A los seis años, Gabriela decidió volar. Se subió al cedro más alto del campo familiar, en la zona de Rauch, en la provincia de Buenos Aires, donde solía pasar largas temporadas. “El campo era un lugar salvaje. La vida, la muerte, el peligro, la belleza, todo iba de la mano. Y yo me sentía un animalito que pertenecía a la fauna del lugar”, escribiría mucho después. Con esa confianza, se lanzó al vacío que, de modo previsible, no la sostuvo. ¿Cómo había sido posible que la naturaleza la traicionara de ese modo? ¿Dónde estaba su lugar si no era a lomo de caballo, entre pájaros y búhos nocturnos? Estas cosas pensó durante el tiempo que estuvo en cama, esperando que sanaran los moretones. Así, dice, conoció la decepción. Pero también, la libertad como un aprendizaje que la hacía sentir viva.

Algo de ese espíritu indómito cautivó a quienes la escucharon en el BA Rock en noviembre de 1971, cuando Gabriela se transformó en la primera mujer del rock que se subió a un escenario. Ocurrió ante cinco mil personas en el Velódromo de Buenos Aires durante un breve set que duró media hora: ese fue el inicio de su carrera. Al año siguiente, grabó su primer disco. “Atravesé mi vida con demasiados apellidos. Parodi por parte de padre. Pero también Parodi Cantilo, Parodi Quesada, Molinari, Marrone. Apellidos de madres, abuelas, maridos. Y yo lo que más deseaba era tener un nombre propio, minimalista, así que cuando me preguntaron qué nombre artístico deseaba usar, sin dudar un segundo dije: ‘Gabriela’”, recuerda. Y así se llamó también ese álbum, donde la artista aparece montando su yegua Soñadora en una laguna cercana a Rauch, captada en blanco y negro por el fotógrafo José Luis Perotta una tarde nublada.

Después se fue de gira con una banda que, asegura, “era una masa”. Y tiene razón. Sus integrantes eran Edelmiro Molinari en guitarra, David Lebón en bajo, Oscar Moro en batería y Litto Nebbia sumándose de vez en cuando al teclado. Aunque ese despliegue de pelo largo y testosterona no dejaba mucho lugar a dudas, la juventud de Gabriela (que por entonces andaba por los veintipico) y sus vestidos bordados con flores podían dar una imagen equívoca de fragilidad. Sin embargo, si se miran con atención los videos de la época, se puede ver que entre la bambula asomaban las botas de cuero y un pelo cortado en capas con reminiscencias punk. “Yo estaba influenciada por Robert Plant e imitaba sus alaridos lo mejor que podía. Quise ser una mina ácida y llena de furia a la hora de cantar rock and roll”, afirma esta pionera del rock argentino, la primera en plantarse frente a un escenario e interpretar versos de bravura iniciática como “Voy a dejar esta casa, papá/ Voy a dejar esta casa/ Desprenderme de tus alas/ Hay un hombre esperándome afuera, papá/ No, no quiero verte llorar”.

“Mi papá nunca entendió la canción, así que está buenísimo que muchas chicas la sigan cantando porque se ve que ellas sí captaron lo que yo quería decir”, sonríe Gabriela antes de aclarar qué significa para ella la palabra “pionera”. Es decir, reconoce que sí, que su música y su canto abrieron una puerta para que muchas otras pasen después, conozcan o no el inicio de este linaje compartido. Y eso le sigue causando orgullo. Sin embargo, acepta que a lo largo de los años, su nombre ha flotado en el aire como un enigma con piezas dispersas que por fin decidió unir. Pero eso, fue ella misma la que decidió romper el silencio con su autobiografía Las mil vidas de Gabriela, editado por Marea.

A lo largo de trescientas páginas, esta memoria personal enhebra en un mismo diálogo a la hija de un diplomático que creció entre Portugal, Turquía y Brasil con la compositora que grabó seis discos entre 1972 y 2007; los tres últimos en colaboración con el guitarrista Bill Frisell, la mayoría editado en el exterior pero no aquí. En el libro también hay lugar para su vida en Los Ángeles entre mediados de los ’70 y comienzos de los ’90. Allí fue una indocumentada trabajando con un nombre falso en una fábrica de camisas pero también una artista que estableció alianzas artísticas con el mainstream californiano. Conoció a Stevie Nicks antes del vendaval de Fleetwood Mac, también a Joan Baez y a Jackson Browne, grabó con el guitarrista David Lindley en los ratos que él no estaba de gira con Linda Ronstadt o James Taylor e incluso Harry Dean Stanton, cuando ya se había transformado en actor de culto, se conmovió con su música y se lo hizo saber. Estas mil vidas están articuladas por una voz narradora cálida y sibilina, que por momentos parece una amiga cercana contando historias de fogón y por otros, una mujer cuya madurez radica, justamente, en haber transitado una vida singular que puede mostrar con honestidad en sus claros y sus oscuros. En ciertos momentos, incluso deja que la poesía ocupe el espacio de silencios elocuentes. Y Gabriela es, como se advierte en sus canciones, ella también es una poeta notable.

Con su yegua Soñadora (Foto: José Luis Perotta)

QUIERO HACER ESO

“Yo quería escribir una novela porque es un género que me encanta. Pero después me di cuenta de que las biografías, de alguna manera, son novelas: del mismo modo que nadie tiene la misma cara, tampoco nadie tiene la misma voz. Entonces hace cuatro años me desafié a explorar esa singularidad y dije ‘voy a empezar a escribir para ver qué pasa’. Abrí un archivo en mi computadora, empecé el primer capítulo, fui contando todo en orden cronológico y ya no pude parar”, afirma esta mujer de flequillo tupido y gesto calmo que ahora bebe café en su departamento de Belgrano mientras el verano asoma de a ratos tras las cortinas. Desde la cocina llegan ecos de un disco de Brian Eno. En la biblioteca del living se mezclan libros en inglés y castellano de Doris Lessing y Horacio Quiroga. Y allí cerca, una guitarra Fender Telecaster descansa sobre su base, tranquila pero alerta como un animal brioso.

En el libro cuenta, por ejemplo, que cuando aún era una niña, sus padres la llevaron a un concierto de Amália Rodrigues, cantante de fados y actriz de porte elegantísimo. “Cuando cantó su primera frase no lo hizo entrando en clima sino que entró con toda y mantuvo esa intensidad por las dos horas de su show. Su música me encandiló de tal manera que dije ‘yo quiero hacer eso’”, cuenta. Al mismo tiempo, en la casa familiar había irrumpido el primer tocadiscos: los adultos escuchaban Harry Belafonte, Miguel Aceves Mejía y Carlos Gardel mientras Gabriela y sus amigas se juntaban a bailar swing al ritmo de “Rock around the clock” y Elvis Presley.

Después de completar el secundario en San Pablo a mitad de los sesenta, Gabriela se convirtió en azafata para una compañía que cubría la ruta Buenos Aires-Miami. Más tarde, con su hermana Andrea, recorrieron Irlanda (donde se había mudado nuevamente el clan familiar), Inglaterra y Escocia en un Mini Cooper rojo que cayó al vacío, aunque ellas se salvaron de milagro. En 1967 y con el Mayo Francés en ciernes, Gabriela aterrizaba en París para estudiar actuación. Allí la música reapareció.

“Me habían prestado una guitarra española. Yo cantaba canciones de Joan Baez, de Joni Mitchell, de Dylan, de Leonard Cohen, los artistas que tenía en mi tocadiscos, y empecé a cantar acompañada por la guitarra en un bar de Montmartre una vez a la semana. Eso es algo que todos los músicos deberían hacer como ejercicio: tocar y que no te escuchen”, asegura esta singular maestra zen. Y se ríe: “Lo digo de veras. Porque todo el mundo iba a tomar tragos y yo estaba en una especie de tarima al costado, con una tacita de bronce donde ponían monedas. Aprender la humildad es importante”.

En esa época conoció a Julio Cortázar, pisó a Ringo Starr en una pista de baile sólo para que él la mirase un instante, frecuentó a Copi (“un raro que no hablaba una palabra, encantador pero ensimismado en su propio mundo”) y salía a caminar de vez en cuando con el sacerdote Carlos Mugica, que para ella era simplemente “Carlos”, un hombre de enorme carisma y una inteligencia aguda. Él le propuso finalmente viajar a Cuba en una suerte de misión brumosa a la que Gabriela no se sumó. “A mí me interesa el cambio social pero la militancia no es lo mío. Tampoco me llevé del todo bien con el clima difícil y violento de París en ese momento. Era un rebaño de gente furiosa y a veces las multitudes, cuando parece que cobran vida propia, me dan miedo”, dice.

Sin embargo, al poco tiempo volviste a Argentina y te paraste a cantar frente a una multitud.

--Eso fue diferente porque ahí estaba decidiendo mostrar lo mío. O sea, mostrarme como artista, que es un modo diferente de encarar un escenario. Igual, yo era muy chica y muy inconsciente. Nos íbamos de gira a cualquier lado, tocábamos en el conurbano en medio de parrillas llenas de humo, con muchachos bravos por todos lados. Los músicos que tocaban conmigo al principio parecían querer cuidarme pero después se daban cuenta de que estaba todo bien. Tuvo su encanto, la verdad.

¿Y qué te pasaba por el cuerpo cuando te plantabas frente a un escenario?

--¿Sabés que no me pasaba nada malo? Sentía que estaba donde debía. Tampoco pensaba en nada. Simplemente tenía la sensación de que podía estar frente a esa gente y provocarle sensaciones concretas. No me refiero a un poder omnipotente sino a la sensación de ser algo así como una chamana. Tampoco esto es tan raro porque siempre me interesó observar la magia que se despliega a nuestro alrededor, en lo cotidiano. De ahí, creo, salieron varias de mis canciones.

Con Gieco, Mestre, Spinetta, Molinari y Marrone, entre otros, en Los Angeles, 1979

LA CHICA DE LA FÁBRICA

Por entonces, Aníbal Gruart, era su mánager y también de Almendra. Así conoció al guitarrista Edelmiro Molinari, con quien se casó en 1972. Un par de años después la pareja se mudó a los Ángeles con la idea de continuar sus carreras como músicos. Durante un tiempo vivieron en un departamento sobre Hollywood Boulevard que tenía una pileta. Gabriela adora nadar y así conoció a su vecina, de larga melena rubia y porte de ninfa. Se trataba de Stevie Nicks. Ella y su marido de entonces, Lindsay Buckinghman, pasaban muchas horas al lado del agua. “En algún momento, acordamos para juntarnos a tocar. Pero luego, en el ascensor, Stevie me contó que habían audicionado y que empezarían a ser parte de Fleetwood Mac. Estaban super contentos porque sabían que se abrirían muchas puertas para ellos. Enseguida se mudaron y les perdí el rastro”, evoca.

Mientras tanto, Gabriela seguía en su búsqueda artística. Por ejemplo, llegó a tener varias entrevistas con Manny Greenhill, manager de Joan Báez, que la invitó a presenciar la grabación del disco Diamonds and Rust. Pero él pretendía que esta chica llegada de pampas lejanas usara poncho y cantara folklore en clave autóctona. Al no dejarle espacio para que ella desplegara su propia obra, la sociedad se diluyó. Y es que, por debajo del glamour, Los Ángeles mostraba su fiereza de ciudad expulsiva: a comienzos del 75, las visas del matrimonio Molinari-Parodi estaban por vencer. Es aquí donde entra en escena otra de las vidas de Gabriela. Una que se llama Inna Hammoudi.

“Se pronuncia ‘Aina’ y durante un par de años fue el nombre que tuve que usar porque era indocumentada y ese era el nombre de mi pasaporte falso. O sea, me vendieron una especie de seguro social para poder trabajar que seguramente era robado pero que era la única manera de sobrevivir. Así que me tocó ser Inna y ser árabe. Trabajaba en una fábrica de camisas. Y tenía un jefe israelí que era vivísimo y supo que todo era un invento pero nunca dijo nada”, relata. De hecho, los otros empleados de la fábrica también eran indocumentados, sabían de esos riesgos y la protegieron en alguna razzia, cuando ella ya estaba embarazada de su hija Cecilia, que nació en 1976. “Contra todo pronóstico, estaba fascinada por el hecho de estar en un lugar anónimo, que el río de la vida me llevara y que yo no fuera nadie en ese lugar extraño. Claro que al mismo tiempo, mis amigos argentinos no entendían mucho lo que pasaba. Me acuerdo que en medio de una mudanza, Charly García, que nos estaba visitando en Estados Unidos, me dijo: ‘No sé qué estás haciendo acá siendo que tenés una carrera en Buenos Aires, donde sos una diosa’. Yo tampoco lo tenía claro entonces pero sabía que debía hacer las cosas así”.

La foto es de 1979 y fue tomada en la soledad California mientras Cecilia, la hija de Gabriela y Edelmiro, cumplía tres años. Allí están los padrinos mágicos de la niña: León Gieco y Gustavo Santaolalla (que por entonces también se habían mudado a Los Ángeles) junto a Nito Mestre y Luis Alberto Spinetta, entre otros que simplemente estaban de visita. Por entonces, Gabriela había dejado de ser indocumentada, se dedicaba a trabajar en una productora cinematográfica y empezaba lentamente a componer las canciones de su segundo álbum, Ubalé, que grabó en 1981. Ahí participaron desde Gieco a Santaolalla. pasando por Molinari, Aníbal Kerpel o Pino Marrone (ambos, integrantes de Crucis), hasta multiinstrumentistas que jugaban de locales en tierras gringas como Álex Acuña o David Lindley, a quien Gabriela había conocido en un recital de Jackson Browne. “Fui la primera que puso en diálogo a músicos argentinos con los mejores de la Costa oeste de Estados Unidos mucho antes de que la world music fuera siquiera un concepto. En eso sí fui pionera”, subraya.

Sesion de fotos para la portada de Viento Rojo, 1999

DE REGRESO Y DE FRENTE

Después de grabar en 1983 un disco enteramente en inglés llamado Friendship –que solo se distribuyó en los países escandinavos–, Gabriela y Edelmiro se separaron y ella formó pareja con Pino Marrone. Unos años más tarde, la artista comenzó a armar un nuevo álbum, Altas planicies, finalmente grabado entre Estados Unidos y Buenos Aires, donde volvió en los noventa junto a su hija Cecilia y Marrone. “Cuando llegué, no reconocía la ciudad, nada era como lo recordaba. Era lógico pero doloroso. Entonces me escondí como un animal del monte. Porque emigrar es fuerte pero volver y encontrarte con una realidad tan distinta a la que dejaste, también lo es. Así que mi única raigambre durante un tiempo fue la música y de esa diáspora surge Altas planicies”, reconoce.

En medio de recitales, intentos de volver a escena y negativas de las discográficas locales de acompañarla en nuevos proyectos, Gabriela contactó a Bill Frissell (“No es el mejor guitarrista ‘de jazz’del mundo, es el mejor guitarrista del mundo a secas”, afirma). Juntos terminaron grabando en Estados Unidos una trilogía compuesta por Detrás del sol, Viento rojo y El viaje, editados entre 1997 y 2006. Para grabar “Tren de medianoche”, una de las canciones de Detrás del sol, Gabriela invitó a Harry Dean Stanton: le envió un demo que al músico y actor de París, Texas –de carácter indomable y oído finísimo– le gustó lo suficiente como para llamarla por teléfono y darle el ok en persona. Pero puso una condición: grabar no con la banda de ella sino con la de él. “Yo no podía aceptar eso porque en mi banda estaban Frisell, Kenny Wheeler, Paul Motian y otros genios. Pero tampoco tenía mucha capacidad de negociación: era muy cabrona. Así que sencillamente le dije ‘no’ y colgué. Siempre me arrepentí de eso, aún hoy. Son los riesgos que asumís cuando te ponés al frente de todas las decisiones”, confiesa.

Ya instalada en Buenos Aires, a mediados de los años dos mil, su universo musical parecía abrirse de manera prometedora una vez más. Pero tras El viaje, su vida personal fue quedando inmersa en una vorágine de problemas familiares, negocios heredados para atender e incluso una dolencia propia que la llevó a operarse en varias oportunidades. Ese torbellino pareció tragarla a punto tal que pensó en dejar la música e hizo silencio una vez más. “Mi crisis personal escaló lo suficiente para que mi hermano, en un momento, me dijera algo que en su momento me dolió un montón pero que era verdad: ‘Sabés cuál es tu problema: que le estás dando la espalda a tu alma’. Y tenía razón. Fue duro pero tuve que aceptarlo”, relata Gabriela. Fue entonces cuando su hija, editora instalada hace tiempo en Nueva York, la alentó a escribir. Así es como Las mil vidas de Gabriela se transformó, al mismo tiempo, en un libro que le fue permitiendo recuperar su voz como mujer, como narradora, como poeta. En cada capítulo se teje una red que la impulsa hacia adelante a modo de balance y de piedra de toque para lo que vendrá. Esa es otro de los logros de su texto: no reniega del pasado, no se aferra a lo que pasó sino que lo sitúa en una zona de exploración donde se interpela sobre sus propias perplejidades con honestidad brutal. Por eso quien lo lee puede sentir comprensión y empatía.

“Sí, siento que estoy recuperando mi voz. El libro fue sanador y me pone en el desafío de seguir viviendo de lo que amo”, dice. Está volviendo a componer y a grabar. Está dándole forma a un nuevo libro con textos a medio camino entre la narrativa y el ensayo. A la vez, Sony acaba de reeditar y remasterizar su primer disco en forma de vinilo, que se vuelve a conseguir en formato de lujo para conmemorar los cincuenta años de su lanzamiento original. Así que Gabriela se puede mirar de frente en el espejo del pasado pero está lista para volar otra vez. Con toda la templanza que le otorga el tiempo vivido, con la palabra en galope constante, con la música que sostiene en su hondura el riesgo de cada salto.