Estoy haciéndome el color en una peluquería de barrio, ni local a la calle tiene. Una señora se lamenta porque su nieta viaja a Chaco este fin de semana –presto atención, levanto la vista de mi compu, en la que estoy escribiendo sobre el ENM—: dice que tiene miedo, que las que van –no su nieta– son unas violentas que rompen todo. Decido intervenir, con la indignidad de la tintura en los pelos, y cuento que yo también voy, y que está buenísimo que su nieta vaya. Otra señora dice que ella las vio en Bariloche romper todo y que incluso casi “revienta” a varias cuando las vio pintar paredes. Le digo que puede haber un grupito mínimo –se espera que vayan 50 mil mujeres– que tenga esa actitud, que están enojadas porque nos matan por ser mujeres y eso es más grave que pintar grafitti y que si ella las atacó, también fue violenta y que si las mujeres no hubiéramos salido a la calle a lo largo de la historia, no votaríamos ni tendríamos la patria potestad compartida, por ejemplo. Me dice que claro que va a ser violenta si pintan una pared que es de “todos”. Me retiro de la discusión. ¡Qué difícil!, pienso. Y deseo que esta vez no haya pintadas en la Catedral de Resistencia ni rotura de vidrios en edificios para evitar darles letra a mujeres como ellas. Y me alegro de que vaya esa nieta: nuevas generaciones, nuevas militancias feministas. Y también pienso que ojalá encontremos la forma de llegar a conmover a esas señoras también, para que tomen conciencia de género. Lo veo complicado (tal vez sea la nieta la que lo logre). Pero lo voy a seguir intentando. Otro día.