“Ahí, ¿ves? Todo eso que hay allí”. Nadia –el pelo cobrizo, algunas pecas– habla suave y señala un punto central de la biblioteca: una foto de Cuchi Leguizamón, un vinilo del Dúo Salteño. Y también unas plastilinas azules dentro de un pequeño frasco. Madre, padre, familia de cantores y cantoras. Y un vínculo fuerte y temprano con la música coral. En su Salta natal, Nadia Szachniuk –de ascendencias polaca y lituana– empezó canto coral antes de los diez años: “Todo eso me ligó al folclore y a la música popular. Uno de los directores estaba muy ligado a la bohemia salteña y me acercó toda la música de la que yo me enamoré: el Cuchi, el Dúo, toda la línea del folclore no tan Chalchaleros ni tan Nocheros”. Llegó a Buenos Aires en 2001 y se recibió de música terapeuta pero casi no ejerció: enseguida estrechó lazos y siguió estudiando canto lírico. Y ello, de alguna manera, enlaza con el disco que acaba de editar: Luna atrás. 

“Lo vengo amasando desde hace mucho tiempo, es el resultado material de un montón de estadíos que tienen como base una recopilación de canciones de cuna que vengo haciendo hace más de quince años.” En un espectáculo coral y teatral, ella tenía un momento a capela donde cantaba una nana. Y fue a partir de allí que se mandó en ese mundo. “La obra tenía muchas intervenciones poéticas de García Lorca, y justo él hizo una investigación sobre las nanas y cantos de cuna de España. Fue un enamoramiento con ese género. Lo pienso así, como un género, son canciones específicas. A partir de aquella nana empecé a conectarme con eso, a recopilarlas y me gustó hacerlo. Se fue juntando material. Y pensaba qué hacer, cómo pasarlo por mi filtro. Tenía claro que no quería hacer un disco de música infantil o de canciones de cuna. Empecé a leerlas y releerlas y me di cuenta que hablan bastante menos de dormir a un niño que de otras cosas.”

Entre esos dos mundos, el canto popular y el lírico, Nadia se forjó y lo sigue haciendo: en los diversos coros que participa, en la carrera de Música Argentina de la Universidad de San Martín donde es docente, en el espectáculo lírico que la tiene a puro ensayo por estos días. Pero, a pesar de ser mundos diferentes, ella no les  encuentra grandes diferencias.  “No tengo prejuicio frente a los géneros”, dice. Y sigue: “Con los años tuve que elaborar una manera de contestar esa pregunta: me di cuenta que era una inquietud más del afuera que propia. En mi estilo eso está integrado: tengo ambos mundos porque los viví. Y esa respuesta tiene que ver con entender las diferencias y los mundos comunes entre esos dos, que parecen más lejanos de lo que realmente son. Para mí el canto es uno sólo. Una vez que uno le echó el ojo a un estilo, lo interesante es sumergirse allí y vivirlo desde adentro: escucharlo, conocer el paisaje, el ámbito, la gente que lo hace y la que lo hizo”.

Hacia 2011, después de algunas colaboraciones y participaciones, a dúo junto a Eva Sola editó Vidala: un disco terráqueo, marrón, vidalero, criollo. Dos voces, dos cajas, dos cantos que se hacen uno. El grueso de Vidala son tonadas anónimas recopiladas por Leda Valladares. “Al decir que algo es anónimo en realidad estamos describiendo algo que es de todos. Tantas personas que no podemos nombrar a ninguna. La concepción del anonimato tiene que ver con lo que no queremos distinguir: una pertenencia en ese bien, por eso es un bien de todos. Y los bienes que se convierten en bienes populares, de la cultura, tienen el peso del tiempo, de la historia y de la aceptación de las personas. Como decía Leda Valladares: se va macerando en esa tradición oral. Tienen algo que resuena en la humanidad. Lo anónimo tiene una fuerza, tiene algo que ya está aprobado.”

En el flamante Luna atrás –grabado junto a Alejandro Starosielski  en guitarras y arreglos, y Bruno Moguilevsky en pianos, teclados, coros y arreglos–, en cambio, todo está cifrado a partir de la noche: como lugar, como destino, como pensamiento; un hiato entre lo que fue y lo que vendrá; maldita y bendita, tiempo de descanso o de desvelo. Entre otras –además de tres letras propias, una de ellas a partir de música de Debussy– hay canciones como “Nani nani”, un anónimo sefaradí; “Upa Negrito” (Edu Lobo/Guarnieri), personalísimas versiones de “Canción de cuna para un niño ansioso” de Sting, y “Lullaby for Hamza” de Robert Wyatt y “Confesión del viento” de Juan Falú: “Allí la poesía es suprema y tiene un lugar principal en la canción. Las confesiones tienen, en la noche, mucho más poder. Y quedan ahí. Al menos uno confiesa más fácilmente en la oscuridad y me imaginé que para el viento era mejor hablar de noche. No busqué mas justificativos que ese, se justifica sola en ese sentido”.

Una sonoridad más bien austera, fina, delicada: aunque hay una presencia instrumental variada –pianos, teclados, percusiones, guitarras, vientos de madera– todo está encarado desde cierto despojo sonoro, la justeza del sonido. Salvo, quizás, el puente instrumental de “Upa Negrito”: pura fiesta musical. Casi todo, entonces, tamizado por una lumbre nocturna, onírica: el tratamiento sonoro en paralelo con la idea que persiguen las canciones. Acaso, como la misma luz de luna: sugerente, mansa, lechosa. Y todo ello le da lugar preponderante a la voz: una que muestra esos dos continentes, el canto lírico y el de raíz folclórica. Pasajes que hacen pensar en cierta música barroca. “En este disco hay ya una impronta más personal, de que aparezca todo lo que formó parte de mi camino. Y todo ese imaginario que se teje en lo nocturno y en lo onírico: las confesiones, los miedos, los encuentros, las angustias; todo eso que se amontona en la noche, de alguna manera, no está visible, no está a la luz. Me interesaba la idea de la luz de luna, lo que vemos iluminado por poca luz. Por eso viene de atrás”

Aquí, además, echa mano a un incunable de Cuchi Leguizamón: “Canción de cuna para el vino”, esa que empieza con “arrorró mi vino, lámpara de amor”. “Es mi principal referente. Tuvo una inteligencia extrema de cómo defender el quehacer musical. Y el suyo. Un tipo que no cedió nada al mercado. No sólo compuso música y letras inteligentes y se asoció con poetas enormes. Además dijo cosas interesantes, interesantes no desde el lugar oligárquico del término, sino desde un lugar de aporte al pensamiento. Y fue un adelantado,  sus búsquedas sonoras”. Entonces, aquellas plastilinas azules en ese pequeño frasco: Luna atrás tuvo a Nacho Vidal –músico, productor, pareja de Nadia, autor de una e invitado en varias canciones– como encargado del arte de tapa. El disco trae un par de postales hermosas: tienen a un hombre azul de plastilina como protagonista. “El muñequito no tiene nombre porque no soy tan fetichista, pero nosotros lo llamamos el hombrecillo azul simplemente. Nos costó encontrar la imagen y no me interesaba ser yo. El disco está muy dedicado al material mismo”. Luego confiesa que le hubiera gustado que entraran canciones de Violeta Parra, de Atahualpa, de Joni Mitchell, de Fandermole, una tonada barroca italiana, algunas más. Dice que quizás para la próxima. Como si fuera el canto nocturno y último del grillo antes que asome el primer sol del día, el disco termina con “Llevame afuera”, un exquisito aire de zamba, redentor, que dice: “y si mañana, como siempre, las penas vuelven, las haré cantar”.

Nadia Szachniuk sigue presentando Luna atrás el viernes 29 de septiembre en Teatro Gastón Barral, Rawson 42. A las 20.30.