EL CUENTO POR SU AUTOR

En su película El diamante blanco, Werner Herzog homenajea al documentalista Dieter Pllage que perdió la vida mientras registraba desde arriba, en un zeppelin casi casero, los bosques de Sumatra. Herzog filma su reverencia en la selva de Guyana. Hay una escena donde vemos una cascada lentísima como una catedral de Monet. Niebla, vapor y rocío rodean e involucran unas cosas con otras allí; la paleta abarca todos los grises posibles. Lo único preciso que se recorta es una bandada de pájaros que vuelan entre esa borrosa llovizna perpetua. Entonces un habitante del lugar le enseña al director su tesoro. Dentro de una gota de rocío que pende de una hoja se puede ver reflejada la cascada de manera inversa, por efecto óptico. Intacta, sin niebla ni llovizna, por supuesto. Miles de silenciosas gotitas caen siempre por entre lo verde llevándose consigo una cascada que asciende al cielo del agua. Hasta donde sabemos, ese contradictorio desplazamiento es el único movimiento posible si se quieren alcanzar los fragmentos de eso que en un momento fue Uno. El texto que sigue intenta dar cuenta de aquellos que se han lanzado en su busca y pertenece a un libro inédito que, por el momento, se llama La Realidad Absoluta.

CAMINANTES

Para un chico no hay un afuera de las personas, de las cosas mismas; no hay contexto, historia, ambiente, no hay nada rodeando lo percibido. La maestra de la escuela no tenía contornos para él, por eso era tan extraño encontrarla sin guardapolvo en la calle (y más aún si llevaba a un hijo de la mano). El tío de los regalos navideños llegaba sin biografía, se aparecía en las fiestas, él era sin circunstancias, sin ese entorno percibido solo por los mayores y que acaso explicara por qué solo venía para los fines de años, como por contrato. Caer de la infancia es entonces situar las cosas, darles un ámbito, una escenografía, un fondo donde recortarse, es construir referencias, geografía. Con los años la firmeza de las convicciones talla marcos cada vez más rococó, bien dorados, como los que encuadran pinturas de la realeza. Por eso, en el recuerdo virgen y sin verjas de ese tío de brillantina y celofán se perciben ya desdibujados los restos del Ser. Pero en un momento, ante esa insistencia de la Totalidad, y por razones que nunca son muy claras, llega a sentirse en los huesos la necesidad irrefrenable de arrojarse a una realidad sin geometría. Entonces, lo que trascartón sigue para quienes se han quedado arriba del árbol es narración, zodíaco, gramática de pléyades, historia y, muy de tanto en tanto, literatura. Mientras intentamos armar el rompecabezas que alumbra esa clase de arrojo, quienes han dado el salto solo se detienen en las piezas sin demorarse un segundo en encastrarlas. Por esa razón nunca sabremos bien por qué Louis Thomas Hardin, luego de cambiar su nombre por el de Moondog en honor a su perro de la infancia, que al parecer aullaba a la luna como poseso, se instala durante unos treinta años en la Sexta Avenida de Nueva York, allí en la zona de los clubes de jazz. Para que se entienda bien: se instala en la calle, de pie siempre, ataviado de vikingo con ropa que él mismo confecciona y se coloca en la cabeza un casco de cuernos así nadie puede confundirlo con un cristo o un monje penitencial, porque eso es lo que parece ahí inmóvil entre ríos de gente. Miren las fotos: son casi las de un altorrelieve románico o parte de una escenografía de Wagner. Dormía, sí, en un modestísimo departamento. Había llegado a la Gran Manzana hacia 1943. Ciego desde la adolescencia por un accidente, Moondog es considerado un músico de culto, genial. Fue reconocido por Benny Goodman, Charlie Parker, Leonard Bernstein, incluso, se dice, Igor Stravinsky. Impulsó a tipos como Philip Glass o Steve Reich a crear el minimalismo. Cuando no se encontraba en modo escultura, ejecutaba en la calle su muy a menudo hipnótica música. Sus composiciones navegaban entre Bach, el romanticismo alemán, el jazz de vanguardia, la música nativa americana, (escuchen su maravillosa Oda a Venus, una fuga romántica que parafrasea a Over the rainbow). En 1972 parte para Alemania junto con una mujer fascinada por alguien que también inventaba sus propios instrumentos musicales y tenía en el momento de conocerlo un altar dedicado al dios Thor en una muy sencilla casa en las afueras de la ciudad. La literatura asoma aquí cuando alguien regresa a su hogar y cuenta en la cena que ha visto a un vikingo verdadero, de ojos blancos, sostenido a una lanza en la Sexta Avenida y 52. Ahí en la mesa, en la fascinación de un chico que escucha a su padre con ojos como plato y la misma extrañeza del padre, aparece una pieza solitaria cuyos bordes imantados anhelan los trozos contiguos. Pero eso es todo lo que hay: no hay manera de iniciar un rompecabezas. El mismo sacudón en los huesos debió haber sentido el camionero que vio bajo una lluvia copiosa el decidido caminar de Werner Herzog sobre la ruta. Sobre fines del otoño de 1974 Herzog decide emprender una marcha a píe desde Munich hasta París porque está convencido de que solo así la extraordinaria crítica alemana Lotte Eisner, a quien, de acuerdo a todos, el cine de su país tanto le debía, se iba a salvar de una enfermedad que la tenía al borde de la muerte. El combustible de su andar es el amor entrañable por alguien a quien hay que aplazarle la fecha de partida. Herzog repite como mantra que ella no tiene ningún derecho a morirse. No ahora, dice; hay que impedirlo de algún modo. Con semejante kerosene no habría forma de fallar. Lo habita la férrea certidumbre de los recién conversos. Veintiún días exactos demoró Herzog en recorrer a pie los casi ochocientos cincuenta kilómetros que separan las dos ciudades. Pese al frío y la lluvia constante solo en una ocasión estuvo al borde de resignarse a un vehículo. Herzog se hospeda en muchas casas de verano que se encuentran deshabitadas: no hay día en que en algún momento no camine bajo el agua. De semejante marcha, que parece una suerte de reverso de El nadador de John Cheever, surge un libro entrañable, es decir, de los que se leen mejor en la cama: Del caminar sobre el hielo. Y debería quedar allí también en la mesita de luz Juan se iba por el río, el cuento inédito e inconcluso de Walsh sobre un gaucho llamado Juan Duda que ante una bajante histórica, pretende cruzar el Río de la Plata a caballo y llegar a Colonia. Cuando ya anda por la mitad de su trayecto, se da vuelta de pronto el viento y todo indica la llegada de una sudestada bestial. Walsh le dicta el cuento a Lilia, su mujer; por esos días, a principios de 1977, escribe también su Carta Abierta a la Junta Militar. Unas semanas más tarde es secuestrado por un grupo de tareas y llevado agonizante a la ESMA. Hay un detenido que reconoce su cuerpo y que más tarde pudo, por esas decisiones que la casualidad suele tomar, leer en un cuarto el cuento que los militares habían secuestrado junto con su archivo y papeles personales. Salta del árbol también Giuseppina Pasqualino que, al igual que Louis Hardin, cambia su nombre por el de una fidelidad inquebrantable de la infancia, una hermosa muñeca llamaba Pippa Bacca. Pippa cambia también el eterno verde de su ropa cuando decide peregrinar vestida de novia desde Milán hasta Tierra Santa junto con su amiga, la artista Silvia Moro. Viajan haciendo dedo por el este de Europa y los Balcanes, a través de lugares donde había conflictos bélicos. El plan es cruzar Turquía, Siria, Líbano… La performance se llamó, precisamente, Novias en viaje. Quiero demostrar que cuando uno confía en los demás solo recibe cosas buenas, había dicho Pippa y agregaba: la confianza entre desconocidos es un arma para acabar con las guerras. Al finalizar la performance se montaría una muestra. Allí, amén de fotos y videos, se exhibirían los vestidos de novia donde habrían de quedar impresos, como si fueran una tela en blanco, las huellas de la travesía. Pippa era sobrina de Piero Mazonni, el artista que en 1961 había expuesto su famosa Merda d’artista: noventa latas donde supuestamente envasaba al vacío sus propios excrementos. En su obra Mutaciones Quirúrgicas Pippa había presentado una serie de hojas recogidas del bosque a las que había recortado con una tijera hasta darle la forma de una hoja de otra familia de árboles. Piezas continuas, una fraterna comunidad, como si una especie pudiera transfigurarse en otra.

Expiación y agradecimiento suelen ser los motivos más usuales que impulsan a los peregrinos; de alguna manera hay algo de capitalismo religioso en el asunto, después de todo se trata de pagar por los favores recibidos o devolver con dolor en el cuerpo el daño realizado. Pero hay quienes caminan por fuera del sistema. Juan Duda se lanza a cruzar el río, lo mismo que Ned Merryl, el nadador de Cheever, por el solo hecho de hacerlo, porque es orden de huesos y a los huesos se los respeta. Y no otra cosa es lo que hace Rodolfo Walsh en un bar de La Plata en 1957. Como Borges, Walsh amaba el ajedrez y los policiales ingleses, que es la forma literaria del ajedrez. Como Borges, era antiperonista. El 9 de junio de 1956, en los basurales de José León Suárez, la dictadura ejecuta clandestinamente a doce civiles de la Resistencia Peronista. Ese mismo año Walsh publica en un tomo su Antología del cuento extraño. Han transcurrido seis meses de los fusilamientos. Walsh jugaba al ajedrez cuando escucha a un parroquiano de la mesa vecina decir con prudente sigilo: hay un fusilado que vive. Walsh abandona el juego. Al principio avanza con dudas y mesuras: después de todo no le es fácil caminar descalzo sobre la arena caliente a quien nunca se quitó los zapatos. Escribe Operación Masacre e inventa un género literario que en el Norte adjudican a Truman Capote. Unos meses antes de su muerte había reeditado en cuatro tomos su Antología del cuento extraño. Allí hay un relato, La fuente de las flores de durazno, en donde a un pescador el azar lo lleva a remontar un río, sortear una montaña, atravesar un túnel. Alcanza así una planicie de hombres justos que trabajan en paz y felicidad. El pescador regresa, pero nunca más puede dar con el camino que lo llevará de nuevo a la fuente. Ned Merryl cree haber encontrado, en el idílico condado de Bullet Park, un intermitente río dorado al que, sin dudar, bautiza con el nombre de su mujer. La decisión de remontarlo va de la mano con su descubrimiento, claro. Ante estas barajas sobre el paño Merryl se siente, escribe Cheever, un hombre con destino. Su idea es ingenua, sencilla, desmesurada: regresar a su casa, a unos diez kilómetros, nadando por las piletas del vecindario. Es un mediodía de verano radiante, puro arrebato. En Bullet Park el perfume de los duraznos en flor no es sino una engañosa concordia sostenida por tragos y tragos de alcohol, advertirá Merryl en su navegar. A medida que avanza entre el vecindario las nubes se acumulan oscuras. En un momento se descarga un chaparrón y la temperatura baja de improviso. Nota el nadador el prematuro amarillo en algún árbol. Se ha levantado viento. Recuerda Lilia Ferreyra que a medida que Juan Duda avanza por el río seco pareciera adentrarse en el tiempo: hay barcos hundidos, galeones antiguos, criaturas de la mitología. Hay cosas que ninguna corriente puede arrastrar y solo en contadas ocasiones vuelven a la luz por unos instantes, pero todos sabemos que allí siempre estuvieron y estarán. Herzog paga por adelantado; un cheque al portador que debe entregar sin decir una palabra de su sacrificio. A medida que se acerca a destino, los dolores y achaques de su admirada Lotte van ocupando su cuerpo. Cada paso la libera. Ampollas, calambres, el frío como una segunda piel. La mugre cubre por completo a Herzog. Solo en un momento, justo en mitad del viaje, habita en él la duda, la sensación cruda del sinsentido: ¿Vive aún nuestra Eisner? Ned Merry de pie frente a la autopista que debe cruzar se pregunta, mientras los automovilistas lo miran con burla y asombro, si lo que comenzó con tanto entusiasmo al mediodía vale de veras la pena. Lilia y Rodolfo abandonan Buenos Aires, no es un lugar seguro para ellos. Walsh necesitaba estar siempre cerca del agua: “Hay que seguir la ruta de las lagunas porque nos quitaron el Tigre. Necesito vivir cerca del agua”, decía mirando un mapa de la provincia de Buenos Aires que tenía colgado en la pared. Se refugian en una casa humilde sin luz ni agua corriente en San Vicente, cuya laguna se había reducido hasta ser casi un charco. Una noche, dice Lilia, “salimos de la casa y nos quedamos parados bajo el cielo sin nubes, luminoso de estrellas. Rodolfo empezó a señalarlas, dibujando en el aire las constelaciones, como tantas otras veces”. Ya con la noche encima y el frío en el cuerpo Ned Merryl se da cuenta de que las constelaciones han cambiado, no son las que suelen contemplarse en verano. Walsh entiende que hay que replegarse, que la guerrilla está vencida. En su diario de viaje Herzog escribe cosas como: “La lluvia puede dejarte ciego”; “La verdad atraviesa incluso los bosques”. Son guijarros involuntarios, salvajes, que arroja hacia adelante para marcar el camino que la lleve hacia El Dorado que le fuera negado a Lope de Aguirre, a todos allí en Bullet Park por más que crean otra cosa, y a Pippa Bacca que, llegada a Turquía, resuelve separarse de su amiga. Silvia en verdad quería detenerse en algunos pueblitos para que las mujeres estampen en el vestido de novia retazos de su arte textil. La idea de Pippa es otra, y muy de evangelio: quiere seguir lavando los pies a comadronas de los pueblos del camino en gratitud por ayudar a traer niños al mundo. Se pueden ver las fotos: son preciosas, de un barroco limpísimo. Arreglan encontrarse en Beirut en unos días. Pippa es alzada por un individuo que la carga en una furgoneta. La lleva a un bosque cerca de Estambul donde la viola y estrangula. La autopsia revelaría que más gente accedió a ella. Esto sucedió en marzo del 2008. El estado italiano impidió que su ataúd estuviera pintado de verde. La mayoría de los maestros que enseñaron a los niños que la mejor manera de tener un pájaro es mirarlo bien y dejar que vuele fueron fusilados, no deberíamos olvidar. Herzog llega sin pies, exhausto, a París. Y cuando encuentra a Eisner en su cama susurra: Abra las ventanas, desde hace unos días que puedo volar. Nueve años más vivió la gran Lotte. David Bowie ha escrito que la primera imagen que le viene a la cabeza al recordar su primer viaje a New York en 1971 fue la de Moondog. Uno de los empleados de la discográfica donde grabaría lo lleva a la esquina de la sexta y la calle 54. Moondog no estaba tocando en ese momento sino de pie. Se pusieron a conversar. “Fui por sándwiches y café, que consumíamos sentados en la acera. Me contó algo sobre su vida, y solo después de un tiempo me di cuenta de que estaba completamente ciego".

Cierta vez me contaba una primera bailarina que encabezaba el cuerpo de danza del Ballet del Sur que se había quedado con la mente en blanco y sin saber qué hacer ni bien terminó de abrirse el telón. Todas detrás de ella debían seguir sus pasos. En el abismo, un segundo pueden ser diez años. Ponerse a pensar en esa situación sería lanzarse al error. Razonar es instalarse en el devenir y lo único que nos salva es habitar el presente. Hay que dejar al cuerpo hacer lo que mejor sabe. De nuevo: que las decisiones las tomen los huesos, caramba, que si por alguna razón llegan a ver la luz es porque se han quebrado.

Una vez que termina el gran juego se puede contemplar muy bien el orden inalterable al cual pertenece cada pieza. No hay una que no encaje. Será por eso que la vida se aparece toda en un segundo al final de nuestra existencia. Está allí, como consuelo puro, el racconto de los días donde al parecer todo estuvo siempre en su sitio por más demenciales que parecieran las cosas. El rompecabezas es el único juego donde no podemos hacer trampa y donde todas las piezas tienen el mismo valor. Hay, sí, una pieza oculta. De hecho, la pieza capital se va escondiendo a medida que el dibujo cobra identidad. Una vez terminado, esa pieza desaparece de nuestra vista. La sonrisa de ingenua satisfacción ignora la superficie que sostiene los fragmentos. Una mesa, por ejemplo. Y creo que hay que ver ahí, precisamente, en esa superficie plana, la pieza que sostiene al resto. Verla como eso, no como un todo, un soporte, sino como una pieza perdida, solitaria; la fracción de una totalidad que nos contiene. Lo que del Ser nos pertenece. El cauce seco de un río, los galeones que hemos dejado. La literatura es algo parecido: cuando todos los fragmentos terminan por encastrar quedan ocultos los hilos que los sostienen.