Dimensión. (del latín dimensio, -onis) 1. Aspecto o faceta de algo / 2. Medida de una magnitud en una determinada dirección / 3. Fís. Cada una de las magnitudes que fijan la posición de un punto en un espacio. / 4. Fís. Cada una de las magnitudes fundamentales, tiempo, longitud, masa y carga eléctrica, con que se expresa una variable física. / 5. Mús. Medida de los compases.

Aunque no lo parezca, de modo hasta inconsciente, vivimos determinados, regidos por las dimensiones. El vagón de subte que parece espaciosamente cómodo a las nueve de la noche se convierte en un habitáculo comprimido hasta lo imposible a las ocho de la mañana. Quizá uno de los momentos de mayor desamparo del ser humano es cuando por primera vez medita seriamente sobre eso de la vastedad del universo y lo poca cosa que somos, hormiguitas caminando un terrón colgado en una dimensión inasequible.

Pero no es esta la sección de Ciencia, por lo que cabe más bien desvariar sobre ese asunto de las dimensiones en juego con las artes. Quien visita el Louvre suele quedarse sorprendido ante la comprobación de que una obra mayúscula como La Gioconda es en realidad un cuadrito de 77 centímetros por 53. No muy lejos de esa sala tan célebre, La balsa de la Medusa de Théodore Géricault, que inspiró 18 páginas deliciosas de Julian Barnes en Una historia del mundo en diez capítulos y medio, no alardea demasiado a pesar de sus 7,16 por 4,91 metros. A Leonardo Da Vinci su retrato de la semisonrisa de Lisa Gherardini le llevó 16 años. Tres siglos después, Géricault liquidó su monumental faena en doce meses. Salvo que exista algún interés especial, el visitante del museo invierte apenas unos minutos frente a La Gioconda: se cumple el ritual de estar frente una de las obras más celebres de la cultura universal –siempre en compañía de una pequeña multitud– y no hay mucho más para hacer, es imposible acercarse a menos de dos metros, el cuadro está protegido tras un vidrio y hay tanto para ver en París. Frente a La balsa de la Medusa se podría estar una hora entera.

Robert Fripp escribió una vez que “la música siempre está ahí, aunque no haya nadie para tocarla ni para escucharla”. Algo similar puede decirse de las dimensiones, que regulan nuestros andares aunque no pensemos en ellas. Hace algunos años, Adrián Paenza señaló en una de sus contratapas de PáginaI12 que en realidad todos somos matemáticos instintivos, que en el mero acto de cruzar la calle estamos realizando un complejo cálculo con los factores de velocidad y distancia de los autos que vienen y la nuestra, el espacio a recorrer antes de un impacto y esas cosas. Para quienes siempre tuvieron problemitas con los números es un concepto reconfortante. Pero nuestro instinto también deforma las variables: hay incontables casos de conciertos realizados en espacios de mínimas dimensiones que produjeron un impacto emocional de gran magnitud. Suele hacerse una bandera del “yo los vi cuando éramos treinta”, dándole un curioso valor a la azarosa combinación que llevó a una persona a simplemente estar un día y una hora precisos en un lugar determinado. No importa si el show fue bueno o malo, o cuánto se recuerde de eso: el item “Redonditos de Ricota en La Esquina del Sol”, por ejemplo, ha adquirido una dimensión mítica, tanto que al realizar la suma de quienes dicen haber estado allí resulta que, bueno, los Redondos nunca tocaron para treinta personas. O que la del Sol era una esquina de muy grandes dimensiones.

La trayectoria de Patricio Rey, del pub barrial a los estadios de fútbol, impulsó a miles de pibes a colgarse una guitarra. Por las dimensiones de su impacto popular pero, claro y sobre todo, por su estatura artística: es por eso que pueden encontrarse ejemplos de quienes cumplen con lo primero pero tienen sus falencias en lo segundo. Y es por demás interesante lo que sucedió una vez que la banda dejó de existir. Mientras el Indio conservó y potenció aún más el número masivo de los seguidores –el pogo más grande del mundo, cada vez más grande–, Skay protagonizó un regreso a la dimensión intermedia, a los lugares previos al gran salto de popularidad. Su primer show como solista en El Teatro de Federico Lacroze, en 2002, fue disfrutable por volver a verlo y escuchar su inconfundible guitarra sobre el escenario pero también por la cercanía de ese escenario. Una escala redondista que parecía perdida.

Volviendo al mismo tema de hace un par de semanas: la tapa de un vinilo es un cuadrado de cartón de 31 centímetros de lado, y al mismo tiempo una palanca tan poderosa como para mover el mundo. La caja de un CD mide 14 x 12,5 centímetros. El archivo digital no tiene dimensión física. Y sin embargo, cuántas veces utilizamos términos relacionados con la (gran) medida de las cosas para aludir a lo que esos pequeños objetos contienen. And in the end, the love you get is equal to the love you make, cantan The Beatles en la última canción que grabaron, una ecuación en la que resultaban abrumados por la aplastante cantidad de amor que recibían. De un sótano lleno de ruido en Liverpool a conquistar el planeta –y mejorarlo– en solo ocho años, de un cuartucho tras una pantalla de cine en Hamburgo a una mansión en las afueras: hablemos de dimensiones.

Los grandes festivales hacen de la elefantiasis y la acumulación un argumento para quedar en las páginas de historia. De Woodstock para acá abundan las marcas que llevan pegada la imagen de grandes multitudes y despliegues monumentales de producción, para bien y para mal. Altamont, Glastonbury, Lollapalooza, Roskilde o más acá BA Rock, PrimaRock, BUE y los festivales gaseosa o telefónicamente sponsoreados. De un tiempo a esta parte, lo importante del gran festival pareció empezar a ser el hecho de ser parte, de haber estado, independientemente de los nombres participantes. Abunda la fauna de sector VIP que ni siquiera mira al escenario y jamás se mezclaría en un pogo, pero posteará su presencia en las redes sociales –ese magnificador de dimensiones– y agregará la figurita al álbum. El show pequeño que alimenta la magnífica actualidad artística del rock independiente en Argentina propone una épica de salón, pero tan valiosa e intensa como la experiencia de ver a los Stones, McCartney o U2 reverdeciendo el Joshua Tree en La Plata con su pantalla tamaño trasbordador espacial. Qué importa que sean cientoipico de personas las que se apiñan en el Salón Pueyrredon o en la Caras y Caretas de San Telmo, si la dimensión de lo que allí se cocina supera los límites físicos. Que hoy no exista una industria discográfica interesada en llevar eso al mainstream, financiarlo y encargarse de que las radios se sacudan la pereza de escuchar cosas nuevas, arriesgar y difundirlo, no elimina su existencia. Aunque nadie escuche al árbol que cae en el bosque, el árbol cae igual. Aunque al oyente medio de lo establecido no le acerquen la urdimbre de lo que sucede en el rock argentino del siglo XXI, ese tejido multicolor, con infinidad de texturas, de dimensión creciente, sigue estando allí. Algunos siguen clavados en el versículo de La Esquina del Sol y no son capaces de acercarse a sus símiles de hoy.

Y entonces, aquí estamos. Matemáticos instintivos. Medidores inconscientes de la dimensión de las cosas. Sintiéndonos a veces tan grandes como para mover el universo, a veces tan pequeños como para pasar inadvertidos en los vagones de la Historia. En un momento con los pies bien plantados sobre la Tierra, y al siguiente con la extrañeza de sentir que de pronto, en un segundo, sin aviso, entramos en la dimensión desconocida. Y se siente bien.