Leer la única novela de Nora Ephron es una experiencia llena de contradicciones. Por un lado, para los y sobre todo las amantes de la comedia dramática, entre quienes me cuento, todo en este libro hace recordar los films en los que intervino la autora fallecida en 2012 (fue guionista de la inolvidable Cuando Harry conoció a Sally y directora de varias películas como Julie y Julia). La misma brillantez en los diálogos; la misma frecuencia moderada de chistes; el uso constante de la ironía; las reflexiones sobre hombres, mujeres y sus diferencias; incluso ese muy leve coqueteo con el feminismo y hasta los apuntes escasos pero claros sobre política estadounidense desde cierto progresismo. Por otro lado, una novela no es una película. No es lo mismo “ver” una historia en el cine (donde los personajes tienen cara y gestos y voces humanas; donde se utilizan todas las herramientas del lenguaje cinematográfico) que leer un relato formado solamente por palabras. Por lo menos en parte, esa diferencia explica cierta insatisfacción frente a Se acabó el pastel, además, por supuesto, del peso (grande para los argentinos) de la traducción en un marcado dialecto de España.

La novela cuenta el final de un matrimonio desde el momento en que Rachel Samstat, la narradora, descubre la infidelidad de Mark, su marido, en medio de un embarazo. El punto de vista es claramente femenino (como siempre en las películas de Ephron). La primera persona narradora tiende al análisis reflexivo y escrito, y le habla a un público, un “tú” explícito que tal vez es un “ustedes”. Mientras decide si vale la pena seguir viviendo con Mark, revisa el proceso completo de su segundo matrimonio (esta es la segunda vez que lo intenta). El argumento tiene conexiones importantes con una muy buena serie, Mrs. Maisel, cuyo personaje principal (una mujer que quiere hacer stand up) pasa por las mismas circunstancias. Las dos, novela y serie, comparten desde el placer del chiste y el chisme femeninos (se opina sobre ropa, comida, celos, amor, parto, maternidad) hasta los deseos de independencia y el talento de las protagonistas, además del análisis de una verdad evidente: en general, a las mujeres nos cuesta mucho soltar, resignarnos a la separación, des-enamorarnos.

Rachel escribe libros de cocina. Tiene sentido que introduzca recetas en la narración. La forma en que lo hace es lo más original de Se acabó el pastel (aunque esos fragmentos tienen problemas específicos de traducción, entre otros, no haber pasado los grados Farenheit a Celsius). Las recetas son clásicas: ofrecen ingredientes y preparación, utilizan vocabulario específico y dan consejos; incluso aparecen en un índice separado. No se da la receta para todos los platos que se nombran pero cuando no la hay, Rachel se disculpa, explica por qué no la escribe (las excusas son varias: la receta es demasiado conocida, ella no cree que sea interesante, etc.) y da indicaciones sobre dónde buscarla. Las preparaciones están ahí por algo, Ephron les da un uso estrictamente literario: son símbolos o tienen valor práctico (ella analiza el peso que ejercen en su relación de pareja). Por otra parte, en la cocina aparece con claridad el límite de su “feminismo”: la narradora afirma que no entiende cómo algunas mujeres consiguen casarse sin saber cocinar, y no presenta a hombres que cocinen.

Hay un fragmento del libro en que eso se nota claramente. Empieza en mitad de un capítulo con un título explicativo: “Patatas (papas) y amor: algunas reflexiones”. Con ese encabezado, Rachel describe las maneras de cocinar papas según el momento de la historia de amor que viva la pareja del caso. Al principio, afirma, se hacen recetas con papas fritas (requieren un esfuerzo grande que una es feliz haciendo y producen mucho placer; el resultado es crocante, como el entusiasmo típico de la primera etapa del amor). Luego, un día, las papas se pudren en la canasta y la cocinera las reemplaza por pasta: esa es la señal de que “el principio ha terminado”; la pareja está ahora en la mitad de la relación. Después, aparecen las dietas y ya no se compran papas. Al final, en los días que siguen a la ruptura, una se queda sola y, entonces, hace puré: “Nada como el puré de papas cuando una está triste”.

Más allá de las recetas en sí, el fragmento es un ejemplo excelente de la prosa de Ephron en general: una mezcla de ironía, tristeza, comicidad y cocina (tarea que ella considera femenina) como símbolo de las relaciones humanas –siempre dentro de la clase media alta, por supuesto. El remolino de sabores que se presentan (tan semejante al de la buena gastronomía) es lo mejor de Se acabó el pastel. Como en gran parte de las buenas comedias dramáticas, es ahí donde el relato roza la reflexión cuasi filosófica. Para reafirmarlo, hacia el final, Rachel se hace preguntas generales.

La respuesta que da a ¿por qué cocinar? la pinta de cuerpo entero: cocinar ayuda, afirma, porque después de un día duro es un consuelo saber que si se mezclan harina y manteca derretida y después se agrega un concentrado, “¡se espesa! Indefectiblemente”. Esa “seguridad en un mundo donde no hay nada seguro” es maravillosa para alguien que necesita controlar lo que pasa, sobre todo (habría que agregar) en medio de una desilusión amorosa.

Como corresponde a las novelas occidentales del siglo xxi, la segunda pregunta central de Rachel es sobre literatura: ¿por qué contar la historia? La contesta con una enumeración: “porque si cuento la historia, domino la versión”; porque así “no me duele tanto”; porque si la cuento, “puedo soportarla”; porque así “puedo hacer reír” y conseguir que no me tengan lástima. Eso dice mucho sobre el personaje y también sobre el libro. Al final de una novela en la que los lectores están siempre presentes, la lista implica que la narradora no busca la comunicación con otros. Incluso cuando quiere “hacer reír”, el centro es su yo: lo hace para que no le tengan lástima, para proteger su propio orgullo. No hay diálogo real. La historia es una larga mirada al espejo. Y sí, el humor es un punto importante y la prosa de Ephron es realmente divertida. Una diversión cruel, como las escenas cinematográficas de peleas con “tortas de crema” a las que refiere el “pastel” del título.