de Nicolas Ragonneu en Alianza. Y, claro, también en Alianza, Proust es uno de los protagonistas de Genio y ansiedad: cómo los judíos cambiaron al mundo 1847-1947 de Norman Lebrecht. Y seguro que esto no será todo, que de algo se ha perdido Rodríguez; pero ya lo recobrará pagando lo que haya que pagar. Porque leer sobre Proust sale a cuenta y es como, inevitablemente, releer a Proust con los ojos de otros hasta que de pronto, casi enseguida, la mirada ajena vuelva a llevar a la propia a acostarse temprano en la isla desierta de una cama a poblar y donde recuperar de nuevo, con El Libro entre las manos, el tiempo perdido con tantos otros libros que se parecen tanto a lo que se conoce y recuerdan tanto a lo que no se admira.