“Todos tenemos un propósito, tenemos la responsabilidad social de hacer algo; y cuando se trata de injusticias, lo poco o mucho que se pueda, hay que hacerlo” dice Antonela Guevara, la primera abogada del pueblo Selk’nam --más conocido como Ona-- de Tierra del Fuego, al recordar qué la decidió a estudiar derecho.

Fue cuando entendió que "nadie nos iba a defender como jóvenes de un pueblo originario" en los litigios que protagoniza su comunidad por tierras, aguas y el monte nativo. En Tierra del Fuego, la isla que hoy es de Argentina y Chile "pero antes fue territorio selk’nam” --recuerda--, los pueblos indígenas "no son reconocidos y fueron silenciados", igual que en el resto del país. Su generación "puede ver los derechos y pelear por ellos, por haber nacido en democracia", explica. Eso la define. 

Todavía asombrada por el modo en que la noticia de su graduación se viralizó, valora que sus posiciones sobre el activismo indígena sean reconocidas. “Porque esto siempre queda para después, o se busca una prorroga, como con los relavamientos territoriales”. Se refiere a la Ley 26.160 que ordena relevar dónde viven las comunidades y suspende los desalojos. “No se va a terminar de cumplir porque en los territorios hoy están los privados, y los recursos naturales que interesan a los privados”, denuncia. 

Con 37 años, cinco hijos que la esperan en Tolhuin --donde vive, en el corazón de la isla--, y una historia marcada “por el genocidio indígena”, Antonela reivindica su historia de joven selk’nam, un pueblo al que recurrentemente se consigna “extinto”, “desaparecido”, “aniquilado”. Antonela demuestra lo contrario: se recibió en diciembre. Ahora estudia “notariado”, agrega en la entrevista con Página/12, desde Ushuaia, donde acaba de rendir un nuevo examen en forma presencial para su segunda carrera de grado.

Las tragedias la fortalecen, dice. “Entre nuestros mayores hubo generaciones silenciadas que se perdieron”. La violencia genocida sumada a las distintas dictaduras “define la libertad de pensamiento, la restringe hasta que venimos nosotros y podemos ver nuestros derechos, por haber nacido en democracia, simplemente”, sostiene. 

Entre las voces silenciadas hay una abuela “desaparecida en un temporal”. Y hay una bisabuela gran artesana de tallas en madera de lenga, Enriqueta Gastelumendi, “una prócer” cuya muerte en 2004 trascendió cuando, erróneamente, cierta prensa informó "la muerte de la última ona", un anuncio que se ha hecho varias veces con diferentes mujeres. Este diario, en cambio, informó de otra manera el fallecimiento de Cristina Calderón, a quien también algunos habían considerado "la última ona". Enriqueta también tenía descendencia: Antonela Guevara, mujer selk’nam, abogada.

Contar la propia historia

Antonela decidió estudiar derecho cuando entendió que nadie iba a defenderlos como jóvenes selk'nam en los litigios que enfrentaban: “visitamos abogados y nadie sabía nada de derecho indígena, porque la universidad no lo enseña, y por los compromisos que implica enfrentar a poderes reales”. Le llevó 5 años: estudió a distancia, rindió cada examen en Ushuaia, a 100 kilómetros de su casa en Tolhuin. 

El día en que Antonela Guevara se recibió de abogada, la rutina de sus hábitos de estudio quedó para siempre ligada a su memoria familiar y comunitaria: “Ese 23 de diciembre, cuando egresé, me despedí de mis hijos antes de ir a rendir, nos abrazamos un poco, lloré, me acuerdo y me emociona. Les dije que sin ellos, no hubiera sido posible, les agradecí lo que me habían bancado. Me despedí de mi papá, el que me crió desde que tengo 4 años y le agradecí por los valores y principios que me enseñó, y encaré para Ushuaia con mi pareja. Viajé 100 kilómetros de ida y otros de vuelta para rendir”. Se refiere a la universidad Blas Pascal de Tierra del Fuego, donde estudió en forma semipresencial abogacía, “y ahora el notariado”, añade. “Cuando me dieron la nota solo atiné a abrir la ventana, vi a mi pareja y le pedí que me lleve a la bahía. Corría mucho viento y quise ir a mi primera casa, donde nací, a mi barrio. Fuimos. Barrio: San Salvador. A la casita donde viví hasta el ’95 cuando desaparece mi abuela Queta, en el temporal más grande que hubo en la zona. Mi mama quedó depresiva y nos trasladamos a Río Grande. Abandonamos todo, era una tragedia. Y ahí estaba mi casita, mi origen” recuerda. “No fue fácil llegar a la meta, empecé a estudiar cuando vivía con dos bebes y mi nena de 3 años. Me separé y quedé en cero, no fue fácil. Estábamos en Río Grande y como tengo la casa en Tolhuin, dije ´¡vamos!´ Volví antes de la pandemia. No hay fibra óptica, ni internet. En pandemia no se conectaba nadie. Con cinco pibes y un solo teléfono era muy complejo”, explica la nueva letrada, antes de regresar a su casa en el corazón de la isla.

El viento patagónico se mete en la conversación telefónica. “Es difícil la conexión acá, imaginate en pandemia”, dice cuando vuelve su voz, remarcando la sorpresa porque su historia “haya trascendido a un nivel como que está en todos lados”, se ríe. “¿Por qué genera tanto impacto?” se pregunta. “Solo conté una pequeña fracción de mi vida en un portal de mi pueblo, porque una amiga me dijo: ´vos India, sos una guerrera, tenés que contar esto´; y la noticia se viralizó de una manera que no podía creerlo”, se sincera.

Abuelas indígenas

De su bisabuela artesana, Enriqueta, heredó el activismo por su pueblo –-una comunidad de unas 1000 personas-- donde esta anciana era “muy reconocida y respetable, como mi abuela y mi mamá”, cuenta. Esta "abuela" fue ciudadana ilustre de Ushuaia. "Hay bibliotecas y centros culturales con su nombre, daba clases. Yo siempre supe quién era, aun cuando la historia de las mujeres y del pueblo fue silenciada por el genocidio. Además fueron mujeres las sobrevivientes, las tomaban los militares como sus mujeres. Y para callarlas, en esa situación, les cortan la lengua", cuenta. Hace un silencio. Luego sigue: "Estaban en una misión salesiana, dentro de allí no las dejaban hablar. No les permitían transmitir su cultura”.

“Mi bisabuela era vanguardista porque hace 100 años, decir ‘soy indígena’, tallar en madera a tus ancestros o pedir el título de propiedad de sus tierras, era osado. ¡Y consiguió su parcela familiar!”, se admira. La obtuvo por la Ley 23.302 --de 1985, sobre Política Indígena y Adjudicación de Tierras—, en momentos difíciles “para la diversidad cultural. Hoy, enarbolar una bandera de la diversidad, el aborto legal y seguro, o todas las banderas del feminismo o de los movimientos sociales, en libertad y en democracia, es más fácil”, afirma. “Y falta todavía reconocer a los pueblos originarios, lo demuestra que no hay representantes indígenas en el Congreso”.

Romper la trampa del "plan sistemático"

El pueblo Selk’nam fue isleño desde siempre. Los restos arqueológicos datan de más de 10.000 años. “Como el tigre diente de sable” –-señala-- que habitaba la Isla grande Tierra del Fuego. "Antes era un solo territorio selk’nam. Y en los canales vivía el pueblo Shagán", distingue. “Parte del plan sistemático destinado a consolidar el genocidio tiene que ver con lo que dice la prensa, sobre las últimas mujeres onas”, retoma. 

“Era importante hablar de exterminio para quedarse con las tierras. Y la prensa se hace eco de intereses económicos de la elite, los mismos terratenientes de hoy y antaño”, refiere. Esa trama busca romper con su propia voz y el título de abogacía. La prensa tradicional “forma opinión sobre gente que no tiene conocimiento y es de un poder increíble, y con un mensaje de mucho odio, hace que el resto de la sociedad diga: ‘mirá estos indios, ahora se quieren quedar con todo, se creen dueños’. Y no es así, era nuestro. Lo arrebataron, le guste a quien le guste, y los descubrimientos arqueológicos lo demuestran”, fundamenta.

Antonela está dispuesta a dar pelea: "Somos seis hermanos. Trabajo desde que tengo 13 años y me emancipé a los 18 años para firmar un contrato de trabajo. Ya tenía a Rocco --su primer hijo-- de 15 días". Sabe que su lucha es compleja. Avanza por "este amor al origen que tengo, y a otros no les interesa; o la vida además, te lleva puesto. Pero yo me levanto cada día y digo: hay que tomar decisiones, hay que hacer. Llorar lo que sea necesario y al otro día seguir. Nada me quita el sueño. Si tengo un problema me lloro la vida y sigo… para resolverlo, para transformar lo que me pasa. Esa es la actitud y por eso es la lucha, así las vivencias personales te terminan fortaleciendo”, comparte.