Roza el delirio que Roger Waters sea sospechado de antisemita. No se pide demasiado. Apenas un vuelito sobre su obra, en especial la excelsa triada que conecta Animals, The Wall y The Final Cut arroja palmariamente lo contrario: un alegato profundo y humano desde lo desgarrado, desde la pretensión estética de exorcizar demonios a través del arte. Da una mezcla de pena y risa que los acusadores desconozcan –pongamos que sea así- el uso de herramientas simbólicas en la creación artística que en general denotan exactamente lo contrario de lo que muestran. Increíble tener que explicar esto, a estas alturas.

Mucho más increíble aún resulta tirarle vueltos al hombre por su posición respecto de la OTAN; del papel corrosivo de Estados Unidos en el orbe mundial; o de la causa Palestina –porque por aquí parece que viene la cosa- y las recurrentes violaciones a los Derechos Humanos que el Estado de Israel provoca en esa sufrida Nación de Medio Oriente. Denunciarlas, como hace él, es justamente lo contrario a lo que se le endilga, porque también está puteando por elevación –quien quiera oír que oiga- al Holocausto, la masacre armenia, la conquista de América, Hiroshima, o cualquier tipo de violencia masiva que haya conmovido los cimientos de la humanidad. Casi sobra evocar que fue él quien le puso música a la caída del muro de Berlín, a través del memorable concierto de julio de 1990. El que logró el milagro de reunir a Pink Floyd para el Live 8, contra el hambre -provocado por el mundo occidental- en África. O que, más cerca nuestro y en sintonía con su corte final, fue artífice clave ante el gobierno inglés y los organismos internacionales para que se reconozcan los soldados argentinos caídos, en el cementerio de Malvinas.

Pues bien. Es imperioso que Roger -que además sufrió en carne propia porque la guerra nazi le sacó a su padre- salga a contestar con argumentos sólidos estos arrebatos con tufillo a opereta. Después de todo, es lo que pasa cuando se toman posturas políticas desde altares musicales. Pero más imperioso aún es que conteste con música, porque de ahí parte todo, pues. De alguna forma, ya lo hizo Is This the Life We Really Want? –su último disco- mediante, pero ahora insiste a través de una versión reimaginada (Roger dixit) del Lado Oscuro de la Luna, obra cumbre de los Floyd que acaba de cumplir 50 años, sin que el tiempo haya carcomido un ápice de su esplendor. Bajo el nombre de The Dark side of the Moon Redux y bienvenida por Nick Mason pero no por David Gilmour -únicos sobrevivientes de Floyd, además de Roger-, las huestes floydianas pueden escuchar desde este viernes su versión completa, tras un derrotero de singles que fueron viendo la luz mes a mes.

Al nudo, entonces. Al otro lado, del lado oscuro de la luna: una sensación de extrañamiento emana y sorprende ante la primera escucha completa. No para reconocerlo, porque lógicamente conserva sus patrones de estructura originales, pero sí para meterse en su justa aura reimaginada, que amerita entonces un par de escuchas. Las que sean necesarias, incluso, porque la obra va mutando paulatinamente de extraña a épica, y de épica a preciosa, por este sendero. Las diferencias con su original se van matizando misteriosamente, y las distancias –en primera instancia gruesas- se afinan un poco. Lo justo y necesario. Se concentran en una atmósfera más austera, intima, en la que los efectos sonoros que antaño descolocaban sentidos, ahora suenan más tenues, reflexivos, compañeros del viejo Roger, que ya tiene 80, y que casi no canta. Recita. “"Los recuerdos de un hombre en la vejez son los actos de un hombre en la flor de la vida", se le escucha narrar en “Speak to me”, dominado por una abrumadora atmósfera, muy amiga de su último disco, y con los latidos del corazón que le dieron luz, latiendo más lento. Anticipando el clímax de “Breathe”, donde la música respira amplia, acústica, calma… y se mezcla con una voz rocosa que sumerge al clásico en un estado onírico, del que apenas –pero apenas, nomás- logra salirse en “On the Run”.

Se extraña en esta pieza el frenesí maquinal, la furia instrumental de aquella gema en estado puro, porque Waters parece tener la necesidad de acercarse desde un más allá “menos” musical. Lo que antes era sangre y catarsis, ahora es un hombre experto, hablando con una instrumentación bastante más silenciosa y sutil, detrás. “David, Rick, Nick y yo éramos muy jóvenes cuando creamos Dark side… y, si observamos el mundo que nos rodea, está claro que el mensaje no ha cuajado. Por eso, empecé a considerar lo que la sabiduría de una persona de 80 años podría aportar a una versión reimaginada”, dijo Roger, ante la concreción de la obra que, además de su edición en Cd y en plataformas digitales, tiene un plus de luxe en vinilo: una composición adicional de trece minutos, inspirada en la regrabación del disco.

La austeridad, lógicamente dentro de los límites que la obra permite, repite en “Time”, donde la alarma perturbadora y las campanadas estridentes ya no están, y su inexistencia sumerge en un estadio intermedio entre el sueño y la vigilia. Es de las más logradas, por profundidad y belleza… pierde en voltios pero gana en temple. Y prevé cuál será la intención del bajista en “The Great Gig in the Sky”, quizá la más distante de su original por un motivo axial: no está Clare Torry. Ahora el voceo es extraño. Pervive lo etéreo, pero en otro cielo, y con la voz de Roger interviniendo… una letra la altera. La saca de su cosmos. La incomoda, al igual que la ausencia de aquel saxo crudo de Dick Parry en “Money”, y de las monedas tintineando en un cuenco, aristas centrales de la versión original. Es de las que menos puede rastrearse, a excepción de su patrón rítmico. Un piano oscuro, ciertamente tenebroso, la domina en una clave que acerca más bien –y excepcionalmente- al primer Floyd sin Barrett, el de Ummagumma y A saucerful of secrets.

Como si buscara equilibrar en esta balanza entre ayer y hoy, Roger depositó en “Us and Them” la pretensión de fidelizar el pasado. Es de hecho este clásico -que habría que hacerle escuchar a sus críticos ideológicos, de paso- el que, aún pese a la ausencia nodal de Rick Wright, conecta con la nostalgia y mete en ese plan, del que pronto se sale con “Any Colour You Like”. Esta pieza pierde su fuerza psicodélica primitiva, dinámica, en nombre de un concepto radicalmente diferente, motorizada en parte por el bajo de Waters, mientras que la díada que cierra (“Brain Damage” + “Eclipse”) vuelve las cosas al principio porque, si hay algo que el remozado Dark Side of the moon mantiene de su esencia es justamente su rasgo cicloidal. Inacabable.