Parte de la renovación de los estudios literarios en el presente tiene que ver con la inclusión de una reflexión centrada en los mapas. Bien podemos decir que el principal representante de esta tendencia es Franco Moretti, quien en diversos libros sentó las bases de los nuevos modos de leer que imperan como vanguardia en los centros de producción de conocimiento en torno a la literatura (las universidades de Europa y Estados Unidos, claro). Quizás el más emblemático sea Atlas de la novela europea. 1800-1900 (1997), trabajo en donde entrevé la relación entre las obras literarias y la geografía menos como disciplina y más como una fuerza cultural que atraviesa esas producciones. O sea, una suerte de contrapartida con la cual la literatura está siempre en estado de diálogo y hasta de tensión: la construcción de mapas en torno al siglo del realismo tiene su peso, sin dudas, en el modo en que se presentan las ciudades, en el que se construyen esos mundos (no tan) imaginarios en los cuales los personajes desarrollan su, a veces, tímida peripecia y, por sobre todo, en donde el lector deposita cierta confianza en que aquello que se narra, aunque ficticio, no se encuentra muy lejos de poder ser real. Moretti es sin dudas el nombre clave para entender el progresivo desarrollo de la aplicación de herramientas digitales en el estudio de literatura, ya sea para el mapeo de las obras de ficción (la construcción de un mapa y de recorridos en el mapa a partir del análisis de lo que una obra dice) como para la construcción de esquemas, gráficos y demás elementos de los estudios cuantitativos que permite leer de otra manera la producción literaria. Vemos aquí la postulación, sin dudas, de un nuevo objeto, el cual permite ver más las similitudes que las diferencias en una amplia cantidad de obras: de ahí el concepto de “distant reading” impuesto por Moretti. O sea, en lugar de una lectura microscópica, atenta a las palabras y a sus formas, Franco Moretti ha propuesto una lectura “distante” que, a través de modelos abstractos, pueda proponer nuevos objetos para los estudios literarios, los cuales ahora, de una manera que hasta parece paradójica, pueden incorporar sin escándalo los índices, los números, los porcentajes. Roger Chartier, en este breve texto publicado por Ampersand, Cartografías imaginarias (siglo XVI-XVIII), parte del interés de Moretti, pero responde desde el planteo de una hipótesis que presenta una lectura un tanto polémica con respecto al avance de estas nuevas metodologías.

Chartier comienza el trabajo desde un texto por todos conocido en función, precisamente, de sus mapas: El señor de los anillos, a mitad del siglo XX, forma un hito dentro del desarrollo del llamado género de “espada y brujería”, del fantasy, en donde la ubicación del lector en un mapa de un territorio imaginario permite, en algún punto, reforzar la propuesta ficcional del propio texto y sumergir de una manera mucho más consistente al público dentro del universo construido por Tolkien. Esta lectura desde el presente invita a Chartier a incursionar en una metodología genealógica, a la manera de Foucault, en algún punto: ¿hay una posible historia detrás del uso de mapas en las ficciones? Moretti apuntó a eso en Atlas y en numerosos trabajos posteriores, pero ¿qué pasa si en lugar de determinar una época, se pasa a la revisión en el archivo de una posible historia de los usos de los mapas en las ficciones? Ahí reside el punto central del gesto de Chartier. Al provenir de la historia del libro, al entroncarse su análisis en los modos de la sociología de la literatura vía Pierre Bourdieu (disciplina con la que su lectura comparte varios presupuestos), Chartier dialoga con Moretti, pero con una mirada apoyada en la aproximación estrictamente histórica al problema. La historia material en el sentido más literal del término: ¿cuándo empezaron a aparecer los mapas en las publicaciones europeas? ¿Por qué? ¿Qué implicó y qué pueden explicar fenómenos estrictamente vinculados a la circulación material acerca de las formas literarias en un sentido “puertas para adentro” de la ficción?

Así, Chartier divide su libro en tres bloques, su propia cartografía en un libro cartográfico: comienza por España, al revisar la aparición de los primeros usos de mapas en El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, a finales del siglo XVIII, para luego pasar por Inglaterra y la presencia de mapas en obras tan emblemáticas como La isla del tesoro, Los viajes de Gulliver o hasta Utopía de Tomás Moro. Su viaje termina en Francia, con las obras dedicadas a construir territorios metafóricos que transformaban los textos moralistas del período en pueblos o ciudades que podían ser recorridos, haciendo del “viaje espiritual” algo sensible a la mirada, captable con el alma, pero también con los ojos y el dedo apoyado en precisos mapas. Como el que puede encontrarse, por caso, en la alegórica obra Clélie, histoire romaine (1654), una publicación en donde se proponía la idea, por vez primera en las letras galas según Charles Sorel en su libro La Bibliotèque française (1667), de un mapa de un territorio ficcional. Un territorio que, a su vez, representaba una búsqueda moral, como dijimos: el “mapa de Tierno” del libro es la representación en una carta (geográfica, pero también de otro tipo) de la búsqueda por parte del amante y amigo de una “Honesta Amistad”, desprovista del frenesí del amor. Algo que implica atravesar determinados estadios que son a la vez topónimos, para evitar, también, peligros como el caer en el “lago de la indiferencia”, por ejemplo.

MAPA DE UNA PORCION DEL REINO DE ESPAÑA POR LA QUE ANDUVO DON QUIJOTE, 1780

Roger Chartier analiza la presencia de mapas en las ediciones desde un costado materialista, en función del costo que implicaba colocar un mapa en un libro (en el caso de Don Quijote, por ejemplo, insertado como una hoja desplegable que mostraba el recorrido de un personaje ficticio por un territorio real) y también de las posibilidades que, por ahí, podían resultar redundantes. Y es que el centro del análisis de Chartier no es sólo la historización de los mapas, sino una lectura “cercana” de la obra literaria a partir del análisis de la écfrasis, figura retórica que consiste en la descripción de una imagen. La écfrasis de los libros hizo irrelevante la presencia de un mapa durante siglos, ya que el uso de la imaginación del lector y las estrategias estilísticas de los autores volvían un gasto superfluo el colocar algo que, además de caro, implicaba un modo de impresión distinto al del libro de texto. Es por eso que las imágenes, los mapas, sobre todo, se colocaban en el frontispicio o en zonas del libro que no afectaran el proceso de impresión del libro en sí: Chartier, indirectamente, está haciendo una historia de los paratextos, de esas construcciones simbólicas que son y no son parte del libro, que funciona, como nombró Gerard Genette, a la manera de “umbrales” de lo que vamos a leer. De ahí la cantidad de años y las pocas ediciones en donde no hubo un mapa para Don Quijote: el mapa estaba, pero en las descripciones, en el ida y vuelta con la imaginación del lector, y no era necesaria su “materialización” en el libro para que se entienda por dónde iba aquel primer personaje de la literatura moderna. 

Cartografías imaginarias es una respuesta elegante a la posibilidad de que los estudios literarios se conviertan en disciplinas cuantitativas desprovistas de la tradición en las Humanidades de la hermenéutica, de la interpretación, de la filología, de la demora en el libro, de cierto modo de entender el trabajo de archivo. Los mapas en sí están unidos, pero a partir de una hipótesis, una búsqueda que los guíe: después de todo, fueron hechos no para acumularse, sino como ayuda para hacer, para que hagamos, de alguna manera, un recorrido.