Los imperios han requerido el servicio de hombres excepcionales. Y de todo tipo: aventureros, corsarios, piratas, diplomáticos, políticos, coroneles, generales, escritores, etc. Fue excepcional el modo en que sirvieron al imperio y el cruce entre sus pasiones personales y el poder y la gloria del mismo. Por tomar algunos ejemplos referidos al bloque británico podríamos, azarosamente tal vez, tomar el caso del general Gordon. Gran Bretaña no confiaba mucho en este soldado ambicioso, espectacular. Gladstone, que era por entonces primer ministro, lo creía un héroe y los héroes, según decía, son peligrosos para administrar la corona de su graciosa majestad, en este momento la reina Victoria, de larga permanencia en el trono y cuyo nombre bautizaría una época, la victoriana. Pero Gordon tiene un enemigo terrible, que ha amenazado con volar el Canal de Suez, nada menos. Se trata de El Mahdi, un caudillo popular que se siente convocado por Alá para derrotar a Gordon, símbolo del orgullo del imperio y su derecho de ocupar todas las tierras alentado por su misión civilizatoria. Eso que Rudyard Kipling llamó “la pesada carga del hombre blanco”. Charles George Gordon termina sitiado en la ciudad de Karthoum. Ahí resiste. Los guerreros de El Mahdi son cada vez más numerosos y los refuerzos –que Gladstone envió tardíamente, y porque Victoria lo apuró– no llegan. Gordon es derrotado, las tropas de “el elegido” arrasan la ciudad de Karthoum y se produce la escena con que gusta exhibirse la grandeza de este impecable general del imperio. Dicen que Gordon se vistió de gala y salió a enfrentar a los guerreros triunfantes. Apareció por una escalera y empezó a descender hacia sus enemigos. Dicen que se produjo un silencio absorto y espeso, admiraron su coraje quienes vacilaban en matarlo. Por fin, sí. Lo mataron con una lanza y Gordon murió como si fuera un humano cualquiera. El imperio lo lloró adecuadamente. El Mahdi fue derrotado poco tiempo después.

Muchos años más tarde se haría una película llamada Khartoum y Gordon, presumiblemente, sería Charlton Heston, que había sido Moisés y escuchado la palabra de Dios. Hollywood no le podía entregar al gran mártir imperial un actor menos majestuoso. También quiso honrar a El Madhi y le confió la parte a Laurence Olivier, que recurrió a su Otelo teatral y estuvo horrible. Charlton Heston le robaba la película. (Para que a un actor le robe una película, Olivier tiene que haber actuado muy, muy mal.)

El imperio honra a sus titanes. Antes de Gordon en Karthoum se produjo el acontecimiento conocido como la carga de la brigada ligera. Sucedió en octubre de 1854. Fue un desastre militar que se transformó en carga gloriosa de soldados valientes, sin miedo y dispuestos a morir por la gloria de la corona. La cuestión es que –mal informados y peor conducidos– más de seiscientos dragones imperiales cargaron contra un ejército ruso de 20 o más escuadrones de infantería, con medio centenar de piezas de artillería y jinetes húsares y cosacos. Fueron devastados en un valle al que el poeta Lord Alfred Tennyson llamó Valle de la muerte. Se refería una y otra vez a “los seiscientos” como mártires heroicos, caballeros de la gloria y el coraje. Así, una derrota absoluta se transforma en un triunfo propagandístico y una poetización de la guerra y la muerte. Hollywood haría también un sonado film titulado, justamente, La carga de la Brigada Ligera. Errol Flynn era el héroe. Que también transformaría en héroe a George Armstrong Custer, campeón del colonialismo interno, que moriría en el Little Big Horn a manos de los guerreros de Caballo Loco. El film se llamó Murieron con las botas puestas. Que se estrenó en 1941, en plena guerra, y hacía de Custer un romántico algo desmedido que entregaba su vida defendiendo (como todos ellos) la causa de la civilización que encarna el hombre blanco. Pasó a la historia como “la masacre de Little Big Horn”. Nadie habló nunca del triunfo de Caballo Loco.

Otro ejemplo de titán del imperio es Cecil Rhodes. Era un megalómano sensacional que ambicionaba África para sí y también para Inglaterra. Creía en la superioridad del hombre blanco con más iracundia que Kipling. A un vasto territorio del continente lo bautizó Rodhesia. Un proyecto desmedido que acabó en galletita chocolatada. Su salud no acompañó sus ambiciones. Fue un cardíaco tenaz. Nunca dejó de temerle a la muerte, algo que lo llevó a redactar siete testamentos. Su permanencia no proviene de alguna hazaña militar (como héroe o como mártir) sino por representar el temple mercantil británico y acaso su espíritu aventurero. Murió antes de los cincuenta años. Rhodesia cambió su nombre por Zimbabue, que muy blanco no da.

Todos ellos temidos y amados. Maquiavelo célebremente dijo que el príncipe, entre ser amado y ser temido, debía elegir ser temido. Será por eso que el gobierno actual de Argentina reprime en épocas de elecciones.