A Ricardo

"Patmos vive sin fasto,/ Pero es hospitalaria en las casas más pobres,/ Y cuando por un naufragio/ o llorando a su patria/ o al amigo que perdió,/ llega un forastero,/ ella lo escucha complaciente". Hölderling

Enrico y su mujer caminaban lentamente para atenuar la opresión del calor por la calle que conducía hasta el Hilton. Debían atravesar dos puentes que eludían una bifurcación del Nilo y unas cuantas cuadras, antes del céntrico esplendor de la ciudad. Llegar al hotel y acomodarse en el bar de la planta baja para aprovechar el beneficio del aire acondicionado era el objetivo inmediato de casi todas las mañanas, incluso de aquellas en donde una excursión de antemano programada los llevaría a Tebas, a la biblioteca de Alejandría o una travesía por el río. El reflejo del cristal le indicó que llegaba a El Cairo y que ya en el interior evadiría el calor insoportable de su ciudad. Llevaba como era su costumbre un libro: “El hombre sin gravedad”, que consiste en una serie de entrevistas a Charles Melman, por Jean Pierre Lebrun. Dos psiquiatras y psicoanalistas prestigiosos de La École Freudienne de París. Su amigo, Ricardo, que en el presente atravesaba un momento grave, se lo había regalado con una hermosa dedicatoria que culminaba con “el afán de compartir una lectura”, afán que se concretaría durante el transcurso de los años. En realidad, el libro no daba con el hábito de los libros que Enrico detentaba, pero unos versos de Hölderling que Enrico se había repetido muchas veces durante su adolescencia para afrontar las circunstancias adversas, culminaban el prefacio: “Pero donde hay peligro crece lo que nos salva…”, extraídos del poema Patmos: “Cercano está el dios y es difícil captarlo. Pero donde hay peligro crece lo que nos salva...” que referenciaban al saber, el saber de Odiseo, el saber que consiste en su identidad y que le permite sobrevivir, porque es el que más temerariamente se entrega a la amenaza de la muerte, haciéndose más fuerte para la vida…

Enrico no sabía si Odiseo volvía a su vida azarosamente o surgía en los intersticios incesantes que prodiga a través del tiempo la aventura de la literatura, lo que sí sabía o creía saber es que su hábito constante de llevar un libro a cualquier parte, una suerte de fetiche, le permitían colmar el transcurso del tiempo, que para él consistía de una manera subrepticia en una espera. ¡Tan fuertemente lo había impresionado en su niñez la muerte de un compañero de juego que se llamaba como él! Tan fuertemente que se ligó a la idea de que no habría nada en su vida que correspondiese totalmente a lo que esperaba de ella. Cualquier enunciado, cualquier enunciación tratando de suprimir el eco subyacente de una imposibilidad esencial, desaparecía en la vacuidad de unas meras palabras.

Como era de esperarse, Enrico repensó lo que mascullaba en la inquietud ondulante de la lectura, a la cual se aferraba para conferir estabilidad allí donde la vacilación existencial introduce la falla ocasional que promueve la angustia. El hecho mismo de esperar a su mujer en el bar que virtualmente albergaba vivencias pasadas, el bar de antaño, el de los billares y de la gramola o cinquera, que por unas monedas reproducía la voz de Gardel cantando Amurado… tango que volvió a escuchar una noche, en un arrabal de El Cairo, en el lado sur del Nilo, acaparando su emoción con la nostalgia y haciéndole sentir con inesperada intensidad, la elección crucial de asumirse en lo propio.

El mozo que lo atendió era un antiguo alumno del colegio secundario. ¡Profe!, cómo le va… Hacía mucho tiempo que no venía… Enrico sonrió y no dijo que no era ya un profesor, sino tan solo un jubilado que volvía a descomponerse por la imposición irreversible del tiempo en sus elementos originales… Miró hacia la calle y vio el viejo rostro en el cristal, apenas insinuado, incompleto, marcado en intersticios de luz y de sombras como ligeras o evanescentes cicatrices. Enseguida pidió un café, tan diferente es el tiempo de la conciencia desdoblada del tiempo exterior que parece simultáneo… y una medialuna. Por un instante, el bullicio del interior discernible del de la calle le pareció semejante… (idea extraña), a un canto de sirenas que desborda lo meramente razonable, impregnando el concepto de lo actual que se nos impone, ya desde la extensa definición de una enciclopedia o por el ulular de unas sirenas… en una ambulancia acudiendo al auxilio o en un carro policial, sin saber bien a qué, porque una praxis sumida en la ceguera suprime lo contradictorio en todo lo viviente. No era el caso de Enrico, que guiado por su afección por las palabras entendía que éstas alternan entre revelación y ocultamiento propiciando la compleja estética de un sueño como la de un poema, al cual dotaba de la convicción de una verdad identificada con una idea de la belleza.

En fin, en una oscilación propia de su incertidumbre o tal vez de su incapacidad, Enrico parecía más proclive a los sueños que a la vida y de hecho no podemos decir que esta le era del todo propicia. Fuera de algunas reuniones donde había logrado una efectiva y afectiva correspondencia, se sentía extrañado, como fuera de cuadro o de la escena, para acudir a una expresión fílmica. ¿Qué lo sostenía, entonces, fuera del hábito de los libros? El misterio de la mente y del todo que identificaba como lo abierto liberado en sí mismo. Digamos, no como algo que se puede usar para completar una noción acabada de lo que extiende una opinión o una certeza, sino como algo que se presenta más allá nuestra consideración, más allá del poder que le atribuimos a nuestros enunciados.

Tal vez Enrico atravesaba un momento en que dejaba de pensar su vida con la perspectiva de un horizonte deseable, es decir como aquello que coincide con la finalidad de lo que le atribuimos amoldándose a nosotros, sino al contrario, abiertos o reunidos con los que nos toca, dejando que las cosas o las vivencias sean reposando en la serenidad o turbación de lo que se presenta o lo que simplemente es, aunque…

Escribimos eso, pero a poco de revisar este último párrafo, creemos entender que toda su vida se acomoda a esa forma de pensar. Digamos de una vez, en sentido distinto al del libro, un hombre sin gravedad como tantos cuya existencia consiste solo en un pasaje y en cuyo caso, su mayor anhelo consiste en destacar a través de unos escritos, el ignorado ámbito barrial de su ciudad, desde siempre tomado por las fuerzas extrañas, por la violencia extrema de la indigencia.

 

Pero bueno… una costumbre, una repetición que lo caracteriza es garabatear unas líneas en la servilleta de los bares, que es otra forma de consumar el tiempo de la otra espera, incluso su forma de gozar a un bajo precio. Quizá, al modo de lo señalado por el libro. Esta vez, en la servilleta abandonada sobre la mesa, al modo de un anónimo, se puede leer: Yo que estoy para desidia de la nada, aunque enmudezco en la neblina, dotada de absoluta incertidumbre, y aunque mi vida naufraga en la borrasca, no dejo de elevar mi voz cada mañana después de un sueño vacilante que pregunta si no estoy hecho para plasmar mi rebelión aunque sea en esta mínima hojarasca.