Sólo le pido a Dios
que la guerra no me sea indiferente
es un monstruo grande y pisa fuerte
toda la pobre inocencia de la gente.

León Gieco, “Sólo le pido a Dios” (1980).

No va a ganar Javier Milucha. Va a salir tercero, detrás de “¡Hasta la victoria y Massa ya!” y el voto en blanco y radiante de aquellos y aquellas que, siendo probablemente antiperonistas, guardan en sus neuronas algo de la más maravillosa música, que vendría a ser la democracia, la república y, si vamos un poco más lejos, la vida tal como la conocemos, con sus cosas malas y sus pasteles de papa maravillosos (y el amor, la música, el sexo, el humor, la amistad, el escrabel, el cine, el fútbol, los hijos, la fugazzeta, los knishes, las miradas, el psicoanálisis, y ¡sepa el pueblo ampliar mi lista!).

Cuando digo que “no va a ganar”, no me baso en ninguna encuesta (en las que no creo, como tampoco creo en las estadísticas para nada vinculadas a la singularidad de las personas). Tampoco me lo dice mi hija preadolescente (que no tengo), ni mi perro muerto (que tampoco). Sí me lo dice mi percepción de la vida cotidiana, la de la calle, la del día.

No va a ganar, porque no puede ganar. Es imposible, salvo que todo esto sea una novela distópica de ciencia ficción. Pero en caso de que lo sea, se trataría de una de un autor muy malo, que no sabe cómo terminarla, que se quedó sin argumentos, entonces hace que “esto” gane las elecciones, asuma el gobierno y nos lleve a todos a la destrucción final. ¿Vieron que en las novelas, o en las series muy malas, cuando no saben cómo terminarlas, hacen que pase una catástrofe y los maten a todos, aunque si después deciden hacer otra temporada, algunos "resucitan”? Bueno, eso.

Habría que avisarle al autor que esa novela no la va a publicar ninguna editorial seria o prestigiosa, que la va a tener que bancar por sus propios medios. ¡Ah, no, parece que Mauricio se ofreció a bancarla, con un crédito del FMI, que “¿adivinen quién termina pagándolo?".

Me atrevo a espoilearles esa novela, porque espero que jamás ocurra. En verdad, si llegara a las librerías, más que de ciencia ficción, sería de terror, pero no de ese que hace furor entre les adolexcéntricos, sino de ese que de verdad no te deja dormir.

El peor de los miedos, el miedo de todos los miedos (que así se titula esta columna) es que el “dead dog's man” nos meta en una guerra. Puede inventar una, contra algún país vecino, hermano, que de pronto se niegue a venderle “alimento para perros muertos” bajo la ridícula excusa de que tal cosa no existe. O bien, meternos en una de las que ya hay. En ese sentido, el mundo tiene varias ofertas. Al menos, en Europa Oriental o en Medio Oriente ya hay. Podría tentar a nuestros adolescentes con sueldos en dólares (que jamás llegarían a cobrar, eso los nefastos de siempre lo saben muy bien), con consignas tipo: “Viví en la vida real el videojuego que tanto te gusta, "Doom Kaput Day” (o sea, “el día de la destrucción final”); hay premios para los que sobrevivan, sin avatares”.

¿Cómo se me ocurre plantear una tesis semejante? Simplemente porque ya lo han hecho, Los poderosos de aquí y de afuera, cuando ya no saben qué hacer, hacen guerras. Aquí, la dictadura hizo tres, a falta de una. Primero, “la guerra contra la subversión”; después, “la guerra con Chile” (felizmente abortada por la mediación papal –perdón por decir que “el papa abortó”, pero no creo que ningún creyente en serio esté en contra de abortar una guerra fratricida–). Finalmente, "Malvinas". Reivindiquemos las Malvinas ayer, hoy y siempre, no las regalemos, no las cambiemos por vacunas, pero, plis, lo de Galtieri fue otra cosa. Fue el último intento de la dictadura para sobrevivir. Si no fuera así, el 3 de abril (un día después), las tropas argentinas se retiraban de las islas y se iniciaba la negociación diplomática por la soberanía. No sé si se hubiera ganado, pero seguro teníamos más chances, y menos vidas destruidas.

El menemato nos mandó a una guerra (apoyo logístico) contra Irak y recibió la destrucción de la Embajada de Israel (1992) y la de AMIA (1994) mientras “gozábamos” del 1 a 1 (¿o debería decir "del 1 a 10.000"?).

El Maurífice no tuvo tiempo de meternos en ninguna guerra. Capaz que si lo reelegían… Pero igual habló de una conspiración mapu-venezo-iraquí-alfacentaurina a través de su ministra de asuntos represivos, casualmente, Patri. ¡Ah, y de la guerra al narcotráfico, que..., bueno, pasaron cosas, esa te la debo, no pudimos lograr un logro…!

No es la Argentina el único país donde los gobiernos fuera de quicio tratan de zafar con guerras. Cualquier mirada rápida al mapamundi nos puede mostrar a gobernantes un tanto ultraderechosos “en guerra”, real o imaginaria, pero guerra al fin.

¿Cómo se zafa de eso? Antes que nada, sabiéndolo. El problema es que la historia tiene profundidad, y recorrerla y conocerla lleva tiempo. Implica leer. Implica escuchar. No es “instantánea”. Y eso, al parecer, es vintage. OK, pero es la manera. Saber lo que ya pasó, para que no vuelva a pasar. Y si no…, bueno, como decía mi abuela: "En la guerra, todos pierden”.

Sugiero acompañar esta columna con el video “Pelotuditis”, de Rudy-Sanz. Escrito durante la cuarentena, mantiene una vigencia que inquieta: