Amaicha del Valle es una comunidad autónoma que jamás interrumpió su gobierno indígena. En este pueblo ubicado a 2000 metros de altura y a 165 kilómetros de la ciudad de San Miguel de Tucumán, los comuneros originarios son dueños de las tierras desde que los españoles pactaron con sus antepasados –los amaichas, una de las etnias que formaron parte de la nación diaguita calchaquí– e hicieron entrega de la cédula real en 1716. 

La comunidad es presidida por una asamblea general, un consejo de ancianos y un cacique, Lalo Nieva, que desde 2015 –cuando se presentó y ganó las elecciones– también quedó al frente del gobierno local. Los amaicheños preservan con convicción sus viejas tradiciones; por eso la fiesta local de la Pachamama es motivo de orgullo y una de las mas representativas del Noroeste. 

Amaicha está rodeada de paisajes fantásticos como el desierto de Tiu Punco y el cañadón El Remate, donde abundan cardones centenarios. En Amaicha el sol es generoso: asoma 320 días al año, generando días cálidos, noches frescas (en invierno muy frescas) y cielos diáfanos tachonados de estrellas. Tantas que acá se encuentra el único observatorio astronómico de la región, el observatorio de Ampimpa, un lugar donde se puede pernoctar observando la luna y las estrellas, aprendiendo al mismo tiempo sobre astros.

Los valles, además, son terruño fértil para el buen vino. Por eso aquí se inauguró el año pasado la primera bodega indígena de Sudamérica –y la tercera en el mundo– que abrió sus puertas con la producción de dos variedades que llevan nombres en quechua: Sumaj Kawsay (Buen Vivir) y Kusilla Kusilla (Ayudame, alegría). Se trata de un emprendimiento comunitario pionero en el país, que sirve para afianzar el desarrollo turístico de la comunidad.

Si bien los españoles arrasaron con todo, hay vestigios por todas partes, como las espléndidas Ruinas de Quilmes, uno de los complejos arqueológicos mejor preservados de la región, que se puede conocer de la mano de guías nativos. En Amaicha hay tiempo de sobra para tomar aire del bueno y descansar, pero nunca para aburrirse.

Guido Piotrkowski
La ceremonia de la Pachamama, la fiesta más auténtica del Noroeste.

LA PACHA En agosto, desde Ecuador a la Argentina se celebra a la Pachamama. Los pueblos indígenas, al pie de la cordillera de los Andes y mas allá, agradecen primero y piden después a la madre tierra. La veneran, le ofrendan lo que ella, diosa universal, brinda diariamente. 

Aquí, en Amaicha, se celebra una de las fiestas más auténticas de todo el país. Y al mismo tiempo se trata de un ritual abierto a todos quienes quieran participar. Los amaichas creen en la apertura de sus ritos y costumbres como un modo de supervivencia, un modo de propagarlas de generación en generación, y así invitan a todo aquel que quiera compartir sus ceremonias. 

El día de la Pachamama se celebra –oficialmente– el 1º de agosto, pero las ofrendas se multiplican a lo largo de todo el mes, la época de la siembra. Todo comienza la noche previa, con una larga velada que se extiende hasta bien entrada la madrugada, frente a un escenario montado en una esquina de la plaza central, por donde pasan copleros y grupos folklóricos regionales que animan la fiesta antes del tradicional sahúmo de la medianoche. 

Por la mañana, unos pocos locales y otros tantos visitantes, se acercaron a la casa de Marcos Pastrana, al pie de un cerro donde está la apacheta ritual. Antes de que el sol despuntara, el grupo trepó el cerro y matizó la espera con té de ruda y el yerbiao, un mate con aguardiente, indicados para limpiar impurezas y fortificar el espíritu. Se encendió una fogata, y se aguardó la salida del sol. Enseguida Marcos, su hijo Sebastián y un sobrino cavaron el foso en la tierra para abrir el hoyo donde se han hecho las ofrendas los años anteriores. Extrajeron una piedra, una suerte de oráculo, en el que está impreso el designio de la cosechas. Si está seca será un año difícil, si esta húmeda habrá esperanzas de más y mejores cultivos en estos pagos áridos, donde el agua es un bien escaso. La piedra luego se compara con otras de las que se leen en la comunidad. “Estoy muy contento de saber que esto no se perdió. La fiesta de la Pachamama es reencontrarse con los orígenes, las raíces, la fuerza natural interna que uno siente. Es un día muy especial, para recobrar esa fuerza espiritual que nos generan los astros, un árbol, el tata inti (sol) las montañas. Es un momento de conexión y de mucha energía”, dijo Sebastián Pastrana, referente de la comunidad, a TurismoI12. 

Al mediodía, se llevó a cabo la ceremonia central en la bodega comunitaria Los Amaichas. El cacique, el consejo de ancianos, referentes de la comunidad, algunos representantes del gobierno provincial, pobladores y visitantes se reunieron alrededor de la apacheta. Hubo palabras de agradecimiento a la Pachamama y discursos de tinte político. El diputado Juan Antonio Ruiz Olivares entregó un proyecto de ley que entusiasma mucho por aquí: la idea de que Amaicha se convierta en Municipio Indígena, pionero en el país. 

Luego la hermana menor de los Andrade, ataviada con túnicas tradicionales, llevó adelante la ceremonia y ofreció a la madre tierra los frutos que hay en la comunidad. Pan y agua, “que no falten”; jarilla, “que nos cura”; el vino “que es de la bodega y que no falte a la mesa también”. “Bendícenos, ya que la piedra que leímos hoy día salió seca. Madre tierra, te pido por el maíz para el locro, la mazamorra. Madre tierra, que no nos falte. ¡Cusilla Cusilla! Madre tierra ayúdanos, ayúdanos!”. 

Se abre. la boca de la Pacha. Se ofrenda Se agradece. Se pide. 

Guido Piotrkowski
Tiu Punco, un páramo de tintes áridos, un arenal de lomas, cerros, cuevas y leyendas.

EL DIVÁN NATURAL “Yo les propongo caminar en silencio y que puedan charlar con la montaña, con el arbusto, con el árbol, con la piedra”, invita Sebastián Pastrana, el guía de esta excursión al Tiu Punco, que quiere decir “Puerta del Desierto” o “Puerta del Arenal”. 

Sebastián, guía nativo, es un hombre que deambula por estas tierras desde pequeño. Esta es su terapia, el diálogo con les elementos de la naturaleza que aquí se manifiestan. Por eso bromea con los visitantes de las grandes ciudades, y llama a este desierto, que es como el patio trasero de su casa, “el diván natural”. 

Ubicado a 20 kilómetros de la plaza, Tiu Punco es el edén oculto de Amaicha, un páramo de tintes áridos, un arenal de lomas, cerros, cuevas y leyendas como las de la Salamanca, la guarida de las brujas. Tiu Punco es la excursión obligada, el paseo imperdible de paso por este valle indómito. 

Con suerte podremos ver algún suri o ñandú, últimamente esquivos a causa del Rally Dakar, que pasó el último verano dejando un tendal de desechos que los habitantes de la comunidad todavía están limpiando, y un impacto ambiental desproporcionado. El pueblo de Amaicha ya se pronunció: no quiere más el rally por estas tierras, que además, no le deja ni siquiera beneficios económicos. Con un poco de fortuna podremos ver zorros, quirquinchos, perdices. También hay, en este páramo calchaquí, algarrobos centenarios, chañares y plantas aromáticas y medicinales como la jarilla. Y aunque cueste creerlo, viven por aquí unos pocos pobladores. Son unos cinco hombres, mayores ya, que habitan desde siempre en sus hogares de adobe, que viven tal cual sus antepasados, con la diferencia de que en los últimos años fueron beneficiados con paneles de energía solar. Hombres como Don Shivito, a quien visitamos en un alto en el camino de ida, antes de adentrarnos por completo en los cerros de arena, en las formaciones talladas por el paso del tiempo y el paso del viento. El hombre, gorro de lana, equipo de gimnasia, mirada perdida, se siente feliz de que lo visiten. Orgulloso, enseña una pieza del bosque petrificado de Tiu Punco, alejado de su hogar, pero que él rescató de allí para enseñar a los visitantes que no pueden llegar hasta ese bosque milenario.  

Antes del atardecer, nos internamos ahora en el Tiu Punco profundo. Primero, Sebastián detiene la camioneta en una loma para que el grupo trepe y aprecie la panorámica: las cumbres calchaquíes, el nevado del Aconquija. Más adelante se detiene una vez más: llega la hora del trekking, una caminata que discurre por un cañadón entre montañas de arenas y cuevas de puma abandonadas. 

Mientras tanto Pastrana evoca su niñez, cuando solía venir por acá con su padre y amigos a enlazar caballos salvajes. Recuerda que había solo dos autos en el pueblo, y rememora largas travesías a caballo para trasladarse de un punto a otro, así como los viajes para ir a las fiestas populares de Colalao del Valle, saliendo de madrugada para volver tarde en la noche, cabalgando largas horas en las que solían atravesar estos montes de arena. 

 A la vuelta, Sebastián detiene la marcha una vez más en casa de Shivito. Hay mate cocido, pan y un poco de mermelada. Shivito entonas unas coplas. Afuera, la luna esta creciendo, y le gana el cielo a las estrellas.

Guido Piotrkowski
La aridez de los paisajes de Amaicha se interrumpe ante los manantiales y cascadas.

CASCADAS  Y CARDONES A diez kilómetros de Amaicha,  al final de un camino de ripio sobre el paraje Los Sazos, la postal de un paisaje inequívocamente noroesteño –cerros de colores, cardones, un cielo diáfano– revela un paraíso de belleza salvaje  y vuelve a sorprender al viajero. 

El Remate es el nombre de este cañadón donde brotan cardones robustos y centenarios, donde surgen manantiales que se vuelven cascadas y un río que con su discurrir balsámico quiebra el silencio estremecedor del valle. Por acá también perdura un conjunto de ruinas arqueológicas, que se ha convertido –igual que Tiu Punco– en parte de este emprendimiento turístico comunitario surgido en el año 2008, luego de que este paraje fuera escenario de la película Aballay. 

Desde aquel momento, con el apoyo del Ente Turismo de Tucumán, los pobladores se capacitaron para recibir y guiar a los visitantes que hasta el momento deambulaban libremente por el lugar. 

Ahora, guías nativos como Sebastián Arjona –“como el cantante pero sin plata”, bromea– aprovechan el recurso natural, lo cuidan, lo mantienen limpio y brindan al visitante la información y los conocimientos que adquirieron de sus abuelos. La historia de los amaichas es oral, se fue transmitiendo de generación en generación. “En las mismas casas se aprende”, comenta Sebastián, mientras caminamos rumbo a la cascada, al borde de la acequia. “Estos canales los hicieron nuestros abuelos para poder levantar el agua que viene de la cascada”, explica el guía de este rincón que apabulla con 360 días de sol al año, donde el agua escasea. 

“Este lugar es muy sagrado,  muy importante para nosotros”, sigue adelante el guía, mientras explica que el origen del nombre. “Nuestro abuelos lo llamaron así por el sonido que hacían la piedras aquí cuando crecía mucho el río. La energía que  tiene este lugar es para disfrutar. El descanso, el silencio, el sonido del agua”.