Mientras la Celac parece languidecer en medio de una gestión que por ahora no ha evidenciado resultados concretos, el proyecto de integración sudamericana revive gracias al liderazgo aportado por Brasil y, fundamentalmente, por el gobierno de Lula da Silva.

Más allá de la ideología y del signo político de los gobernantes sudamericanos, todo se hicieron presentes en Brasilia (foto), exceptuando a la presidenta peruana Dina Boluarte quien, al no obtener el permiso parlamentario para ausentarse del país, tuvo que ser reemplazada por el presidente del Consejo de Ministros.

En este sentido, hubo un reconocimiento pleno a la dirección política asumida por el gobierno brasileño, el que parece llevar adelante una iniciativa de reconfiguración de los lazos políticos y económicos sudamericanos pero, más aún, de reposicionamiento internacional de una coalición de mandatarios que, más allá de las diferencias (y lejos aún de conformar un bloque homogéneo), podrían marchar todos juntos dentro del cada vez más complejo escenario multipolar.

Hoy el gobierno brasileño aparece como un factor estabilizador dentro del ajetreado panorama político sudamericano, en el que imperan desde la recuperación de fuerzas de ultraderecha, como ocurrió en las recientes elecciones en Chile para la redacción de una nueva Constitución, a la acelerada pérdida de la imagen pública de algunos mandatarios de la región.

Centro de gravedad

Por otra parte, la coyuntura cada vez más frágil de Argentina y de Bolivia amenazan con provocar una crisis económica de amplias proporciones, y con una irradiación hacia toda la región. En tanto que, en Ecuador, el decreto presidencial de “muerte cruzada” y la convocatoria a nuevas elecciones generales revelan la debilidad extrema de la derecha gobernante encarnada por Guillermo Lasso, mientras que, en Perú, el régimen de Dina Boluarte sobrevive a base de represión y del apoyo directo de los Estados Unidos, mientras recoge rechazos por parte de gobiernos latinoamericanos.

Así, no resulta extraño que, en un contexto de creciente fragmentación política, en donde fuerzas que hasta ayer podían resultar hegemónicas hoy sobrevivan divididas en tendencias y corrientes rivales, Brasil y el gobierno de Lula oficien como un verdadero centro de gravedad, capaz de poner un mínimo orden en medio de un escenario disolvente.

Buena parte de los gobiernos sudamericanos aceptaron la invitación brasileña en tanto que su participación en la cumbre de Brasilia no implicaba el compromiso directo por la reconstrucción de la Unasur.

En todo caso, lo que prevaleció fue un principio de cautela y de resguardo frente a iniciativas puntuales de enorme trascendencia en torno al cambio climático y a la preservación del medio ambiente, a la incentivación del comercio interno, incluso por medio de nuevas monedas alternativas al dólar, y a la creciente articulación de políticas energéticas.

Estas iniciativas han tenido un considerable impulso en estos últimos años dominados por la pandemia del Covid 19, por el conflicto en Ucrania entre Rusia y las potencias de la OTAN, y por los desajustes y reconfiguraciones de las cadenas de suministro, traducidas en propuestas de “nearshoring” y de “friendshoring” en el convulsionado horizonte del comercio internacional.

La presencia de Maduro

Pero sin duda, el factor excluyente de la cumbre fue la presencia en ella de Nicolás Maduro. Así, un grupo de presidentes sudamericanos, entre los que se destacan Gabriel Boric y Luis Lacalle Pou, aprovecharon la presencia de aquel mandatario para ejercer su derecho a crítica en torno a la situación de los derechos humanos en Venezuela.

Sin decir una palabra, por ejemplo, respecto al régimen de Guillermo Lasso, responsable de al menos cinco fallecimientos en las movilizaciones indígenas de hace un año, ni menos aun respecto al mandato de Dina Boluarte, cuya política represiva ya ocasionó más de cincuenta muertes violentas en Perú en menos de medio año de gobierno.

En este sentido, las críticas a Maduro parecieron más bien una sobreactuación y una puesta en escena dirigida, por una parte, a cosechar nuevos apoyos electorales, pero también a complacer a poderes externos a la región, que aun rechazan la presencia del gobernante chavista.

Sin embargo, esas mismas críticas llamaron la atención por su condición extemporánea y por estar formuladas con desconocimiento frente a los notorios cambios impulsados por los Estados Unidos y la Unión Europea respecto a la situación interna venezolana.

En efecto, una suerte de rehabilitación del gobierno de Maduro se está operando desde marzo de 2022 cuando, como debido a la crisis en Ucrania y, más aún, a las sanciones contra Rusia, la Casa Blanca aceptó discutir con el gobierno chavista la posibilidad de explotación y exportación de petróleo en un escenario de creciente escasez de recursos energéticos.

De igual modo, es difícil imaginar que los críticos a Maduro desconocieran las conversaciones de alto nivel realizadas hasta fines de 2022 en Ciudad de México y en el pasado mes de abril en Bogotá en torno a la posibilidad concreta de nuevas elecciones y, consecuentemente, del levantamiento de sanciones y acciones punitivas unilaterales por parte de Estados Unidos y de la Unión Europea. En ambos casos, las mesas de diálogo fueron conformadas por representantes del gobierno venezolano, así como también por dirigentes de la oposición y por un amplio conjunto de gobiernos americanos y europeos en el rol de mediadores y observadores.

Así, una mirada oportunista y localista prevaleció en una cumbre internacional que, desde un inicio, debía apuntar al principal conjunto de problemáticas actuales y de desafíos de urgente resolución a nivel planetario. Más aún, estos pronunciamientos contribuyeron a ocultar y a confundir sobre la presencia estratégica de Venezuela en un foro de esta naturaleza.

En un mundo en crisis en donde los recursos energéticos, tradicionales pero también innovadores, cobran cada vez más trascendencia, prescindir de la actuación de la principal reserva petrolera a nivel mundial, con más 304 mil millones de barriles, y una participación del 18% del total del recurso global, podía resultar demasiado costosa frente a cualquier proyecto de integración sudamericana.

Aislamiento y desconfianza

Ya sin el ímpetu arrollador de una década y media atrás, cuando la consolidación de la Unasur parecía estar a la vuelta de la esquina, sobre todo, gracias al voluntarismo de los principales mandatarios progresistas de la región hoy, en cambio, en buena parte de los gobiernos sudamericanos parece primar un sentido de aislamiento y de desconfianza ante un proyecto de esta naturaleza.

Ante el renovado interés de liderar esta etapa de reconstrucción de la integración sudamericana, el gobierno de Brasil deberá, por tanto, enfrentar aquellas tendencias disgregadoras históricamente arraigadas en los gobiernos de la región, y a aportar un horizonte de credibilidad y de construcción en común, nutrido siempre por el diálogo y el consenso, en un contexto global cada vez más inestable pero también desafiante.