Pese a la buena disposición paterna, en mi casa de chicas no se nos permitía tener animales. Durante años, mi hermana y yo, sintiéndonos despojadas (todas nuestras compañeras de colegio tenían mascotas), reclamamos algo, preferiblemente un perro con quien jugar, y la respuesta era siempre la misma, ustedes jugarán con él pero yo voy a tener que ocuparme de cuidarlo y no estoy para esos trotes.

El único animal que era permitido por el momento era el tero o mejor dicho muchos teros, ya que cuando moría o desaparecía el que teníamos siempre era reemplazado por otro. A mi hermana y a mí el tero, literalmente, no nos decía nada, pero mi madre, tan reacia a mostrar cualquier sentimiento que pudiera inspirarle un animal, salía al jardín con un puñado de carne picada clamando suavemente “Terú, terú” y el pájaro se acercaba con entusiasmo a comer los pedacitos que le tiraba. Allí concluía todo intercambio de mi madre con el tero, salvo cada tanto el momento, brutal, en que lo apresaba y le podaba una de las alas para que no fuera a juntarse con las bandadas de teros que cada tanto pasaban volando y cuyos graznidos escuchaba yo desde mi cuarto. Lo están llamando, pensaba yo, y no puede irse con ellos.

Hasta que un día desapareció, no supimos cómo. Quizás lo cazó uno de los tantos gatos sin dueño que atravesaban el fondo del jardín. Pero prefiero creer que mi madre se olvidó de cortarle el ala y por fin el tero consiguió escaparse.

Orden en el mundo animal

Viví una infancia desprovista de animales, salvo los que aparecían en los libros. Digo mal: hubo sí un primer contacto real pero no caía del todo bien en mi casa, quizás por eso subsiste muy vagamente en mi memoria. Me gustaba jugar con insectos, más precisamente los llamados bichos cascarudos o bichos toritos o –acaso más amenazador pero útil por lo descriptivo- escarabajos rinoceronte. Los recogía en el jardín de la casa vieja donde vivíamos, los ponía en fila, ordenándolos por tamaño, les cantaba una marcha de mi invención, los retaba si se salían de la fila, les acariciaba el cuernito, y así sucesivamente hasta que mis padres me dijeron que ya basta, que los bichos eran asquerosos y que jugara con mis juguetes que para eso los tenía. De ahí en adelante, mi contacto con animales se volvió literario –los cuentos que me contaban, los libros que luego aprendía a leer- hasta mucho más tarde.

De regimentar cascarudos pasé a jugar a las bolitas, a las que también ponía en fila y las hacía marchar. Eran menos desobedientes y nadie me decía que eran asquerosas. Carecían, eso sí, de iniciativa.

No volví a tener contacto físico con animales hasta mucho más tarde.

Vocación

De chica estaba convencida de que quería estudiar medicina, y ya adolescente precisé más aun la vocación: sería cirujana. Me fascinaba la idea de poder abrir un cuerpo y mirarlo por dentro, no en una lámina como en los libros sino en la pura realidad. Preveía un mundo secreto cuyo desorden, provisorio, me tocaría arreglar. Fue así como, en clase de biología, cuando llegó el momento de disecar un animal para observar el funcionamiento de todos sus órganos, me ofrecí de inmediato ante las miradas medio celosas, medio asqueadas, de mis compañeras.

Se trataba de disecar una rana, pequeña y muy verde. No sé quién la había llevado, no creo que fuera la profesora, acaso una compañera que se había hartado de tenerla como mascota. Mientras una chica, la que la había traído, la tenía aprisionada en sus manos, otra, que hacía de anestesióloga, la inyectó con cloroformo. Luego me tocó a mí: la coloqué boca arriba y munida de un pequeño bisturí suministrado por alguien apoyé fuerte sobre la piel blanquecina y tracé un tajo vertical, luego dos más horizontales usando unas pinzas, descorrí los pedazos de piel, como ventanitas, para poner al descubierto el interior de la rana. A esto siguió una clase en vivo por parte de la profesora, quien nos mostró cuidadosamente el funcionamiento de los órganos, el corazón que palpitaba rítmicamente, los pulmoncitos que se inflaban y luego se vaciaban.

Sonó la campana del recreo y se dio por terminada la clase. Las alumnas salieron al patio, también la profesora, que me felicitó por el éxito del procedimiento, y yo me quedé sola con la ranita abierta, sin saber qué hacer. Para mis compañeras y para la profesora la clase –es decir la ranita- había terminado. Pero el corazón seguía latiendo, los pulmones seguían respirando. Pensé: cuando se despierte va a sentir un dolor horrible. Pensé: tengo que hacer algo antes de que despierte. Me saqué el distintivo del colegio que llevaba prendido al uniforme y, tratando de no pensar en lo que estaba haciendo, le clavé el alfiler en el corazón.

La envolví sobre la toallita sobre la que la habían colocado y salí al patio, pero ya había sonado el timbre y mis compañeras volvían a la clase. Salí rápido con la ranita, la coloqué al pie de la Santa Rita que trepaba por la pared del edificio y la cubrí con un montón de hojas muertas.

Luego yo también entré.   

Fragmentos de Animalia, el último libro que Sylvia Molloy dejó preparado antes de su fallecimiento y que acaba de publicar Eterna Cadencia.