Gran parte del pueblo norteamericano está actuando a partir de una sorda y creciente desesperación, producto de la encerrona en la que lo está acorralando su propio sistema de vida. Su reciente conducta electoral es suficiente síntoma.
Llegaron a las elecciones con candidatos que no los enamoraban y terminaron instalando un presidente burdo, estrafalario, imprevisible y peligroso. Una de las tantas paradojas que dispara esta situación es que se supone que quien reivindicará a los trabajadores pobres y desocupados será un multimillonario ultraderechista, ególatra e individualista, al que nunca se supo que le interesaran los pobres. Aunque quizás sea cierto, porque se supone –aunque no se dice– que salvaría a esos americanos que están sin trabajo ni salario, perjudicando a los trabajadores de los países más pobres y periféricos. Es sabido que EE.UU., cuando se encuentra en aprietos, exporta sus lacras a las naciones más débiles.
El americano común sabe que EE.UU., la potencia N°1 del planeta, cuenta hoy con 40 millones de pobres y que él, de la noche a la mañana, sorpresivamente, puede ingresar en ese ejército. También sabe que con la crisis de las sub-prime nueve millones de familias perdieron sus viviendas (y no olvida que esa fue una estafa gigantesca pergeñada por los grandes bancos, aquellos que supieron simbolizar un mundo severo de levita y galeras negras, que fuera otrora tan sólido, confiable y admirado). Sabe que el 4 por ciento hiper-privilegiado de la población dispone del 78 por ciento de los bienes, riquezas e ingresos del país, y el 96 por ciento restante debe repartirse el 22 por ciento.
Además, viven obsesionados por las deslocalizaciones, que es la fuga de fábricas y empresas a geografías muy lejanas en busca de bajos salarios. En quince años 49.700 empresas migraron a Asia con ese criterio. Aprendieron también cómo las amenazas de deslocalizaciones ponen de rodillas a sus sindicatos obreros, y así ya no tienen reivindicación que negociar ni derecho que defender. Saben que los norteamericanos que trabajan en “servicios” (por ejemplo cajera de supermercado) festejan y se sienten a salvo porque ese, su supermercado, no se mudará a Bangladesh o Indonesia. Pero los desocupados de otras deslocalizaciones, más temprano que tarde, golpearán las puertas de ese supermercado para ofrecerse por menor salario, y ella –aún sin deslocalización– terminará igual perdiendo su sueldo o, en el mejor de los casos, se lo bajarán.
  EE.UU. fue el dueño del mundo durante 150 años y ni qué hablar de los últimos 50 años del siglo XX. Hacían lo que querían, se entrometieron groseramente en la vida privada e interna de todos los países, escudados y autojustificados en la abyecta idea del Destino Manifiesto (la Divina Providencia habría decidido que los yanquis –debido a sus increíbles virtudes WASP– guiarían a todos los pueblos del mundo por la buena senda). Esa fantasía de la propia supremacía, hoy hace más conflictiva y dolorosa esta larga y lenta decadencia. Lenta sí, no olvidemos que se han refugiado en un poderío militar infinito que, si bien no garantiza la eternización de su reinado, les asegura tener aterrorizado y extorsionado al planeta por un tiempo más.
Los sectores más cultos y honestos de EE.UU., no dispuestos a autoengañarse, registran que son la sociedad con más desequilibrados que salen a matar gente a tiros y al azar, con más consumo de cocaína, barbitúricos, tranquilizantes y estimulantes per cápita, con más obesos cada 100.000 hab., con más gente encerrada en calabozos (2.400.000, 40 por ciento de negros, siendo que son el 6 por ciento de la población), con asesinatos arbitrarios de negros por policías que no reciben condena y son aprobados secretamente por vastos sectores de la población. También registran indicios más sutiles: que hoy, la miserable China de hace apenas 50 años es la locomotora del mundo o, por ejemplo, que General Electric, esa compañía tan querida, fundada por Tomás Alva Edison, que produjo con orgullo durante décadas desde satélites espaciales o turbinas para grandes aeronaves hasta secadores de pelo, ha decidido dejar de producir y dedicarse a la especulación financiera. Siguen cobrando derechos sobre patentes que todavía no vencieron, pero se gana más desde los asépticos despachos de Wall Street, concibiendo maquiavélicos aprietes sobre deudas reales o ficticias de los 150 países más pobres que hay en el mundo. Sin fabricar nada y sin miles de obreros e ingenieros en aquellas sucias fábricas, enormes y ruidosas.
EE.UU. siente la amenaza. Puede deberse al fin de su reinado, al ocaso del capitalismo o a la decadencia de Occidente.
Los sujetos intimidados o asustados –sean países, imperios, o personas– se atrincheran y potencian sus aspectos más reaccionarios, o buscan escapatorias tomando decisiones extravagantes. Bajo estos dos esquemas se debe interpretar hoy al pueblo norteamericano eligiendo a Donald Trump.
  Pasar de golpe de un presidente negro a un fanático racista, habla de cierto desequilibrio de una sociedad.
  Los americanos que se interesan en la historia universal hoy sienten escalofríos cuando llegan a la caída del Imperio Romano en el siglo IV de nuestra era.
  Eran la única superpotencia hegemónica del mundo en ese momento, su brecha entre ricos y pobres se ensanchaba de manera alarmante, las autoridades se elegían sólo entre los más poderosos, el presupuesto militar era impresionante y mantenerlo empobrecía al país, intentaban fortalecer al Imperio con permanentes guerras de conquista y saqueo de las riquezas de otros pueblos, instalaban costosas bases militares en territorios lejanos, distraían de ese derrumbe entreteniendo a la gente con circo y arrojando cristianos a los leones, cambiaron un ejército formado por hombres del pueblo por la contratación de mercenarios, los indocumentados podían ganar la ciudadanía romana a cambio de ir a las guerras, etc, etc. Es comprensible que el actual ciudadano americano que estudia la historia sienta escalofríos.

* Miembro de IDEAL, Instituto de Estudios de América Latina.