Se descalza para pisar la alfombra impecable del templo en el sótano y se inclina sobre un antiguo arcón de madera, que abre con mil crujidos y del que saca, envueltas en tela, sus armas mágicas: el cáliz de bronce, la varita blanca y negra, la espada de hierro; el mazo oracular de naipes; las velas anaranjadas que tienen trazado el sigilo del dios con cabeza de león; los sahúmos, el fuego, el mantel del altar, la campanilla, la escudilla y el cuenco para las ofrendas, y una sencilla túnica negra hasta los pies, con mangas acampanadas y capucha. Se desnuda y se da una ducha en el pequeño baño del sótano, meditando, calmo. El magnetismo del agua arrastra bien lejos las energías pesadas del geriátrico y de la ciudad. Luego de la ablución, mientras deja orearse su piel al aire, traza sobre su cuerpo –extendiendo los dedos índice y medio mientras los dos menores se pliegan bajo el pulgar– la señal de la cruz cabalística de los dos Árboles de la Vida y de la Muerte. Una vez purificado, él ya no es el Égar sino que su nombre es Elégarr, todo junto sin espacio. Sale del baño y antes de vestirse con la túnica, relee sus tatuajes:

TIAMAT – FAFNIR – OUIDA.

Tres nombres en letras góticas. Tres azules cuerpos escamados de dragones lo envuelven. Pide permiso al Señor de las Encrucijadas: Papá Legba, y a la Madre Tiamat. Prepara el espacio y el altar, se prepara; sahúma con lavanda, enciende velas, y dispone las naranjas, con respeto y dedicación al destinatario de la ofrenda, sobre una mesita triangular en torno a la cual crea un triángulo mágico impenetrable, que hará que lo que entre ahí no pueda salir solo. Se para en el centro de un círculo pintado en el piso frente al triángulo, lo circunda con sahúmos y con luz azul, y hace sonar la campanilla.

Declara: Hekas, hekas, este bibeloi. Que nada de lo profano entre a este lugar.

Y recién entonces, con firme intención y con todas sus fuerzas, de pie en el centro del círculo mágico, mirando al este, extiende brazo y espada como si fueran uno hacia la pared este y corta el éter en un único trazo, que forma una estrella de cinco puntas. Va repitiendo el mismo gesto en cada punto cardinal, variando el extremo donde comienza y termina. La punta del brazo izquierdo de la estrella para el aire, la del pie derecho para el fuego, la del brazo derecho para el agua, la del pie izquierdo para la tierra y la de la cúspide para el pilar central. Mientras lo hace, recita y canta –vibrando los nomina barbara, los nombres de las Deidades Dracónicas– las Siete Invocaciones:

(Este) Oh, Gran OUIDA, TIFÓN, Príncipe del aire, nacido de las alas del Gran Dragón Rojo del Caos, protégeme; (Sur) Oh, Gran FAFNIR, nacido del aliento fogoso del Gran Dragón Rojo del Caos, protégeme; (Oeste) oh, Gran TIAMAT, LEVIATÁN, Monstruo Marino, Magna Mater del Gran Dragón Rojo del Caos, protégeme; (Norte) ave, Magnum DRACO VIRIDIUM, TITÁN, Gran Dragón Verde que eres la Tierra misma, rival de Júpiter, protégeme; (abajo) jai, Mega MALKUTH OBSCURA, viva savia pensante de los dinosaurios en las entrañas de la Nigredo del mundo, nútreme de sabiduría infinita; (arriba) jaya, Gran DRAGÓN ROUGE, confín creador en expansión constante, dame tu fuerza inagotable; (centro) oh corazón mío, blanco Albedo de pura Inocencia, hazte dorado Rubedo de Poder, hazte Diamante Oscuro y eterno, hazte indestructible Vajra de Poder. Así es en todas las líneas de tiempo. AMÉN.

Y Elégarr se detiene en el centro del círculo; hace silencio interior unos minutos y ahora en voz alta dedica las naranjas al demonio con cabeza de león, el que preside las regiones de los djinns, el que gobierna las 36 legiones oscuras. Con plena atención y sincero respeto, se imagina su rostro majestuoso coronado de una melena dorada y dibuja con la espada el sigilo: tres círculos inferiores y uno superior unidos por tres trazos, uno central vertical y dos laterales que convergen los tres en el círculo superior, y dos cruces gamadas que surgen cada una del punto medio de cada uno de los dos trazos, y tres círculos concéntricos que rodean toda la figura, y que contienen un nombre de seis letras: MARBAS. Medita en el sigilo y entona, vibrando los nomina barbara:

¡ENN… RENICH TASA UBERACA BIASA ICAR MARBAS!

Elégarr repite el mantra seis veces, tres veces, cuatro veces, tres veces más, tres veces más aún, y recién cuando suma diecinueve repeticiones siente que algo se abre. Siente ahora el peso del dios oscuro; siente un terror reverencial ante esa presencia, invisible y enorme. Recibe aterrado esa energía incalculable, esa conciencia que no es humana. Lo que se presenta no tiene forma, y es un ser aparte; él lo sabe inescrutable y despiadado. Hay malicia en esa presencia. Esa inteligencia palpita y acecha: es como la de una bestia salvaje. Viene de muy lejos de cualquier cosa que pueda ver la luz del día.

“¡Oh, Gran Marbas, te evoco! Bajo el signo de Hermes/Mercurio y en el día de tu planeta, te convoco. Tú, que me has asistido con los mecanismos que me dan el pan; tú, experto en los mecanismos de donde nace el veloz andar por los caminos que se nutre de la savia dracónica, y de donde nace la música que hemos producido para honrarte, ¡irradia tus resplandecientes llamas carmín y oro! Presidente del Jinnestán, ¡muestra tu poder ante mí! ¡Dame lo que te pido!”.

Elégarr se sienta en el centro del círculo mágico y aguarda la respuesta del ente. Lo siente trepar hasta el mundo material desde una profundidad inconmensurable; lo siente anclar en las naranjas y saborear su energía, volviéndose más real. Él sabe que no puede descuidarse o el poderoso ser lo traicionará, entrando por cualquier flanco vulnerable que él haya dejado abierto en su círculo protector de luz azul. Pero confía.

Pasan unos minutos interminables; el mago pierde toda conciencia del tiempo lineal. Al fin, siente una voz, que no suena en el espacio físico sino en otro mundo, más sutil y extraño. No la oye sino que la siente en su cabeza. Viene como un pensamiento. Ruge: “Caos y Orden son dos polos de un mismo mundo”. Le recuerda que piense, antes de pedir, en la inexistencia del bien absoluto y en la necesidad ineludible de que para arreglar algo en un lugar haya que romper otra cosa en otro lado. Le dice que el favor del otro mundo es una frazada corta. Que el oráculo le enseñará. Que lo consulte, dice la voz. El mago, con respeto reverencial, toma el mazo y lo mezcla: lo carga de su propia energía como le enseñó su amada, la Pitonisa. Elige una carta, una sola. La da vuelta. Es La Torre, el símbolo de la destrucción. Pide el mago, entonces, que sea destruido lo que deba ser destruido para que Nigredo pueda volver a tocar como antes. Se compromete a aceptar el resultado, sea cual sea. Sabe que una catástrofe corregirá otra catástrofe. La voz emite un profundo murmullo, en el que parece vibrar el mundo todo. Es un sonido aterrador, como el de mil leones relamiéndose sangre ajena a la vez.

Elégarr se levanta y profiere las fórmulas de agradecimiento y de destierro para el cierre de la liturgia; con la primera agradece a la potencia convocada, con la segunda la libera para que siga su camino. El ente se retira del triángulo. Una vez que se retira, él cierra los portales abiertos, punto cardinal por punto cardinal, tal cual como empezó pero en el sentido contrario, y ya no evocando sino agradeciendo y despidiéndose.

Da por cerrado el espacio mágico, guarda todo en donde estaba, se despoja del atuendo ritual, se da otra ducha y vuelve a sus ropas mundanas. No apaga las velas: las deja consumirse, igual que a los sahúmos de lavanda. Sube por la escalera de cemento, apaga la luz del sótano (no la ventilación) y regresa al mundo cotidiano del taller.