Entre 1981 y 1983, mientras la dictadura militar instalada el 24 de marzo de 1976 transitaba su última fase, la ciudad de Rosario adquiría una notable visibilidad a escala nacional como escenario de procesos de movilización social y política con distintos actores, demandas y repertorios de acción, pero también como centro y “vidriera” cultural alternativa a la Capital Federal. Estos procesos políticos, sociales y culturales que atravesaron los años de la transición –o de la recuperación democrática– marcaron gran parte de la década y dotaron de ciertas marcas identitarias a la ciudad que mutarían en forma drástica pocos años después cuando, por efectos de una crisis económica de larga data y de profundas transformaciones en la estructura social, económica y urbana que se hicieron evidentes en esa coyuntura, Rosario se convirtió en la localidad con mayor índice de desocupación a nivel nacional y epicentro de los saqueos a supermercados y comercios que acontecieron, por primera vez, en mayo de 1989.

Los años ochenta estuvieron lejos de ser un período uniforme, más bien se trató de una década denotada por la heterogeneidad y jalonada por distintos momentos que expresaban configuraciones político-sociales diversas y también procesos de cambio de corto, mediano o largo plazo. En primer lugar, fue en esos años cuando se produjo el proceso de transición a la democracia, un período difícil de definir en términos temporales al que usualmente se ubica entre los años finales de la más feroz dictadura militar que vivió la Argentina y los del primer gobierno democrático que la sucedió. Se trata entonces de una década bisagra entre dictadura y democracia, en la que se identifican fácilmente unos primeros ochenta todavía dictatoriales y unos ochenta democráticos divididos por una fecha emblemática: el 10 de diciembre de 1983, cuando asumió la presidencia de la Nación el radical Raúl Alfonsín (1983-1989). Pero ni la última etapa de la dictadura militar ni los años del alfonsinismo se muestran homogéneos en sus dinámicas políticas, sociales, económicas o culturales, aunque se trate de lapsos de tiempo no demasiado extensos.

El final de la dictadura fue precedido por un período relativamente extenso de deslegitimación y de crisis político-institucional del gobierno militar, que se volvió terminal hacia 1982. El conflicto con Gran Bretaña por las islas Malvinas entre abril y junio de ese año y la derrota inapelable de las tropas argentinas sumieron al régimen en una debacle, marcando el punto de no retorno que condujo a la salida de las Fuerzas Armadas de los mandos del Estado. Sin embargo, la imagen de un colapso abrupto de la dictadura en la posguerra debe ser en parte relativizada en tanto el poder militar venía siendo socavado por las tensiones y fracturas internas del bloque gobernante –mostrando los síntomas de la crisis o, incluso, del fracaso del proyecto autoritario–, por los efectos de la crisis económica, por la creciente movilización social y por las demandas democráticas de casi todo el espectro político-partidario al menos desde 1980-1981 y, por otro lado, porque los militares se mantuvieron en el gobierno casi un año y medio más y tuvieron amplio margen para definir o incidir en los tiempos y modalidades de su salida del poder.

Las elecciones de 1983 representaron un hito fundamental que marcó no sólo el fin de la dictadura sino también de una época histórica de alternancia entre gobiernos civiles y militares y el inicio de la más larga fase democrática de la historia argentina. A partir de allí se impusieron las reglas del juego democrático, se reconstituyeron las instituciones y los espacios de representación parlamentaria y los partidos políticos se posicionaron en el centro de la escena, transitando con más o menos dificultades procesos de reorganización y reacomodamientos internos –que tuvieron expresiones diferenciadas a escala nacional, provincial y local–, a la par que la intervención en la lucha electoral y por el control gubernamental marcaron el pulso de la recuperación democrática. Sin embargo, y sin minimizar la relevancia de ese proceso de cambio político-institucional, la disociación tajante entre dictadura y democracia se revela inadecuada a la luz de las evidentes continuidades y la persistencia de elementos y procesos iniciados en el contexto dictatorial, entre los que destacan los efectos sociales y políticos de las violaciones a los derechos humanos o la profundidad de la crisis económica, que atravesaron los años del gobierno de Alfonsín y también las décadas posteriores.

El movimiento estudiantil fue clave en los años finales de la dictadura.

Los años ochenta fueron también el momento en que la crisis del capitalismo mundial impactó con contundencia en América Latina y la Argentina. La crisis económica que se había manifestado en los países centrales a mediados de los años setenta con la denominada crisis del petróleo dejó sentir sus efectos en la región hacia 1982, cuando el gobierno mexicano declaró que no podía pagar la deuda externa, abriendo un ciclo recesivo que afectó por entero al subcontinente y definió a los ochenta como la “década perdida”. Así, el complejo contexto internacional no hizo sino agravar los desequilibrios que ya mostraba la economía argentina por efectos de las políticas implementadas por la dictadura. Esta situación marcó los últimos años del régimen militar a la vez que profundizó las protestas antidictatoriales y tuvo una honda incidencia en el rumbo del nuevo gobierno democrático, que heredó una grave situación económica y financiera. Los altos índices inflacionarios, la caída de la producción industrial, la inversión y la demanda y el aumento notable de la deuda con los organismos financieros internacionales, en un contexto donde las políticas económicas ensayadas no variaron sustancialmente respecto de las dictatoriales, contribuyeron al fracaso de los sucesivos planes de los elencos económicos del alfonsinismo.

Los efectos sociales de tales procesos que caracterizaron la situación de la economía nacional e internacional en esos años no fueron menos agobiantes. La caída del nivel de empleo y de la capacidad adquisitiva del salario acicateó las demandas obreras hacia el final de la dictadura –y en particular entre 1982 y 1983– y los conflictos laborales fueron una constante durante toda la década, articulados al proceso de normalización de las direcciones sindicales que se verificó en los primeros años del gobierno de Alfonsín y, sobre todo, al deterioro de la economía que se profundizó a partir de 1985, denotada por el aumento del desempleo y el subempleo y de los índices de pobreza y marginalidad en gran parte del país y, en particular, en algunos grandes núcleos urbanos.

Si los trabajadores y el movimiento sindical fueron actores claves en las movilizaciones del período, otro tanto sucedió con otros movimientos sociales en los años finales de la dictadura y los que siguieron. Indudablemente, uno de los más relevantes fue el movimiento de derechos humanos, que adquirió mayor presencia y visibilidad política hacia el final del gobierno de facto, mientras las autoridades militares sufrían una creciente pérdida de legitimidad a causa de la crisis económica, aparecían más y más evidencias de los crímenes cometidos y los reclamos de los organismos pudieron articularse con otras demandas de la oposición antidictatorial.

La cuestión de las violaciones a los derechos humanos se convirtió en un problema central para el gobierno democrático instalado en diciembre de 1983 y para los que le sucedieron. Tanto por las renovadas demandas del movimiento de derechos humanos –que siguió exigiendo al Estado la aparición con vida de las personas desaparecidas, la liberación de los presos políticos, conocer el destino de los menores apropiados y castigar a los responsables de tales delitos– como por los efectos que generaron en las Fuerzas Armadas las políticas del gobierno de Alfonsín implementadas entre 1983 y 1985. En esos años, Argentina se convirtió en un caso modelo y pionero en el contexto latinoamericano y global con la constitución de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) en 1983, que elaboró el Informe Nunca Más y, sobre todo, con la realización del Juicio a las Juntas militares en 1985, que culminó con la condena de varios de los ex comandantes. Pero, a la vez, generó tensiones, conflictos y fracturas entre el gobierno civil y los militares, que se expresaron en rebeliones y levantamientos –de los denominados “carapintadas”, entre 1987 y 1990–, incidieron en la sanción de las leyes de impunidad y postergaron la penalización de los crímenes cometidos por las Fuerzas Armadas y de seguridad.

Uno de los rasgos que denotaron los primeros años de la pos- dictadura –la denominada “primavera democrática”– fueron las expectativas depositadas en el proceso que se iniciaba, que se tradujo en la elevada participación política de la ciudadanía, las afiliaciones masivas a los partidos políticos, la altísima participación electoral y la presencia en actos y concentraciones, que beneficiaron funda- mentalmente a los dos grandes partidos mayoritarios. Pero también alcanzaron a organizaciones más pequeñas de la izquierda y la centroizquierda, que aumentaron su influencia en algunos ámbitos y lugares del país, y fueron parte o impulsaron originales experiencias sociales, políticas y culturales.

Por su parte, fue un período de activación de los trabajadores y el movimiento obrero, así como de los denominados nuevos movimientos sociales cuyo arquetipo fue, sin dudas, el organizado en torno a la defensa de los derechos humanos; pero también deben incluirse los movimientos barriales o vecinales, el movimiento de mujeres y los movimientos juveniles, actores políticos novedosos que se organizaban y movilizaban por efectos de las políticas y estrategias impuestas por el régimen militar y aparecían como alternativas a los modos tradicionales de representación política y corporativa.

El movimiento estudiantil fue un actor clave entre los años finales de la dictadura y la “primavera democrática”, participando intensamente en las protestas antidictatoriales y en los reacomodamientos de una universidad en transición. A la vez, era expresión de procesos más amplios de movilización y politización de las y los jóvenes, de configuración de culturas juveniles, específicos ámbitos de sociabilidad y consumos culturales que definieron ciertos modos de ser jóvenes en esos años. Durante el período de la transición democrática surgieron grupos y organizaciones de mujeres en particular en las grandes ciudades del país, que convergieron en la conformación de un movimiento feminista cada vez más potente con objetivos, programas y repertorios de acción muy diversos que, entre otras cuestiones, demandaron leyes y políticas estatales específicas (la patria potestad compartida, el divorcio vincular, el fin del servicio militar obligatorio) y derechos para las mujeres en el ámbito público y privado. Esto se convirtió en parte de la agenda estatal durante la primera década democrática, cuando surgieron una serie de espacios vinculados a los derechos de las mujeres en distintas órbitas gubernamentales, en los que participaron grupos y mujeres feministas, aunque ello no excluyó la existencia de tensiones y conflictos.

Como se ha planteado, en el escenario de la transición se verificaron otros procesos socio-culturales que yuxtaponían elementos autoritarios con los nuevos aires de libertad y democracia, una de cuyas expresiones fue el denominado “destape”. La exhibición y la represión de la sexualidad –con manifestaciones contradictorias en ámbitos públicos y privados– representó una de las marcas de esa década. Por otra parte, fue un momento de organización y visibilización de colectivos LGTB, que denunciaron la represión estatal y las restricciones legales y reclamaron por sus derechos, en un contexto donde en los discursos públicos y las conductas individuales prevalecían los valores conservadores y los estereotipos y, además, recrudecían las prácticas represivas policiales sobre estos grupos.

Finalmente, y sin pretender agotar la problemática, en los ochenta también se registraron particulares articulaciones entre el campo cultural y el proceso de democratización, que incluyeron experiencias artístico-culturales con contenidos críticos o disidentes respecto del gobierno militar en el teatro o las artes plásticas –con vínculos con el ámbito de los derechos humanos o las izquierdas– hasta expresiones de las culturas juveniles como el rock nacional. Por otra parte, ya con el gobierno democrático en el poder, se diseñaron políticas públicas y actividades culturales en nuevos y viejos espacios donde las y los artistas tuvieron una activa presencia, en una agenda que buscó acercarse a otros ámbitos y sectores sociales. Todos estos elementos y procesos describen con elocuencia las características de los años ochenta, una década diversa marcada por la dictadura y sus efectos o correlatos políticos, sociales, económicos e ideológico-culturales a la vez que, y en la misma temporalidad, se desplegaba el momento inaugural del ciclo democrático denotado por las fervorosas esperanzas de cambio, las demandas democratizadoras y la activación de diversos grupos y sectores sociales y políticos. Sin embargo, esto no duraría demasiado. Para la segunda mitad de los ochenta muchos elementos que habían caracterizado a la “primavera democrática” y a la cultura política de la transición habían desaparecido. Las expectativas abiertas por el proceso de democratización se desvanecieron por la conjunción de varios factores: el avance de las Fuerzas Armadas y el retroceso en las políticas de derechos humanos, así como por los efectos devastadores de la crisis económica, dando paso a un clima de desencanto y derechización creciente que se consolidó hacia 1989-1990 y atravesó la década siguiente.

Ahora bien, ¿hubo unos ochenta específicamente rosarinos? ¿Puede sostenerse que hubo manifestaciones o expresiones propias o particulares de ese tiempo histórico en esta ciudad que la diferencian de otros espacios a escala nacional?  Aquí postulamos que así fue, que los procesos sociales, políticos y culturales que caracterizaron al período se expresaron diferencialmente a escala local –como sucedió en el caso de Rosario– y que, adicionalmente, el estudio de este ámbito específico constituye una privilegiada vía de acceso al análisis y comprensión de algunas de las características que denotaron la recuperación democrática en la Argentina, tanto como de las singularidades que se manifestaron en este espacio.

Con este objetivo, Mariana Ponisio y Joaquín Baeza Belda analizan las dinámicas de la política municipal en la posdictadura y la dificultosa recuperación de la institucionalidad democrática, sus principales actores (institucionales, político-partidarios, sindicales), sus conflictos y debates, así como la implementación de políticas públicas que contribuyeron a definir un perfil distintivo de la ciudad en esos años y los que siguieron. Por su parte, Ma. Alicia Divinzenso se vale de reseñar la crítica coyuntura de 1986 –con las dramáticas inundaciones que se registraron en algunos barrios de la ciudad– para avanzar en una reconstrucción de las complejas relaciones entre civiles y militares y en el rol de las Fuerzas Armadas en los ochenta democráticos, atravesadas por el problema de las violaciones a los derechos humanos y los vaivenes de la política gubernamental en la materia. Ese es el tema sobre el que también indaga Marianela Scocco en su capítulo, ahora a través de la perspectiva de un movimiento social clave de los años de la transición: el organizado en torno a la defensa de los derechos humanos, historizando su particular composición en Rosario durante los años ochenta, sus demandas y sus repertorios de acción, en una época de avances y retrocesos en la investigación y penalización de los delitos de lesa humanidad por parte del Estado argentino.

Como lo muestran los capítulos que siguen, además de la evidente centralidad de los partidos políticos mayoritarios, las Fuerzas Armadas y el movimiento de derechos humanos, a lo largo de esa década que cabalga entre el final de la dictadura y los primeros años de la democracia también intervinieron otros actores y movimientos políticos y sociales. Victoria Bona y Rodrigo López se ocupan de uno de los aspectos menos explorados del panorama político de los ochenta, el que refiere a las fuerzas de la izquierda, analizando dos de sus expresiones más influyentes (el PCA y el MAS) y su actuación en distintos frentes y espacios. En su texto, Sabrina Grimi pone el foco en otro actor relevante del período de la transición a la democracia, el movimiento estudiantil universitario, en una reconstrucción que registra sus modalidades de acción y organización hacia el final del gobierno militar y durante el período de la normalización, así como las transformaciones en el sistema universitario, sin descuidar el rol cumplido por las autoridades y otros integrantes de la comunidad universitaria. Por su parte, Desiree Restovich y Agustina Kresic indagan en un tema novedoso en la historia y las memorias locales: el del movimiento LGTB, sus organizaciones y acciones y las relaciones con el Estado y sus agentes, reconociendo momentos y estrategias que fueron desde el control y la represión de los comportamientos y ámbitos de sociabilidad de las disidencias sexuales hasta la definición de específicas políticas públicas de salud con la emergencia de la denominada crisis del VIH-SIDA.

Los últimos dos trabajos se centran en el campo artístico y cultural rosarino, articulándose de modos diversos con algunos temas y aspectos analizados en otros capítulos del libro. El estudio de Laura Luciani se ocupa de las y los jóvenes de los ochenta –entre quienes había estudiantes universitarios y/o militantes de distintos espacios–, las culturas juveniles y sus consumos culturales, en este caso vinculados con el rock. Como muestra la autora, ese fue el período en el que el rock se convierte en un fenómeno masivo, asume diversos contenidos y alcances a medida que avanza la década, articulándose no sólo con los hábitos y gustos juveniles sino también con el mercado. Para cerrar, el texto de Mariana Bortolotti se adentra en la relación entre arte, política y derechos humanos en una década atravesada por la problemática de los crímenes cometidos por las Fuerzas Armadas y de seguridad en los años de la dictadura y sus efectos individuales y sociales, analizando en algunas coyunturas las obras de un conjunto de artistas locales que vincularon sus acciones y producciones a las demandas del movimiento de derechos humanos.

 

 

 

Así, cada capítulo explora una temática y a un conjunto de actores sociales, políticos y culturales, en una temporalidad variable que recorre distintas coyunturas y se correlaciona con sus dinámicas de acción y los específicos procesos que protagonizan mostrando, una alternancia de pequeñas transiciones con dinámicas propias que acontecieron en el marco del proceso más amplio de transición a la democracia. En esta polifonía de actores y procesos analizados, la unidad de sentido está dada por la mirada en profundidad sobre Rosario –sin perder de vista sus articulaciones con lo nacional y lo global– y por el análisis de los años ochenta como época histórica, un momento complejo y contradictorio de nuestra historia reciente sobre el que todavía hay mucho para decir.

* Compiladora del libro editado por Homo Sapiens. Doctora en Historia por la Universidad Nacional de Rosario (UNR), profesora titular de Historia Latinoamericana Contemporánea en la UNR e investigadora principal del Conicet.  El libro se presenta el martes 10 a las 19 en Museo Estevez, San Lorenzo 753. Participarán Águila, el editor Perico Pérez y los periodistas Horacio Vargas y Patricia Dibert.