El cuento por su autor

Una mascota en problemas y un vecino molesto también son una motivación. Hay muchos ejemplos, la literatura y el cine ofrecieron ya un lindo muestrario. Desde que vivo en Buenos Aires distingo con facilidad —bueno, en realidad cualquiera con un mínimo criterio puede hacerlo— mascotas desesperadas y consorcios enfermizos. Qué parte, me pregunto, de esa desesperación y de ese desconcierto me tocará a mí.

Esta historia sin embargo no sucede en Buenos Aires, aunque sí aproveché cierto carácter, cierta soledad urbana. La versión original me la contó el Cone una noche de verano en Ituzaingó, Corrientes. Me dijo: “Vas a querer escribirla”. Miré para abajo y sonreí, como hacemos cada vez que escuchamos esa frase. Pero cuando el Cone terminó de contarme -se agarraba la cabeza como si le estuviese pasando en ese momento- dijo que ya era tarde, que tenía que irse, y yo lo perseguí hasta la puerta pidiéndole detalles. Un poco hastiado, el Cone giró, me miró a los ojos y, apretándome los hombros, dijo: “Ahora poné algo de vos”.

Espero haber puesto suficiente.


Alfonsín

Para el Cone y Catriel

El gato no era nuestro. Y es que nunca son nuestros los gatos que matamos. Siempre son los que dejan a nuestro cuidado, alguna amiga, alguna pareja con la que recién empezamos algo, tal vez un vecino que, dice, se tomará unos días para visitar a su madre enferma, y nos dejan una bolsa de alimento, un par de indicaciones básicas y —antes de que podamos manifestar una objeción— ya besaron al gato, nos miraron ya con los ojos humedecidos de una congoja que no somos capaces de asimilar, y hasta la vista.

El nudo en el estómago que provoca esa situación es providencial. “No tengas mascota si no vas a poder cuidarla”, decía siempre Lucre, tan sensata ella, tan amorosa también.

Sampayo no era amoroso. Era más bien lo opuesto de amoroso. ¿Odioso? Algo más extraño que eso.

Tuve el impulso tonto de estrecharle una mano que él nunca extendió y así me quedé, con la mano derecha a medio camino. Sampayo levantó apenas el mentón y permaneció sentado en su silleta, los ojos escondidos detrás de los anteojos de sol.

Éramos nuevos en un barrio tranquilo, alejado del centro, un barrio cuyo mayor problema era la falta de árboles. De solo recordarlo —y digo recordarlo porque ya no vivimos ahí, ya no tenemos a Sampayo de vecino—, de recordarlo nomás me viene el impulso de fruncir el entrecejo para aminorar el impacto de la semejante claridad, del sol blanco que caía como un vaso de leche sobre aquellas calles de tierra.

Que la casa quedara lejos del centro tenía sus ventajas -la calma, desde luego; y la posibilidad de tener patio, la insinuación de un jardín- y, claro que sí, la lejanía tenía también sus elementales desventajas, que no enumeraré porque me da pereza hacerlo, porque confío en que cualquiera es capaz de plantearse sus propias desventajas y el orden en que esas desventajas pueden ir apareciendo.

Lo cierto es que la casa sí era muy bonita. Ambientes amplios, adecuadamente frescos, puertaventanas que ofrecían una luminosidad, más que natural, radiante. Lucre y yo estábamos, por así decirlo, reacomodándonos. Ahora yo trabajaba desde casa, escribía. Se supone que era lo que siempre había querido. Pero, como a menudo pasa con los deseos, el tiempo que gané para la escritura lo gané también para la dispersión.

De los problemas psiquiátricos de Sampayo nos habló Julia, su hija. Vino, ella sí, a presentarse. Nos pidió que le tuviéramos paciencia a su padre, que por momentos se perdía en la nebulosa de la mente. Enumeró una serie de incomodidades que podíamos vernos en la obligación de afrontar: una lluvia de basura en el patio, acusaciones de robo, insultos al pasar. Nada que pasara de lo anecdótico. Que si la cosa se complicaba, dijo Julia, no dudáramos en llamarla. Nos dejó su número.

Por supuesto, Julia tenía el semblante triste de las mujeres cansadas. También, me percaté al instante, sus intereses eran similares a los nuestros, a los de Lucre y míos. Quiero decir, yo escribía, Lucre diseñaba ropa, teníamos ínfulas artísticas. Y fumábamos marihuana. Lucre invitó a Julia a sentarse y encendió un porro -flores de nuestra cosecha- que compartimos en silencio. Después, al fin más distendidos, hablamos de cosas que no recuerdo, cosas más o menos íntimas, cosas sin verdadera importancia.

Sólo sé que en aquel momento decidí -y entiendo que Lucre decidió conmigo- que nunca llamaríamos a Julia, que no hacía falta cargarle preocupaciones. Era una persona muy triste.

Antes de irse, Julia habló del gato de su padre: “Es de verdad su único compañero”, dijo, “se llama Alfonsín, como el presidente”.

                                                                          ***

De los dos, Lucre era la más obsesiva en el cuidado de las plantas.

Me corrijo, a mí las plantas no me importaban. Podía tolerar sin drama que no hubiera macetas, helechos, florcitas, y otras coqueterías en casa; que el jardín no fuese más que un llano de pasto bien cortado. Me interesaba, en todo caso, mantener una cierta prolijidad, que quien nos visitara no nos confundiera con gente desordenada. Y tampoco es que nos visitaran tanto -nuestras familias y amigos vivían en el centro y preferían que nos moviéramos nosotros, gesto que en el fondo agradecíamos.

Entre otras cosas yo también agradecía que tuviésemos espacio para las plantas de cannabis. Lucre había elegido, considerando iluminación y seguridad, el rincón más apropiado, junto al muro lindante con Sampayo, y se mantenía atenta a los tiempos de cosecha. Harta de los artilugios diseñados para mantener una plantita en un dos ambientes, ahora que teníamos patio se vestía como una granjera. O bueno, como una mujer que, al menos, regentea un vivero. Así lo sentía yo y me enternecía verla envuelta en ese entusiasmo, tan ensimismada y dichosa.

Alfonsín, el gato, apareció de noche. Era negro y blanco, como una alfombra de vaca, y una de las manchas negras le armaba un bigote que, supuse, sería el origen del nombre. Aunque bien podía confundirse con un bigote hitleriano.

Alfonsín saltó el muro con una destreza que consideré impresionante.

-Cualquier gato hace eso- aseguró Lucre, pero lo cierto es que, hasta donde yo sabía, ella tampoco era experta en gatos y su aprensión a los gatos era similar a la mía. De hecho fue ella quien se prendió del escobillón para ahuyentar a Alfonsín. Que le iba a mear las plantas, dijo.

Se levantó de su silleta y le apuntó al gato con la punta del escobillón, la punta de las cerdas. Los ojos colorados y los movimientos pausados, Lucre parecía una amazona salida de Sara Kay.

En vez de amilanarse, Alfonsín pareció interesado en el escobillón, en la inocencia de mi novia. Se adelantó muy seguro y, una vez que lo tuvo a su alcance, lanzó un suave zarpazo y enredó sus uñas entre las cerdas. Asustada, Lucre dejó caer el palo del escobillón y de un salto se instaló detrás de mí, como si se escondiera. Nos reímos, nos besamos, y al rato ya estábamos los dos mirando cómo Alfonsín jugaba con las cerdas, cómo refregaba el lomo por ese polvillo áspero.

En cierto modo nos acostumbramos a Alfonsín, a sus visitas. Nos sentábamos, siete, ocho de la noche, a fumar y a hablar al voleo, de esto y aquello, y entonces aparecía el gato. Pegaba el salto de siempre y se movía a sus anchas por el patio, jugueteaba con las plantas, con los pedales de la bicicleta, con los enseres de limpieza… con cualquier cosa. Me gustaba que no fuéramos nosotros, Lucre y yo, el centro de su interés, sino que considerara el ambiente en su manera integral.

Nos tentó la idea de tenerle siempre a su alcance un plato de comida, o algún almohadón viejo que pudiese usar a modo de cucha, pero también entendimos el incordio que podíamos provocar. Así que nos contentamos nomás con su visita fugaz pero cotidiana.

Los movimientos de Alfonsín tenían la gracia de los mimos, esa armonía, ese gesto burlón que sin embargo se tolera como se tolera a los mendigos.

-Siento que me toma el pelo- dijo Lucre. Me gustó, una vez más, coincidir con ella; sobre todo cuando agregó: -Y me llena de amor que lo haga.

                                                                                     ***

Entonces -cuatro, cinco meses después de instalarnos en esa casa- fue que Sampayo gritó a través del muro.

-Hijos de puta- dijo-, qué le hicieron al gato. ¡Dónde lo tienen!

Lucre y yo nos miramos. Ella se apoyó un índice en los labios: que hiciera silencio. No se me había ocurrido contestarle a Sampayo, pero, quizás por sentir que al menos hacía algo, asentí con la cabeza a la indicación de mi novia. Sampayo volvió a gritar:

-¡Me lo envenenaron!

Pronto deduje que ese era el tipo de problemas que Julia, hija de Sampayo, nos había advertido. Le hice una seña a Lucre -ahora era yo quien daba indicaciones- para que me siguiera al interior de la casa (estábamos, como cada tarde noche, instalados en el patio) y cerramos ventanas y puertas para neutralizar los gritos del vecino loco.

Vi los dedos temblorosos de Lucre teclear el teléfono.

-No le escribas -le dije en un susurro, como si Sampayo pudiese escucharme desde su casa-. No la molestemos, no hace falta.

Lucre estuvo de acuerdo y dejó de escribir. No tenía sentido preocupar a Julia. Algo de ella -su cansancio, que se pareciera tanto a nosotros- nos había conmovido. Sabíamos poco, pero era fácil comprender que el peso que cargaba -que iba mucho más allá de Sampayo- era demasiado.

Tampoco le escribimos cuando, minutos después, Sampayo tocó el timbre y pateó la puerta de casa.

-Los voy a denunciar –gritó-. Van a terminar presos.

Por la violencia con que golpeaba, supuse que el asunto llevaría tiempo, que el tipo pasaría su buena media hora insultándonos; pero, al final, no fue más que un par de minutos y Sampayo volvió a encerrarse en su casa o quién sabe dónde.

Tal vez entonces hubiese sido mejor escribirle a Julia.

***

Al día siguiente tardamos más de lo habitual en salir al patio. Tampoco pude escribir. Hay épocas del año en las que, simplemente, me anulo. Siento que las cosas de afuera me exceden, entran en mi vida como un chorro violento de realidad, y le restan sentido a cualquier forma de introspección. Entonces me vuelvo torpe, me llevo muebles por delante, dejo caer un vaso, me siento más vulnerable que nunca.

Por eso agradecí que fuese Lucre, a su vuelta del trabajo, la primera en salir al patio ese día. Que fuera ella quien encontrara a Alfonsín. Tuvo, además, el buen gesto de no gritar; simplemente pronunció mi nombre (dos veces, la primera bien bajito, y la segunda ya con más firmeza: “Mariano… ¡Mariano!”).

Tieso, las patas rectas como cuatro pequeñas columnas, y la mandíbula apretada, el gato parecía pedir algo al cielo.

Lo miramos un buen rato. Que tuviese los ojos abiertos me daba alguna esperanza. Los gatos son raros, pensé, de un momento a otro reaccionará, se lamerá el lomo, trepará al muro y hasta mañana. Pero eso nunca pasó. Ni siquiera cuando le tanteé las costillas con el escobillón, el mismo con el que se había iniciado nuestra amistad; si es que habíamos llegado a entablar algo así con el gato.

Lucre señaló las plantas de cannabis, lo que quedaba: masticadas aquí y allá, más bien maltrechas, parecía que alguien –Alfonsín- se había ensañado particularmente con ellas. Era de pronto un fragmento ruinoso de nuestro jardín.

—Se las comió —confirmó Lucre lo que era una evidencia.

Ahora suena estúpido, pero en ese momento pensé en Google, en investigar cuánto daño puede causarle a un gato comer una planta de marihuana.

Vi que Lucre lloraba, y vi que tecleaba el teléfono. Por segunda vez le dije que no, que dejara, que no tenía sentido.

—Pobre Julia —dijo.

Guardó el teléfono sin mucha convicción y se restregó los ojos. Hubiese querido abrazarla, pero aún tenía el escobillón en una mano. Qué hacemos con el gato, preguntó después. Me impresionó que dijera el gato, que no lo llamara Alfonsín.

***

Sampayo usaba anteojos de sol así fuera de noche. Era panzón —el tipo de panza que arman los viejos, una panza compacta, dura— y a la vez fibroso. Era más bien bajito, como esos boxeadores que, mucho más que boxeadores, parecen simples pendencieros, hombres nerviosos enojados con la vida. Se instalaba en la vereda, en el frente de su casa, los brazos en jarra y la camisa abierta, como refrescándose la barriga. Del conjunto, sin embargo, eran los anteojos negros lo que más me inquietaba.

Yo sabía que, más allá de ser un hombre viejo, Sampayo bien podría dejarme mal parado, bien podría pegarme. También por eso prefería mantenerme lejos, no responder ni favorecer su encono.

Habíamos debatido y yo había logrado imponer mi punto de vista. Convenía meter al gato dentro de una bolsa y enterrarlo ahí mismo, en nuestro patio. Fue, por supuesto, un procedimiento tétrico y penoso.

En vez de pala, que no teníamos, usé un rastrillo de dientes demasiado delicados para hacer un pozo junto a la planta de cannabis más lastimada por Alfonsín. Me sentía triste y un poco descompuesto. Por su tamaño, usé un almohadón —el mismo que habíamos cotejado como posible cucha— a modo de referencia, y cavé hasta asegurarme de que el hueco era lo suficientemente espacioso. Sentía por detrás de mí el lamento de Lucre, su lloriqueo. Con qué ánimo, me pregunté, saldríamos de eso.

Abrí la boca de una bolsa de consorcio y puse la bolsa en el piso junto al cadáver.

-El gato no va a entrar solo -dijo Lucre.

No fue tanto la ironía de la frase -o algo como una ironía- como que mantuviera el llanto lo que me molestó. Como si pudiera, ella, sostener dos humores a la vez.

Por no querer tocar el cuerpo de Alfonsín, me puse guantes de cocina y lo alcé haciendo tenaza con el rastrillo y el escobillón. El gato, rígido, parecía un bebé -un cachorrito tal vez se ajuste más- enredado en una hamaca. Cuando conseguí meterlo en la bolsa, me quité los guantes y, con la cabeza en alto, sin ganas de mirar de frente, procuré armar un nudo. Lo que pensé que era sudor no eran más que lágrimas, y me avergonzó que un incidente así -que al fin y al cabo no dejaba de ser pura mala fortuna- me hiciera sentir tan inestable.

Pensé en Julia, en la posibilidad de llamarla -ahora sí- para que estuviera al tanto. Ella entendería. Pero antes había sido tan enfático ante Lucre, que un cambio de opinión repentino podía pasar por mera cobardía, por desesperación.

No me pareció nada extraño que, más tarde, esa noche, sintiese desde la cama los maullidos de un gato. Como si el espectro de Alfonsín me estuviese llamando.

Que Lucre me buscara como si tal cosa para hacer el amor tampoco mejoró mi ánimo.

                                                                         ***

El timbre sonó temprano. Ni siquiera había tenido tiempo de tomar un mate. Todavía sentía, como en ramalazos, los maullidos de gato. Lucre había salido hacía no más de diez minutos y maldije su oportunismo.

Por la mirilla vi a Sampayo, su seguridad, la estampa de un hombre que está lejos de cualquier enfermedad mental.

No pensaba contestar, mucho menos abrir la puerta, pero Sampayo suplicó.

-Por favor –dijo-, quiero disculparme. -Me mantuve, sin embargo, a resguardo; con una mano en el mentón, pensando qué hacer. -Está bien- siguió Sampayo-… entiendo que no quiera atenderme.

Que no me tuteara no lo hacía menos amenazante, pero la absurdidad de no abrir, de tener que esconderme, tampoco era viable.

Sampayo sonrió -incluso sus anteojos de sol parecieron sonreír- cuando finalmente abrí. Una sonrisa lastimosa, nada que pareciera peligroso, como si de verdad hubiese venido a disculparse.

-Puedo pasar -preguntó.

Se lo veía prolijo, recién bañado. La calva le brillaba.

Nos sentamos en el comedor y rechazó el convite de mate. Suspiró largo y tendido y dijo que no pretendía robarme mucho tiempo. Su voz, arenosa y serena, distaba de ser el vozarrón que dos noches atrás me había amenazado con la policía.

-Usted entenderá que estoy muy solo -empezó y, más allá de que yo entendía, también estaba seguro de que no captaba del todo el sentido de esa soledad suya-. Tengo poca gente con quien hablar, tengo poca paciencia, pero no soy un hombre malo. Perdóneme que le diga esto… -deduje que Sampayo se preparaba para una confesión y, a mi turno, me puse en guardia-: extraño mucho, extraño a muchas personas. Alfonsín, mi gato, es todo lo que tengo.

La mención a Alfonsín hizo que reflotaran en mi cabeza los maullidos de gato, la sensación de un reclamo. Me froté el ojo derecho con un dedo, pero tampoco así pude librarme de esa molestia.

Sampayo carraspeó, hizo un rápido pianito con los dedos contra la mesa de madera, y al fin dijo:

-Le pido que me devuelva a mi gato.

Como no respondí -por Dios, qué podía decirle-, Sampayo insistió.

-Dígame loco, dígame lo que quiera, pero sé que Alfonsín está acá, en esta casa -Sampayo se levantó de su silla y ensayó un paneo que, por el efecto que hacían sus anteojos, sentí como una radiografía-: Puedo oírlo -remató.

Llevado por el instinto miré hacia el patio y él entendió que, efectivamente, el gato estaba en nuestro patio. Lo que no tuve modo de saber -tampoco quería saberlo-, era en qué situación pensaba Sampayo que se encontraba Alfonsín.

Tampoco tuvo el ímpetu suficiente para evitar que yo lo arrastrara hasta la puerta de salida.

-Vamos -le dije-, tengo cosas que hacer, no tengo tiempo para esto.

“Mi gato”, repetía Sampayo, “lo oigo”. De pronto era el viejo enfermo del que su hija había hablado. Un hombre perdido en su nebulosa. Ahora sí, pensé, no había excusas para mantener a Julia al margen.

Cerré la puerta y me quedé espiándolo un minuto por la mirilla. Parecía más pequeño, parecía muy solo, así, los anteojos de sol apuntando a la nada. Me consoló la idea de que, quizás, desde ahí afuera ya no escucharía los maullidos de su gato.