Estaba seguro de que no volvería a verla sin embargo fue abrir la puerta del ascensor y encontrármela de frente. También ella se sorprendió y trató de disimular. Primero miró hacia abajo como buscando algo. Luego se dio vuelta y comenzó a mirarse al espejo. Yo tosí con esa tosecita que siempre me da cuando estoy nervioso. Bueno, para ser sincero no siempre fue así, antes no me daba. Cuando era pibe me ponía colorado pero después aprendí lo de la tos. Sí, tengo que confesarlo, lo de la tos fue intencional. Me llevó bastante tiempo de entrenamiento pero al final lo conseguí. La tos fue una trampita que vino a reemplazar el ponerse colorado. Y es mejor la tos que ponerse colorado. Hasta puede parecer distinguida como alguna vez me lo han hecho notar. Esta, como muchas otras cosas se la debo al cine, porque fue ahí, en el cine de mi barrio donde lo aprendí. Pero eso fue hace mucho tiempo, cuando todavía había cines de barrio. Para mí fue una verdadera universidad, el cine. Mi cátedra preferida eran las películas policiales, sin ir más lejos en una de ellas fue donde aprendí lo de la tosecita. En esa película el detective tosía cada vez que se encontraba con alguna mina que le gustaba y, a la larga o a la corta, se la levantaba. Fue a partir de ahí que empecé el entrenamiento.
Entré al ascensor y le pregunté tímidamente, con decir que ni por el nombre la llamé, a qué piso iba. "Es automático", me respondió sin más explicaciones. Yo debía entender que ya había apretado el botoncito y que no pensaba dirigirme la palabra más que para darme esa información, así que elegí mi piso, el doce, me acomodé en un rincón -por suerte el ascensor era de los grandes y pude ponerme a prudente distancia- y comenzamos nuestro viaje.
Otra vez me encontraba en las cercanías de Claudia y ya sentía el influjo de su fuerza de gravedad. Esto de la gravedad se me ocurrió una vez mirando un documental en la tele. Fue verlo y darme cuenta. Claro, pensé, Claudia me atrae como la Tierra a la Luna. Pero un día me largó. ¿Y adónde iba a ir a parar sin esa atracción? ¿Adónde iría a parar la Luna si la Tierra la suelta? Y justo ahora, que había conocido a Yolanda, que estaba encontrando un nuevo rumbo, armando otro sistema planetario, construyendo un mundito al cual amarrarme y un solcito que me alumbre y me caliente en medio de la oscuridad de mi espacio vacío, me la vuelvo a encontrar.
Ahora otra vez veía su escote. El abismo de su escote, como dice aquel tango raro que estuvo de moda hace un tiempo. Y ahí me agarró el vértigo. Ese vértigo que siempre sentía en su presencia. Ella se apioló, claro que se apioló. Si me espiaba en el espejo. Hacía como que se estaba peinando, pero me espiaba. Sabía muy bien lo que yo sentía por sus tetas así como yo sabía muy bien lo que ella sentía antes por mis nalgas. Claro que eso ya no le debía importar. Además, con la depresión de su abandono el culo fue lo primero que se me cayó. En cambio sus tetas... No cabía ninguna duda, bastaba con mirarla para darse cuenta de que a ella el perderme no le había causado ninguna tristeza.
En estos pensamientos andaba yo cuando de pronto se dio vuelta, levantó la cabeza y puso los labios finitos, esos labios apretados como el rencor que sabe poner cuando se enoja y me miró a los ojos lista para decir algo. Pero justo cuando yo empezaba a asustarme se detuvo el ascensor. Y no sólo se detuvo, también se cortó la luz. Claro, fue por eso que se detuvo, se había cortado la luz. Así que de pronto la perdí de vista. Lo que estaba a punto de decirme quedó en suspenso y sólo dijo: ¡Oh! O tal vez dijo ¡Ay! La verdad es que no me acuerdo. De lo que sí me acuerdo fue de lo que dije yo: la puta que los parió, dije, porque a mí la falta de luz me pone nervioso. Fue por eso que me metí en la Técnica. Quería ser electricista para combatir la oscuridad, para ver la luz. Con la misma intención algunos se hacen cura, bueno, yo me hice electricista que es más útil. Además, para eso estaba en este edificio. Che, Tito, me dijo Ramírez, el encargado, a ver si te venís para acá y me das una mano. No sé qué carajo pasa en este lugar que se corta la luz a cada rato. Por eso él me estaba esperando en el doce, en la oficina del Administrador, después que yo había estado revisando la instalación del segundo. Y ahora nos habíamos quedado entre el noveno y el décimo que, según me había dicho Ramírez, estaban desocupados.
Después de la sorpresa inicial nos quedamos un ratito en silencio. Bueno, en silencio es un decir, porque yo empecé a toser cada vez más, es que me había ganado la imaginación, me acordaba de aquellos encuentros en el zaguán de su casa o en la mesa de la cocina cuando los viejos no estaban. Mientras más imaginaba más tosía, pero no me animaba a hacer el más mínimo movimiento. Y ahí estaba, duro en la oscuridad, sin hablar y meta toser. Ella no decía nada, pero en una de esas no aguantó más: "Callate querés, lo único que sabés hacer es toser ¿no entendés que es por eso que te largué?".
Que tranquila Claudia, que yo te cuido, que no tengas miedo, que perdoname por la tos, pero tu presencia me marea, cof, cof, y ese perfume tuyo, vos sabés lo que me pasa con tu perfume, cof, cof, desde que me dejaste no sabés lo mal que ando, con decirte que ya no puedo escuchar los tangos del Polaco, cof, cof, porque me llevan al borde del suicidio y hasta escuchar a Luis Miguel, cof, cof, me hunde en la depresión porque me hace acordar de vos. Jugado por jugado me mandé todo el repertorio, hasta le recité aquel poema que escribí para ella cuando cumplimos seis meses de novios.
Y así, de golpe, se me fue la timidez. Habrán sido los nervios por la oscuridad, el abismo de su escote que ya no veía pero imaginaba, el abismo que se abría bajo el piso del ascensor y que tanto asustaba a Claudia, el abismo que se había creado entre nosotros y que yo quería anular, no sé, pero ya no me podía contener. Un calorcito me subía desde más abajo de la panza, un calorcito que yo ya conocía, así que adivinaba lo que iba a venir. Entonces me empezó a faltar el aire y sentía como un cosquilleo asmático en el pecho. De golpe se puso a gemir o a llorar y la sentí moverse, las suelas de sus zapatos frotaron el piso hasta que uno de ellos dio contra el dedo meñique de mi pie izquierdo. No sentí dolor, no, al contrario, sólo una puntada que me subió por la pierna hasta el pecho. Me entrechocaron los dientes, la tetilla izquierda se me paró y los pelitos de la piel se levantaron y ondularon como el pasto de un baldío agitado por el viento de una tormenta de verano. El corazón me dio un salto en el mismo momento en que un rulo de su pelo se me metió por la nariz, me inundó con su olor y estuvo a punto de provocarme un broncoespasmo. Fue ahí que mi respiración se hizo todavía más entrecortada y cuando uno de sus pechos rozó mi brazo, me saqué. La tomé de la cintura y la estrujé. Creo que ella se quejó pero yo seguí adelante y le arranqué el tapado. La busqué en la oscuridad, nos chocamos, la perdí, la encontré. Eso era un verdadero cuerpo a cuerpo, nada de visión a distancia, nada de mirame y no me toqués, sólo caricias, forcejeos, apretadas, gemidos, fugas, recuperaciones, olores, humedades, frío, calor. Sus dedos pellizcándome, mis rodillas subiendo entre sus piernas, las suyas golpeándome los muslos, mi lengua penetrando sus labios apretados, sus quejidos excitándome. Finalmente un espasmo me sacudió, sentí la humedad que empezaba a extenderse por mi calzoncillo justo en el momento en que sus uñas se clavaban en mi espalda desgarrándome la camisa.
Entonces, con un parpadeo vacilante, volvió la luz. Claudia, acurrucada en un rincón, despeinada y tironeando para abajo su minifalda, me miraba con odio mientras yo apretaba entre mis brazos su abrigo de piel de vizcacha.