Gansos, rosas y rollers, el Museo Sívori goza de un entorno peculiar. En un pintoresco edificio que parece sacado de un cuento de hadas, secundado por ciervos, barcazas y trajín de carrozas a pedal, se aloja uno de los patrimonios más frondosos de la historia del arte argentino: más de 4000 piezas, desde el siglo XIX hasta el presente, en gran parte adquiridas a través del Salón Manuel Belgrano, funcionan como termómetro de épocas, movimientos y rarezas argentinas. Una semana antes de la primavera el museo reabrió sus puertas luego de permanecer cerrado por refacciones durante medio año. Los antiguos ladrillos de hormigón, tan hostiles a la hora de compaginarlos con una obra,  han quedado sepultados, enhorabuena, por panelería blanca impoluta. Allí donde la calma visual ha ganado terreno se despliega la muestra inaugural con piezas extraídas– y alguna de ellas redescubiertas y restauradas– directamente del vientre museístico. Tierra: Caos y germen es una muestra imperdible no sólo por el perspicaz guión curatorial y un diseño de montaje impecable, sino por sacar a relucir algunas obras que iluminan los costados menos conocidos de artistas que hibernaban en nichos adjudicados. La representación de la tierra como lugar de pertenencia y disputa es la hipótesis de investigación a partir de la cual se organizan dos núcleos: “Caos” (sala A) y “Germen” (Sala B). La organización no es en absoluto esquemática, ni obedece a rajatabla las cronologías, tampoco persigue un ánimo clasificatorio. Las obras conservan cierto grado de permeabilidad, casi una invitación al espectador para que establezca nuevos campos de resonancias, para que se olvide, incluso, si aquella obra recién vista estaba adscripta a uno u otro nodo. Si era caos o era germen. Pues, como diría Atahualpa, en las arenas bailan los remolinos.

Ojos que no ven corazón que no siente, Adolfo Bellocq, de la serie Los proverbios, 1923-1927.

Proverbial y febril

En el principio fue tambo de la quinta de Juan Manuel de Rosas, gobernador de la provincia de Buenos Aires. En los años 20 se convirtió en la confitería El Hostal del Ciervo donde  damas paquetas tomaban el té al son de la orquesta para señoritas. La historia del edificio fue por un carril y la del museo por otro hasta que confluyeron en 1995 cuando, luego de su creación en 1938 como Museo Municipal de Bellas Artes, Artes Aplicadas y Anexo de Artes Comparadas y de funcionar en dependencias del Concejo Deliberante, entre otras sedes, se designó como sede definitiva el edificio de El Rosedal. 

Luego de traspasar un hall amplio y luminoso de esqueleto francés, ahora convertido en recepción expandida, ingresamos a la primera sala donde la emperatriz es “Chacareros” (1935), de Antonio Berni. Monumental y rotunda, apoltronada en su ábside ocre amarillo, la pintura de Berni, lejos de manifestarse como panfleto unívoco, reserva en sus detalles morfológicos y resoluciones compositivas un compendio de monstruosidades y contradicciones, bien al gusto nuestro. Si la matrona en el centro, cual madonna del Giotto, se luce escultórica y cilíndrica, con su gesto adusto y combativo y su piel pétrea, a su derecha una mujer de vestido verde loro, ingenuamente sensual y de mirada en fuga, melancólica, tiene la piel encendida, un arrebato de tintes rosas y encarnaciones que nos llevan en línea directa a las pieles que pintaría Berni en los años 70, figuración que prescindirá de arquitectura metafísica para meterse en un contexto, digamos, más barroso. En “Chacareros” los personajes están hinchados, de orgullo y parsimonia, como una energía en reposo presta a estallar. De hecho, parece que se  han comido el aire alrededor, no están apretados, pero son una montaña metida en una caja. Milagrosamente, Berni hizo entrar hasta un caballo blanco en el recinto, caballo que no goza, por cierto, de la impasibilidad etérea de un Uccello. Los rostros más sufridos andan por detrás, son más flaquitos y se parecen mucho a los cosecheros y hacheros que el artista pintaría en los 50. La maestría para ausentar miradas es increíble. Excepto el chacarero principal, que mira al espectador con una rara mezcla de abatimiento y esperanza, el contingente, bebé incluido, tiene la mirada perdida –y dulcemente congelada– en puntos diferentes, como quienes señalan la inmensidad del campo y ante el abismo se compactan. Si en “Chacareros” es preciso trascender la voluntariosa geometría para acceder a las francas debilidades, al tambaleo del titán, en la serie de aguafuertes-aguatintas “Los proverbios” de Adolfo Bellocq (1899-1972), el descenso a los infiernos –o el aterrizaje en el infierno terrenal– es relatado con pulso febril y entusiasmo macabro.  Y no hay injusticia que proverbio no tenga. “El que no llora no mama”, “Malnacidos”, “Al caído todos se le atreven”…son 11 grabados espeluznantes, parientes de las imágenes pergeñadas por Cristóbal Haitzmann bajo posesión demoníaca (“neurosis demoníaca” según Freud). Solo por esta serie prodigiosa (¿hace cuánto no se mostraba completa?), vale la pena la visita. Pero atenti, hay más joyas.

Santiago del estero, Enrique Policastro, 1953.

Mística y bambalinas

Abraham Vigo, Adolfo Bellocq, Guillermo Facio Hebequer, Agustín Riganelli y José Arato conforman alrededor de 1920 el grupo los Artistas del Pueblo. Anti-vanguardista y anti-académico, con filiaciones anarquistas y el esfuerzo de representar los tópicos de la clase trabajadora, la posición del grupo con respecto a la plástica argentina quedó sintetizada por una frase de 1928 suscripta por Hebequer: “Si Quirós no satisface las necesidades espirituales de nuestra época, tampoco las satisface Del Prete. Pero si tuviéramos que optar por Quirós o Del Prete, nos quedaríamos, desde luego, con Riganelli...”. Evitando las imágenes más emblemáticas de los Artistas del Pueblo, la exhibición trae a colación obras menos conocidas, liminares. Así el conjunto de dibujos de Agustín Riganelli, proveniente de una carpeta inédita de la colección del Sívori, da un pantallazo gráfico bastante exhaustivo de la figura femenina, desde la mujer burguesa de interiores hasta la trabajadora sexual y la dama refinada, sin la consabida aparición de la mujer sufriente. Son 30 dibujos extraordinarios y movedizos: se huele desde Matisse  hasta Alberto Savinio.  La presencia del grabado en el primer núcleo de la exposición es contundente: a la serie de Los Proverbios de Bellocq se suma la serie “Tu historia, compañero” (1933), litografías del uruguayo Facio Hebequer que narran la epopeya proletaria a través de la vida de un obrero desde los primeros años de su existencia, publicadas por la revista Nervio y comparadas por Pichon Rivière con la obra de Frans Masereel, 25 imágenes de la pasión de un hombre. Pero Hebequer, a diferencia del belga, introduce epígrafes en las láminas, apegándose a la estructura narrativa del Manifiesto comunista, y las palabras, aliadas con la imagen, caen como cascotazos; así, en la primera parte de la serie de 12 láminas, se pasa revista a la maldición de haber nacido en la clase trabajadora (aquí muy en línea con las figuras dolientes y oscuras de Kate Kollwitz)  y a partir de la lámina nro. 7  se produce el viraje de la denuncia del oprimido  a la arenga: la guerra de clases es la única salida, el pobre se alzará contra el rico. Revolución o muerte. Junto a “Tu historia, compañero”, y en la misma tónica, se muestra la serie de “Bandera roja”, cincografía sobre papel, también de Hebequer. 

 En un ábside lateral a la sala principal, una suerte de absidiolo penumbroso, cuyas paredes fueron pintadas con grises bajos reiterando el diseño compositivo de una de las obras, se dispone la serie de bocetos para escenografías en témpera sobre cartón que Abraham Vigo pintó dentro del proyecto de Teatro Libre (grupo que luego se denominaría Teatro Experimental de Arte y en 1930 Teatro del Pueblo con Leónidas Barletta al frente).  En la Declaración de Principios de Teatro Libre se lanzaba: “…queremos realizar un movimiento de avanzada donde todo se caracteriza por el retroceso”. Las escenografías de Vigo y sus proyectos para boca de telón son representaciones espaciales entre “salamónicas” y expresionistas. La luz llega tamizada, espectral. Cristalizados los planos en ángulos filosos y livianos, las perspectivas se multiplican como los pliegues de una caverna.

Potestad, Raquel Forner, 1950.

Querencia, introspección y desparpajo

En el segundo núcleo de la muestra “germen”, el patrimonio seleccionado versa sobre las maneras de ser del paisaje que ya no es exclusivamente la pampa y su circunstancia algo bucólica, o la serranía lírica (testimoniada por los paisajes agrupados de Sívori, Malharro, Schiaffino y Giudice, entre otros) sino también el paisaje en tanto campo de batalla y escenario de la intimidad. Así el suburbio y el ámbito doméstico serán también parte de un recorrido polimórfico. El páramo yermo de Enrique Policastro donde se ven las figuras de una madre con su hija, hechas con ternura y tierra sórdida, el vergel rabioso de Marcia Schvartz con su ninfa eyectada, la grafía selvática y lucubrante de Eduardo Stupía, el melodrama metamórfico de Raquel Forner, la abstracción tropical de Juan Del Prete, la vorágine colorista de Juan Carlos Lasser que en Horacio Pirozzi llega al desparpajo de unos verdes fulgurantes que chorrean, el gran lienzo  informalista de Noemí Di Benedetto cuyo título (“Entraña terrenal”) serviría para varias de las obras de la zona, representan la carnadura de una tierra tan capaz de sangrar como de traducirse en efluvios cáusticos. 

Pero también los escenarios enmudecen, se apagan, y aparece la villa cándida, austera, de Timoteo Navarro –que resuena con el Figari de la entrada– la silla expectante en el patio de oficina, tremendamente sola, de Pablo Suárez, el aguafuerte “La tierra yerma” de Mabel Rubli, despojado y amarillo triste. Y los niños, que abundan en este sector: los de ojos gigantes, hipnóticos, de Spilimbergo, los de ojos dulces de Gómez Cornet, el batallón fantasmal de retratos escultóricos de niños de estirpe, esculpidos por Riganelli (el del arrabal, el niño varonil, el niño yanki, el niño observador, el torito, bochita),  dos retratos escultóricos de Pedro Tenti (aquí está Piruchito), uno de Carolina Álvarez Prado y otro de Alberto Lagos. Los niños, portadores de una gracia apenas estrenada, protegidos de las desgracias venideras.  

Tierra: Caos y germen intenta dar un bosquejo sobre la conformación de un territorio estético, la pugna por establecer un horizonte local que sea capaz de albergar exabruptos y titubeos, posiciones encontradas, la mirada tierra adentro teñida de influencias extranjeras. La extranjería como una forma de identidad. Una tierra que se escabulle y contorsiona cada vez que tratamos de colonizarla.

Tierra: Caos y germen. Del 14 de septiembre al 3 de diciembre en Museo de Artes Plásticas Eduardo Sívori, Av. Infanta Isabel 555, Parque Tres de Febrero.