Me resultaría difícil realizar una retrospectiva sobre la obra de Ishiguro (Nobel 2017), pués la mayor parte de sus libros no los he leído; lo que sí puedo y quiero, es contar las primeras sensaciones de su libro Nunca me abandones, el cual sí leí y releí en varias ocasiones.

Es una obra ‒lisa y llana‒ de terror.

La sutileza inteligente de Ishiguro consiste en ir contando las cosas más atroces que la literatura fantástica y terrorífica pueda imaginar… con suavidad, con gentileza sofisticada y en una prosa amable.

En un momento de la novela nos encontramos esperando que un joven clonado muera en una institución creada a los efectos de comercializar sus órganos, soltando la mano de una enamorada que ignora la sensación de amar y que no tiene lugar ‒ni tiempo‒ para llorar.

En un gradualismo ameno y gobernable, nos situamos de repente ante el espanto.

¿Cómo llegué hasta aquí sin darme cuenta?: sin aterrorizarme. El agua fresca pasa a estar tibia, luego caliente, luego hierve. De un momento al otro, todo cocinado. Y no haga lío, no pinte esa pared, con lo cara que está la pintura.

Su simpleza es muy potente en una sociedad del relato.

La escritora Mariana Enríquez, la rockstar que escribe (quien días atrás trajo sus pasos al Valle Central catamarqueño), tiene algo similar al japonés, pero a la vez más, y a la vez distinto.

Forjadora de relatos indigestos, viscerales, entrañables, estomacales, fétidos. Se mete en el sueño de cada lector y le estruja el inconsciente. Recuerdo una noche en que me desperté por la arcada de un sueño nauseabundo. Hacía años que no soñaba de manera tan explícita, y nunca en mi vida un sueño vomitivo me despertó.

Intuyo, desde la biblioteca que afina mi lira, que todo lector de Enríquez sueña con ser ella, pero sueña de ella, con lo escrito por ella. Hay una regularidad inexplicable pero constante con que su relato se nos mete. Y se nos mete nocturnamente.

En Ishiguro es un poco ‒apenas un poco, como veremos más adelante‒ distinto.

Es un poco, apenas un poco, distinto el terror que narra en su discurso al recibir el premio Nobel, cuando contó: “En Birkenau, una húmeda tarde, contemplé las ruinas de las cámaras de gas ‒extrañamente descuidadas y abandonadas‒, prácticamente tal como las habían dejado los alemanes después de volarlas y huir del Ejército Rojo. Lo que tenía ante mis ojos no eran más que bloques de cemento destrozados y mojados, expuestos al severo clima polaco, deteriorándose año tras año. Mis anfitriones me explicaron su dilema.

¿Debían protegerse estas ruinas? ¿Debían construirse sobre ellas bóvedas de metacrilato para cubrirlas y preservarlas para que las pudieran ver las siguientes generaciones? ¿O debía dejarse que, poco a poco y de forma natural, se fueran deteriorando hasta desaparecer? Me pareció una poderosa metáfora de un dilema más amplio. ¿Cómo había que preservar estos vestigios? ¿Las cúpulas acristaladas transformarán estas reliquias de la maldad y el sufrimiento en triviales piezas de museo? ¿Qué debemos recordar? ¿Cuándo es mejor olvidar y mirar hacia adelante?”.

De manera que con Ishiguro tenemos dos metáforas sobre la temporalidad que estimo importantes; una, sobre cómo se llega a un presente sin darse cuenta, y otra, de cómo se agencia el pasado para un determinado futuro.

Silvia Schwarzböck, a mi entender, es quien mejor interpreta estas aporías.

Los Espantos. Estética y posdictadura es un ensayo que piensa junto, lo que junto se presenta. Lo que se presenta es la vida dañada de la posdictadura o algo más complejo aún, las palabras, los debates, los libros y las personas que, dañadas, no terminan de encontrar una redención a la vida de derecha, a la vida del daño. Es un libro sobre la presencia de lo derrotado en todos nosotros, es un libro sobre la ausencia de victorias. “El neoliberalismo, en la medida en que no tiene al bloque comunista como enemigo, produce derecha sin ismo”.

Nos explota en la cara una hipócrita realidad de selfie: un espejo falso, constante y deformado, de madrugada que lava dientes con dentífrico mentiroso.

Desde que suena el despertador hay acto y actuación, pero en el teatro fingimos horror. En la calle, imperturbables frente al niño muerto/vivo que limpia vidrios y sí, qué bien, qué honestidad la pobreza digna. Qué gesto purificador la limosna de ventanilla.

Si en la dictadura lo clandestino, oculto y secreto era la regularidad, en los 90s se instaura un nuevo régimen de la apariencia: lo explícito.

Lo que la dictadura instala con victoria disfrazada de derrota es un horizonte vital: la vida de derecha como única vida posible. Efectivamente, el siglo XX se encontró atravesado por esa dialéctica entre vida de izquierda –que en el extremo de la lucha de clases asume la figura del guerrillero, la vida partisana‒ y vida de derecha –entendida como vida burguesa‒, siempre bajo el horizonte del fantasma del comunismo acechando como posibilidad de fundar una vida emancipada.

Aunque al funcionar como presupuesto del lazo social en el horizonte postdictatorial, no termina de ser puesta en cuestión de manera acabada. La lengua política adopta rápidamente un color moral y se “buenifica”, identificando en la dictadura el “mal absoluto” (aunque ese mal es la vida militarizada y la suma de crímenes y atrocidades cometidos por el terrorismo de estado, pero no los intereses económicos que se defendían de ese modo).

Nos dice Schwarzböck que el infinito del Pueblo irrepresentable, portador de la vida verdadera (emancipada), es en nombre del cual se lucha, aunque tal vida es precisamente indefinible. Por su infinitud, el Pueblo que se invoca desde la clandestinidad es sublime, pues desborda los sentidos. La agrupación armada imagina al Pueblo “con atributos estéticos propiamente modernos, que combinan en una sola imagen la infinitud y la totalidad”.

La política espejada, dicotómica, agrietada, ha sido madre e hija de una sociedad riberboquizada. La principal potencia en los nuevos tiempos es no tener con quién discutir, es pronunciar un discurso al que no se le pueda confrontar nada, o sólo pueda confrontarse un silencio o una dislocación, una sinfonía inaudible. Parte del terror es una imposibilidad, el shock es la única posibilidad frente a lo aterrador que no tiene solución, no hay futuro ni pasado: es un presente sin pies ni cabezas.

Una valiosísima crítica al libro Los Espantos… dice que “es un libro que no tiene con quién discutir aún”.

Un libro que no se entiende. Un libro-susto.

Algo similar sucede con algunas expresiones artísticas que escapan a un catálogo o a una curaduría respetuosa, a una museificación petrificante del entendimiento.

La frustración calma, la tristeza aceptable, la falta de terror: ya no hay miedo a nada, y eso es un fracaso definitivo e inaudito. No hay tiempo para horrorizarse, solo para dormir, y despertar de nuevo en una imposibilidad, una auto-esclavitud de la culpabilidad. Pero el terror produce parálisis, -y luego impulso de supervivencia- en un tiempo donde el mayor delito es la quietud. La ineficiencia es peor percibida que la corrupción. La quietud y la poética se han convertido en inhumanas. El horror vuelve por un instante a recordar la importancia de la vida, de las cosas complicadas por lo simple.

Y lo hace de una manera estética, corporal, vivencial, estomacal.

Es la visceralidad con la que Enríquez trama sus textos; ella cuenta que en su terror tiene que haber algo (quizás todo) real, tanto así que ella cree en que lo que escribe no es ficción; su diálogo con fantasmas es verosímil porque es real, y eso se nota. El pensamiento mágico no está en los textos de esta autora; la autora vive mágicamente, y parte de su vida ‒y, vaya que una parte importante de su vida‒ la dedica a escribir, y la magia permea.

El cofre de “párpados humanos” que aparece en la novela Nuestra parte de noche es una potente metáfora: no hay brazos, uñas o partes de personas que podríamos tranquilamente ver mutilados. Una colección de párpados contrapone un sujeto o varios que andan por la vida sin posibilidad de pestañear, o están muertos, o no se sabe, pero se sabe. El oculocentrismo y la explicitud fotográfica irrumpen en un imaginario tan tangible que asusta, por lo posible.

No sólo la posdictadura y el frenesí de los 90s animan la literatura de la nueva “Reina del Terror argentino”; la mitología popular argentina, incluso la preargentina, se entremezcla en la autora de Las cosas que perdimos en el fuego con los cortes de luz y los terremotos privatizadores del menemato, que durante una buena suma de años dejó que el capitalismo, ese gato simpático y ágil ‒ojos azules‒ que juega con el ratón ya archimuerto del comunismo.

La vida de la derrota después de la derrota, la posderrota, también, como en Ishiguro, recorre las páginas de la Enríquez, quien para colmo, en Nuestra parte… somete a sus entrañables personajes a las más oscuras e intolerables de las derrotas.

Pero aun cuando la política sea discordia, separación entre amigos/enemigos, desacuerdos, conflictos, discusiones, ¡guerras!, tiene un momento no político que, mientras amenaza con destruirla, la vuelve compatible con la dimensión numérica ‒estadística‒ de la democracia: negociación, verticalidad, internas, cambios de bando, fuego amigo, asambleas, purgas, enemigos principales y secundarios, amigos principales y secundarios.

Por todo lo no político que contiene la política, siempre se la quiere moralizar desde la derecha y sustituirla por asambleas desde la izquierda.

Algunos “ismos” militantes de la “despolitización”, lejos de ocultar lo no político de la política, hacen lo contrario: la banalizan, la hacen visible y absurda.

Y, por otro lado, la sistematicidad de lo explícito le quita lo terrorífico al terror. La explicitud es siempre más eficaz que la clandestinidad. Quizás espantarse sea un buen primer paso.