Cuando faltan todavía algunas horas para que Sergio Massa y Javier Milei disputen el favor de los abstencionistas e indecisos, se ha hecho visible que otra Argentina emergió más allá de las bambalinas.

El debate, qué duda cabe, definirá el último tramo de la contienda, la recta final en la que aún se pueden esperar zancadillas de la ultraderecha, condensada en dos figuras abisales como Milei y Macri, que además cuenta con operadores capaces de todo. Pero por fuera de la dinámica propia de los candidatos y de sus respectivos entornos, ese mismo debate entre dos modelos de país ha venido adquiriendo la impronta original de las voces anónimas y de no pocas instituciones de la sociedad civil alejadas por completo de lo partidario.

Los clubes que revistan en diversas categorías del fútbol profesional y la caminata multitudinaria por la avenida Corrientes con gentes de las artes, el periodismo, la ciencia y la universidad son una muestra de que la lucha en defensa de la democracia ha saltado la barrera parlamentaria y del circuito de los partidos políticos.

A su vez, y sobre todo en los últimos días, un coro de voces que hasta hace poco eran ignotas, comenzó a notarse en las redes pero -y aquí la novedad- a partir de su presencia en la vía pública. Convertido en emblema, el discurso pronunciado en el subte por una hija de desaparecidos por la dictadura genocida estableció, con las coordenadas dramáticas de su alocución a los pasajeros, los parámetros de la disputa que atraviesa a la sociedad actual. Ganar el espacio público y protagonizar en soledad desde ahí una diatriba contra la ultraderecha requiere algo más que coraje físico. La brutalidad del mensaje protofascista que encarna la simbiosis entre Milei y Macri ha despertado un coraje moral que le ha restituido, a una parte de la ciudadanía al menos, su condición de protagonista, esto es, de un actor cívico que no delega en las superestructuras la defensa de la democracia.

Por cierto, esta clase de protagonismos individuales, sin otra coraza que la propia indignación y espanto a lo que podría sobrevenir con un triunfo de la pequeña gran derecha argentina, en nada desmerece las intervenciones colectivas. Sin ir muy lejos, hoy mismo, poco antes del debate presidencial, las y los trabajadores científicos del CONICET nucleados en ATE harán un festival musical en el Parque Lezama que le dará marco a un panel en el que, entre otros, hablarán Adriana Serquis, presidenta de la Comisión Nacional de Energía Atómica y Eduardo Dvorkin, gerente general de Y-TEC. La consigna en este caso es tan sencilla como elocuente: “No nos da lo mismo: Democracia o Fascismo”. Pero es imprescindible poner de relieve la determinación ciudadana que impulsa, en estas horas cruciales, a individuos que salen al espacio público y hacen de éste un ágora esperanzadora.

En la víspera, quien esto escribe ha sido un testigo privilegiado de cómo un hombre, con 79 años de edad, jubilado y con más de 50 en el ejercicio de la medicina, se preparaba para hablar en el subte, envalentonado y conmovido por el ejemplo inconmensurable de aquella hija de desaparecidos. ¿Qué quería decir? Huérfano de padre cuando era un preadolescente, criado en una vieja casona próxima al por entonces ruidoso y activo Mercado de Abasto, hubo de trabajar tempranamente para contribuir a la economía familiar y sostener sus estudios en la Facultad de Medicina. En este punto de su relato, el hombre enfatiza que se trata de la universidad pública, que él estudió y se formó en la enseñanza pública y que, gracias a eso, llegó a ser el jefe de su especialidad en un hospital también público. Luego, cuando informa que tras la jubilación fue a trabajar como docente en la primera carrera de Medicina que se abrió en una universidad nacional del conurbano bonaerense, La Matanza, descubrió que sus alumnos y alumnas eran, al igual que él en su época de estudiante, primera generación universitaria de familias pobres. El hombre, que a esa altura se deja llevar por su emoción, dice que esos alumnos, recién recibidos cuando estalló la pandemia, recibieron su bautismo de fuego atendiendo a miles de semejantes en las guardias de los hospitales públicos de la región. Pobres atendiendo a pobres, dice con orgullo, y graduados de médicos y médicas gracias a que el Estado fundó esas nuevas universidades en el conurbano. Por eso, concluye, sólo les pide a los pasajeros una sola cosa: “Milei no, por favor”.

Es claro que si uno, transportado por la simpatía que despiertan estas experiencias ciudadanas, ignorara que las encuestas previas al debate, casas más casas menos, arrojan como resultado un empate técnico, podría caer en la necedad de subestimar a los enterradores de la Argentina soberana. Pero aquí no se trata ni pura ni exclusivamente de simpatía, como tampoco de subestimación. Lo que ocurre es otra cosa. El hondo dramatismo que encierra la posibilidad de que desaparezca el horizonte de época -inaugurado hace setenta y ocho años con aquel histórico 17 de Octubre- ha venido a parir a un sujeto político que, por distintos motivos, no existió desde los albores del presente siglo.

Quizás las encuestas por una cuestión metodológica no lo vean y, desde luego, los medios hegemónicos lo oculten por otros motivos, pero ese individuo ha nacido acunado por el estrépito de la motosierra y los ladridos de una jauría clonada. No estaba, no estuvo durante las últimas dos décadas, porque una parte significativa de la sociedad delegó en la superestructura política la agenda del bien común. Los años de la imposición neoliberal, prohijada en los campos clandestinos de detención y exterminio, el final anticipado del primer gobierno democrático tras la dictadura, el transformismo de los grandes grupos económicos actuado por el menemato, la masacre del gobierno de la Alianza con su caída en diciembre de 2001, configuraron, en su conjunto, el telón de fondo de una suerte de fatiga cívica que encontró en los gobiernos kirchneristas un bálsamo esperanzador. Es verdad: hubo plazas multitudinarias y demostraciones de fervor popular como en la celebración del Bicentenario y de grave pesar masivo por la muerte de Néstor Kirchner, pero la iniciativa ciudadana, aquella que por sí y ante sí va de la calle al palacio, no fue relevante. Por el contrario, los sectores populares tendieron mucho más a esperar el tránsito inverso que a acometer la tarea de construir programática y políticamente el calendario del interés público y el bien común.

Ahora, en cambio, la presencia ominosa del abismo hace brotar aquellas fuerzas que la experiencia terrorífica de la pandemia parecía haber anulado para siempre. En el fragor de la disputa electoral estas fuerzas, incluso, hasta parecen minúsculas. Sin embargo, es imprescindible aferrarse a ellas, a su vitalidad, al efecto multiplicador que trae aparejada su presencia en el espacio público porque allí, en el ejemplo de que es posible la acción ciudadana, reside la esperanza democrática de una alternativa al fascismo en ciernes.

No es ocioso ni gratuito afirmar que, sea cual fuere el resultado del debate presidencial -y aún el de las próximas elecciones- la emergencia de esta renovada conciencia ciudadana es también la única opción para afrontar los desafíos de la dura realidad de los próximos años.