A finales de abril de 1961, una adolescente que pasara caminando por la vidriera de la vieja tienda Gunther Jaeckel, en la calle 57, habría mirado dos veces. La peletería para damas de cierta edad, recientemente comprada por los grandes almacenes Bonwit Teller, que no se encontraban lejos, había decidido por algún motivo mostrar vestidos elegantes en intensos tonos florales, rojos y azules, un agradable espectáculo sin duda para una chica atraída por la moda. El vidrierista estaba trabajando en la misma línea, emparejando esa ropa con utilería dirigida a gustos aún más juveniles.

Detrás del vestido rojo había colgado una viñeta enormemente ampliada de una historieta de Lois Lane que nuestra joven habría leído no haría mucho; los calzoncillos color escarlata de Superman de esa viñeta combinaban a la perfección con el color del vestido de delante. El artista había colocado el vestido azul ante la imagen de una viñeta de Popeye con un tono a juego. Detrás de los motivos florales multicolor se apreciaban detalles ampliados de anuncios de revistas para chicas (de una rinoplastia, de Pepsi-­Cola). Esa utilería de escaparate era obra de un tal Andy Warhol, como sus primeras pinturas consideradas pop art.

Y he aquí la primera crítica que cosecharon: “Viñetas en cantidad como anuncios: Una galería de tiras de historietas proporciona el fondo para una fila de maniquíes que lucen vestidos”. Apareció en una publicación comercial de escaparatistas, y demostraba que, en el momento de su nacimiento, las pinturas pop de Warhol, utilizadas como fondos con que con­ juntar los colores de los productos, seguían inmersas en la auténtica cultura popular del consumo, los anuncios y las historietas. Sus cuadros no habían comenzado a contemplar esa cultura desde la cumbre de las artes plásticas.

Como recordaba Warhol: “Hice algunas pinturas publicitarias que se utilizaron en la vidriera de Bonwit Teller (la nueva empresa matriz de Gunther Jaeckel) y salieron de allí para entrar en una galería”. O, en otra ocasión: “Me encargaba de los escaparates, así que hice esos cuadros y gustaron a la gente”. Pero los historiadores del arte no parecen haber aceptado esta idea, expresada más de una vez, de que esas primeras pinturas pop “eran solo arte para vidrieras”, de que en verdad estaban anunciando antes de ser elevadas a la categoría de obras de galería.

Encajan perfectamente en la cultura comercial de su época. Si la utilería de Warhol parece dirigirse a un público aún más joven que el de los vestidos colocados ante ella, podría deberse a que el espacio justo detrás de su vidriera había albergado hasta hacía poco la tienda especializada Bonwiteen, que la compañía matriz de Gunther Jaeckel había instalado allí. (Había también una “nueva y espectacular sección de bolsos”, lo cual explicaba el que estaba situado literalmente al frente y en el centro de la exposición de Warhol). Las nuevas modas femeninas buscaban atraer a una multitud de adolescentes, que los minoristas estaban empezando a estudiar “a la mane­ra en que los ganaderos observan el ganado, pensando en cuántos pedazos sacarán de cada animal”, según un artículo que comentaba la atención que Bonwit prestaba a este nuevo sector demográfico. Las adolescentes con poder adquisitivo reciente estaban empezando a tener sus propias ideas acerca de lo que deseaban llevar –“ideas que difieren con frecuencia de las de sus madres”–, y las viñetas y los anuncios de los escaparates de Warhol pretendían atraer claramente a esa multitud, que comenzaba a confiar en sus propios gustos y deseos. Los estudiosos han estado prestando atención a toda suerte de temas identitarios en el pop de Warhol: a la identidad queer, la clase e incluso la raza. Rara vez advierten que la edad es otra categoría cultural a la que él y su arte estaban estrechamente vinculados. En 1956, cuando se le brindó una oportunidad de exponer artes plásticas en una vidriera de Bonwit, sus dibujos de niños ya se habían considerado una buena combinación para el alegre vestido de lunares exhibido delante de ellos, identificado en la propia vidriera como un ejemplo de “la ropa de las jóvenes estadounidenses”. En su disposición de “pop art” de 1961 en Gunther Jaeckel, el logotipo de Pepsi en una de sus pinturas pertenecía a una marca que había adoptado recientemente el eslogan: “Para los que piensan como jóvenes”. Las historietas sobre las que improvisaba en los otros lienzos del escaparate estaban siendo leídas en esos momentos por el 90 por ciento de los niños y adolescentes. Todos los lunes, después del colegio, la televisión emitía Popeye seguido de Superman, el mismo emparejamiento que había hecho Warhol. El pop art propiamente dicho no tardaría mucho en ser condenado como “el estúpido y despreciable estilo de los niñatos que no paran de mascar chicle, las adolescentes fanáticas de las modas y, aun peor, los delincuentes”, lo que, al parecer, puede ser una descripción acerta­da tanto como un ataque. O incluso podría tratarse de un elogio: fue la cultura adolescente del pop art, que se consideraba uno de sus primeros defensores, la que permitió que este se alzara en contra de los valores pre­fijados. Cuando un reportero preguntó a Warhol en cierta ocasión su edad, el artista se negó a revelársela, pero le dio en cambio una perspectiva im­portante: “Si respondo, cambiará mi imagen”.

Las vidrieras de Warhol, 1961

LAS VIDRIERAS PRIMERO

“Lo que casi nadie habría visto en 1961, si hubieran pasado ante la vidriera de Bonwit Teller, es que estaba lleno de arte”, recordaba el filóso­fo Arthur Danto, que andaba por allí por entonces y que se convirtió en uno de los principales defensores del pop de Warhol. “Pensaban estar viendo ropa de mujer antepuesta a algunas imágenes normales y corrientes tomadas de la cultura por algún escaparatista imaginativo, con toda probabilidad homosexual”. Habrían tenido toda la razón. Y habrían comprendido lo que estaban contemplando, pues se habían topado antes con visiones similares. Las fotos de las vidrieras de las tiendas de mediados de siglo muestran muchos cuadros enmarcados utilizados como elegante utilería, y rara vez hay forma de decir si se pretendía que fuesen interpretados como accesorios efímeros o como arte plástico perdurable. Ello se debe a que el escaparatismo, incluido el de Warhol para Gunther Jaeckel, apenas distingue entre ambos. Los cuadros-­utilería de nuestro artista ciertamente no parecen haber sido pintados pensando en la posteridad ni en los museos. Se hicieron con pinturas de caseína de secado rápido, al agua y fáciles de usar, y más típicas del estudio de un ilustrador que del de un artista plástico. Una foto temprana muestra la tosqueadad con que se habían tensado los lienzos de Gunther Jaeckel antes de introducirse en la exposición de Warhol. Una imagen de 1961 de una vitrina de Bonwit, que combinaba maniquíes y móviles del estilo de Calder, sintetizaba en su leyenda la concepción de la industria: “La utilería contemporánea es un extraordinario complemento para las modas contemporáneas”.

A los espectadores de los cuadros­-utilería de Warhol no les habrían sor­prendido siquiera su estilo ni sus temas. Los mejores vidrieristas de Nue­va York habían entendido el vocabulario básico del pop mucho antes de que este triunfara en el mundo artístico. En 1952, el destacado escaparatista Lester Gaba había pintado un cuadro de lo más pop de un ojo muy amplia­do que prefigura el primer plano de un ojo que Warhol filmó y luego pro­yectó en 1966. Gaba había basado su pintura en alguna publicación para consumo masivo que había recortado, preservando e incluso enfatizando los enormes puntos a media tinta que Warhol incluyó en algunas de sus primeras obras de pop art y que llegaron a ser el distintivo de su rival Roy Lichtenstein, quien también había decorado vidrieras, como hicieron la mayoría de los otros pioneros del pop. (Un texto sobre el serigrafiado co­mercial describía cómo, “desde el punto de vista de la innovación, el efecto de tablero de ajedrez a media tinta posee valor publicitario”; especialmen­te, decía, en las vidrieras). Gaba había titulado su cuadro del ojo La mirada estadounidense y es notable que lo exhibiera como arte, pero también como utilería de escaparate.

En otras anticipaciones del pop, a finales de los años cincuenta el mani­quí de una vidriera de Bonwit se colocó contra una pared de sacos de ar­pillera impresa –casi con certeza serigrafiada, en lo que llegaría a ser la técnica distintiva de Warhol– con grandes corazones rojos, produciendo un efecto que parece directamente sacado del arte de la década siguiente. Una vidriera de Tiffany, la tienda hermana de Bonwit, exponía sus joyas en un estante con conos de helados que prefiguraba las esculturas de Claes Oldenburg y las pinturas de Wayne Thiebaud de solo unos años más tarde. Estos ejemplos demuestran cuánto había penetrado la cultura juvenil en la mercadotecnia de alta gama y qué poco espacio quedaba para la estética establecida en las artes plásticas de ese momento: para la “intensidad emo­cional” del expresionismo abstracto que se consideraba tan inadecuada para la publicidad, que necesitaba, en cambio, el juego despreocupado de la cul­tura popular.

Justo cuando Warhol estaba decorando su vidriera de Gunther Jaeckel, su cliente para este, el famoso director escaparatismo Gene Moore, se hallaba escribiendo sobre cómo el mejor vidrierismo “parece decir que el diseño y el arte pueden deleitar ligeramente, que lo transitorio puede ser creativo a la par que entretenido. El arte del vidrierismo sirve cada vez más como un puente entre la seriedad de los museos y el papel y la cuerda de la vida cotidiana”, lo cual no es una mala descripción de al menos uno de los atractivos del pop art. En 1959, el futuro pintor pop James Rosenquist había llenado las vidrieras de Bonwit de numerosos elementos de la cul­tura popular (un cuadro de la antorcha de la estatua de la Libertad; de la cara de una “chica Gibson”), y todavía en 1966 un crítico continuaba cen­surando la “aproximación al arte propia de un vidrierista” de Warhol.

Otro escaparatista de Bonwit decía que nuestro artista disfrutaba en realidad con el carácter efímero del trabajo, “hoy aquí, mañana desaparecido, así como de su inmediatez, del reportaje y del periodismo”, una cualidad que Warhol pasó a incorporar asimismo a su arte plástico, para la eterna confu­sión de los críticos, los coleccionistas y el mercado del arte. Su pop no consistía en tomar prestados un par de detalles del trabajo comercial, como hacían muchos de sus colegas más próximos, sino que consistía en introdu­cir todas sus cualidades más dudosas en el ámbito de las artes plásticas y deleitarse con la confusión que causaban allí. “Quiere hacer algo que po­dríamos sacar del Museo Guggenheim para colocarlo en la vidriera de A&P y tener un anuncio en lugar de un cuadro”, se quejaba un crítico temprano de Warhol, que daba en el clavo, pero al revés: las pinturas pop empezaron en los escaparates y después emigraron a los museos.

Recién llegado a Nueva York, 1949

POR DECRETO DUCHAMPIANO

A comienzos de 1963, cuando el pop art “oficial” apenas había anunciado su presencia, Lester Gaba ya estaba escribiendo sobre lo perfectamente apro­piado que era el movimiento para el escaparatismo y cómo las obras que lo encarnaban, incluidos los cuadros de Warhol, se estaban utilizando ya en los decorados para vender licores y cosméticos. Al año siguiente, Gaba veía el pop por todas partes y lo recomendaba para toda clase de vidrieras. El mar­chante Ivan Karp recordaba cómo la prensa de la moda reparó en el pop art incluso antes de que lo hicieran los críticos de arte, “porque los materiales empleados por los artistas pop se relacionaban con su mundo en cierto nivel”.

Un material muy similar había sido popular en las publicaciones de gran difusión durante la mayor parte del decenio anterior. En 1952, el primer nú­mero de la revista Mad incluía una página inspirada en historietas con irónicas onomatopeyas del estilo de “¡PUM!” o “¡ZAS!” y exagerados puntos a media tinta, una década entera antes de que Lichtenstein se apropiara de los mismos elementos en su irónico arte plástico. En 1953, un fotógrafo de moda retrató a una modelo delante de una cuadrícula interminable de signos de dólar absolutamente warholiana, mientras que dos años después las modelos posarían delante de una sólida pared de frascos de kétchup Hunt’s. La sesión fue para un número de una revista que tenía Warhol y que es probable que sirviera de inspiración para la cuadrícula de doscientas diez botellas de Coca­-Cola que pintaría cinco años más tarde. Las cuadrículas y la “serialidad” distintivas del pop art de nuestro artista pueden encontrarse en muchas imágenes publicita­rias precedentes, incluidas varias de su propia creación.

Los trabajos comerciales que el propio Warhol hacía en los años cincuen­ta recurrían a los mismos juegos con la alta y la baja cultura que la prensa de la moda. Estaban plagados de imágenes tomadas de marcas populares, utilizadas como una especie de decoración de baja cultura, que él mantenía en tensión con sus propios diseños artesanales harto más elitistas. La falsa fiesta de cumpleaños que había preparado para Tiffany a principios de 1959 había incluido una botella de Coca­-Cola, que Warhol había decorado con pintura dorada; y en una de sus ilustraciones por encargo emparejaba el refresco con un elegante zapato. En torno a ese mismo momento, en el folleto que envió para estimular el negocio, Warhol tatuó a su dama eduardia­na con logotipos corrientes de la posguerra: Pepsodent, Lucky Strike, kétchup Hunt’s y Dow (que ya era cliente suyo). Convirtió la piel de la dama en un lienzo protopop, del mismo modo que su escaparate de Gunther Jaeckel había sido una exposición protopop.

Los cuadros-­utilería que Warhol incorporaba a sus vidrieras no eran tan solo un reflejo de la estética comercial. Estaban asimismo estrechamen­te vinculados a los gustos del camp de los años cincuenta, que estaba a su vez ligado a elementos de la cultura popular. Cuando hizo uno de sus “dibujos de pijas” de su amigo Charles Lisanby, incluyó en la imagen una botella de Coca­-Cola para ser “irrespetuoso”, decía este; la falta de respeto era esencial en el gusto camp por los ataques desde los márgenes de la cultura.

Susan Sontag describía que un verdadero entendido en lo camp hallaría “ingeniosa” satisfacción “no en la poesía latina, los vinos raros y las chaque­tas de terciopelo, sino en los placeres más groseros y ordinarios, en las artes de las masas. El mero uso no mancilla los objetos de su placer, pues aprende a poseerlos de una manera extraña”. El momento eureka de Warhol –uno de los más grandes en la historia del arte– llegó cuando se percató de que podía tomar los gustos de la humilde cultura popular, que conocía de lo camp y del comercio elitista, y trasladarlos casi inalterados al “extraño” reino de las artes plásticas. Desde el punto de vista de la historia del arte, estaba tomando el pop art, en el temprano sentido británico del término (como el arte hecho dentro de la cultura popular), y convirtiéndolo en pop art en el sentido estadounidense (como las bellas artes hechas a partir de la cultu­ra popular). Warhol estaba diciendo la verdad, por una vez, cuando recorda­ba los orígenes de su pop art: “Hice algunos escaparates para Bonwit y eran cuadros, y entonces una galería los vio y comencé a colocarlos en las galerías”.

Ya existía toda una estética del pop desarrollada fuera del mundo artís­tico y, en una jugada digna de Marcel Duchamp, Warhol la utilizó como un ready-made, a la manera en que su héroe había usado objetos individuales, como urinarios y botelleros. Por decreto duchampiano, Warhol nos hizo creer que su vidriera de Gunther Jaeckel, lleno de cuadros que hacen guiños a la cultura popular, también permitiría vislumbrar su estudio de artista repleto de bellas artes.

Portada de la edición local del libro de Gopnik

DE ABSTRACCIONES Y ORINES

“La persona de la que recibí mi formación artística fue Emile de Antonio. Dee fue la primera persona que conozco que veía el arte comercial como arte real y el arte real como arte comercial”: son las palabras puestas en boca de Warhol por el autor fantasma de sus memorias de los años sesenta. Pero no describen bien del todo la situación: el impacto del pop art dependía de que fuese arte de galería en lugar de un producto comercial real, y de la distinción que mantuviese. Es decir, que el pop no debía ser escaparatismo, al igual que el urinario de Duchamp no era un inodoro.

En la segunda mitad de 1961, parece que Warhol andaba dedicado a convertir su utilería de vidriera en arte inconfundible. Por ejemplo, añadió florituras con pretensiones claramente artísticas a su cuadro de Superman, incorporando un montón de pinceladas que no estaban cuando formaba parte de la vidriera de la tienda; asimismo, borró parte de su texto buscan­do un efecto que seguramente se le antojó más “poético”. Además, hizo nuevas improvisaciones sobre sus otros lienzos para Gunther Jaeckel, en las que creó un cuadro que enfocaba más de cerca a Popeye y otros que añadían a Batman y a Dick Tracy a su elenco de coloridos superhéroes. Realizó más pinturas basadas en anuncios y otro puñado basado en objetos domésticos, a menudo al estilo camp eduardiano, como una bañera con patas y un telé­fono de tipo candelabro. Pintó asimismo un peculiar cuadro del sifón de fontanería de un lavabo visto desde abajo, que guarda un parecido revelador con un trozo de tubería utilizado como uno de los primeros objetos ready-mades de Estados Unidos en 1917, en el mismo momento en que Duchamp concibió su urinario. Esa famosa obra fue evocada en un retrete que Warhol pintó también en 1961. Uno de sus amigos entre los profesores homosexua­les del Tech le propuso ir juntos a ver un urinario de Duchamp en una exposición: “Tengo que orinar” fue la divertida respuesta de Warhol. Y luego llegó a comprar una lujosa edición de Boîte-en-valise del dadaísta, esa colec­ción de facsímiles en miniatura de sus obras que nuestro artista habría co­nocido ya en la galería Outlines de Pittsburgh.

El interés de Warhol por el arte radical parece haber llegado incluso más allá de Duchamp. Mientras tanteaba el camino hacia el pop, aceptaba asimis­mo trabajos experimentales que rompían completamente con las viejas reglas; incluso estaba probando suerte con semejante ruptura. “Pintaba” tendiendo su lienzo sobre la acera y dejando que los zapatos sucios de los transeúntes lo convirtieran de forma automática en un Pollock. Yoko Ono había hecho algo similar en su loft de la calle Chambers y posteriormente en su primera expo­sición en solitario, en una galería dirigida por George Maciunas, seguidor de Warhol en el Tech y uno de los fundadores de Fluxus, un movimiento infor­mal de innovadores radicales en el arte y la interpretación.

El experimento más extremo del propio Warhol probablemente fuera el de los cuadros que hizo orinando sobre lienzos en blanco, llevando a nuevos niveles la reciente moda de los “cuadros de manchas” de ciertos abstraccio­nistas y burlándose asimismo de estos. Repitió el experimento en los años setenta, de manera más pública y con resultados más atractivos.