Para el primer Centenario, nuestros mayores intelectuales trataron de encontrar y definir la identidad nacional, las huellas de una tradición. En este enrarecido presente, cuando los contornos aparecen menos nítidos, más complejos, más abiertos y aluvionales, y por todo ello más enriquecidos, recogemos aquella herencia, pero también la problematizamos, intentando descubrir otras líneas y conformaciones, poner de manifiesto lo que falta remediar todavía en la sociedad argentina para que el tercer siglo de vida independiente llegue a ser el de la realización de nuestras posibilidades nacionales, culturales.

En este proceso de reconocimiento, que en todas las civilizaciones suele ser poco menos que constante, mucho tiene que ver la literatura y, en nuestro caso, esa parte que llamamos “la gauchesca”, como la fijó don Ricardo Rojas y lo continuaron después críticos e historiadores, por su justeza o tal vez porque fuera un acierto poético y nominal: un cuerpo considerable y heterogéneo, cuyos componentes no son todos similares, y cuyos límites temporales son bastante imprecisos. Parece iniciarse con los primeros y patrióticos poemas de la Independencia, contener luego todo aquello que en la literatura argentina aludió al campo, a sus habitantes (para un concepto general, ciertamente lábil y algo tautológico, “los gauchos”), a sus costumbres y sus modos; engrandecerse, consagrarse, y hasta criticarse y trascenderse con El gaucho Martín Fierro, y prolongarse bajo distintas formas por buen tiempo más. En lo que es conforme la doctrina es en el cierre del ciclo de la literatura de la pampa: casi todos coinciden en asignar ese papel a Don Segundo Sombra.

Admitiendo que, como se dijo, ya no se trata aquí del género sino del “uso del género” (Ludmer) ¿de dónde le viene a esta novela el acuerdo en tal asignación? Sin duda que, en primer lugar, y sorteando razones históricas y sociales, que importan, de las virtudes del texto mismo; de que este sea ya, en 1926, una mirada melancólica hacia el pasado y, sobre todo, de que sea  escrito en un lenguaje, en una lengua poética (“ha hecho un idioma propio”: Valéry Larbaud), que pertenece a su porvenir.

No podía alcanzar otra cosa, con su gran talento literario, Ricardo Güiraldes, desde el lugar donde la vida, el estamento social y familiar, y la evolución de las letras europeas y nacionales, seguidas por él con tanta atención, lo habían ubicado, que a crear el canto del cisne de la vieja estancia en desaparición, “una elegía emocionada al gaucho sobreviviente” (Jitrik). Y hacerlo con las armas que su extensa formación literaria y lingüística, sus contactos con los movimientos de la vanguardia europea, y la metáfora ultraísta, española y porteña, le estaban ofreciendo.

Para algunos, Don Segundo Sombra fue el epítome de la novela reaccionaria, en su sometimiento a las leyes eternas del patrón, en su tendencia a la consolidación de jerarquías sociales; para otros, una endecha acentuadamente metafísica a la tierra y a la nación profunda, muy lejos de todo lo urbano, y en particular a las virtudes del gaucho, su poblador cabal y entero aunque un tanto literario; para Borges, “Don Segundo es, como el undécimo libro de la Odisea, una evocación ritual de los muertos, una necromancia”; para no pocos, la consagración del espíritu de libertad, solo obtenida por ese retorno dorado de “la pastoral bárbara” (Sarlo) al señorío sin feudo, a la naturaleza y a la pampa.

Me inclino a sostener que el pensamiento íntimo y la ideología de un escritor y de un texto residen y se exhiben en su escritura; suele verse en esta novela un modelo de representación realista, cuando en verdad dista bastante de ello. Por el contrario, desde su idealismo y su vanguardismo, está mucho más vinculada a la huida crítica de la representación que a su dócil seguimiento; más cerca, como pregonaron desde el Creacionismo hasta el Surrealismo, de “la cosa creada” que de “la cosa cantada”, es decir, copiada; más ligada al arte y la literatura que no incorporan a sus obras objetos parecidos a los de la supuesta realidad sino que los crean allí, los hacen ser una realidad y desde la obra incorporarse a aquélla (como ha sucedido a lo largo de la historia en tantos casos y, Macedonio dixit, en el del gaucho mismo).

Quizás por primera vez en una obra narrativa nacional, un texto que no deja de sospecharse que es texto, aunque no se lo oiga por la impronta de los personajes y del espacio, esté señalando, en su construcción, en su elaboración poética, que es ni más ni menos que literatura. De ahí, probablemente, su perduración.

Q Escritor, docente universitario.