El proyecto de ley impulsado por el gobierno de Javier Milei lleva por título “Bases y puntos de partida para la libertad de los argentinos”. Se diría, y así lo ha querido aclarar el mismo presidente electo, que la relación con Juan Bautista Alberdi es directa. En 1852, transitando su exilio en Chile, Alberdi publica Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, el libro que sirvió de inspiración para la Constitución de 1853, redactada tras la caída de Juan Manuel de Rosas en la Batalla de Caseros. Durante la campaña que lo catapultó a la presidencia, Milei invocó la Constitución de 1853 innumerable cantidad de veces. Desde su visión, allí estaban las bases del desarrollo económico y social que habría ubicado a la Argentina entre las primeras potencias del mundo. La relación del gobierno de Milei con aquel período histórico es evidente, aunque no de manera lineal y directa, no sólo porque esta llamada “ley ómnibus” implica una reforma cuasi constitucional cuestionada por diversos juristas, sino además porque, al fin y al cabo, entre Alberdi y Milei trascurrió más de un siglo y medio de historia. ¿Qué sucedió durante todo ese tiempo? El liberalismo practicado en la Argentina chocó contra la crisis de los años 30, se contrajo a un lugar testimonial durante el peronismo y resurgió más tarde, pero con un nuevo rostro. Ya no era el liberalismo que, con todos sus matices y contradicciones, impulsó la construcción del Estado Nacional argentino. Era un nuevo liberalismo; más sintéticamente, un “neoliberalismo”.

Después del derrocamiento de Juan Domingo Perón en 1955, parte del liberalismo local se dedicó a proclamar la necesidad de un “retorno a las bases”. En 1968, siendo embajador de Argentina en los Estados Unidos, Álvaro Alsogaray publica Bases para la acción política futura: un libro que propone reformas económicas y jurídicas de fondo para la democracia que sucedería a la “Revolución Argentina” encabezada por Juan Carlos Onganía.



En 1976, Ricardo Zinn –a quien se le atribuye ser uno de los autores intelectuales de “El Rodrigazo”– publica La segunda fundación de la República. “Segunda”, porque la primera fundación habría dado paso a un ciclo de decadencia iniciado con el sufragio universal y el liderazgo de masas practicado por el yrigoyenismo. En 1981, tras abandonar el Ministerio de Economía del gobierno de facto de Videla debido a una profunda crisis financiera, José Alfredo Martínez de Hoz presenta Bases para una Economía Moderna (1976-80). 



En este libro un tanto árido para la lectura, Martínez de Hoz justifica sus políticas económicas bajo la necesidad de sentar nuevas bases para la economía argentina y reconoce, al mismo tiempo, que esas bases alteraron inevitablemente el ritmo del crecimiento económico. En 1988, como preludio de su candidatura a presidente por la UCEDE, Alsogaray vuelve tocar el mismo tema publicando Bases liberales para un programa de gobierno (1989-1995), donde analiza la crisis hiperinflacionaria de fines de los ’80 y propone varias de las medidas que serían adoptadas posteriormente por el gobierno de Carlos Saúl Menem.




El tema de las bases es recurrente en el liberalismo de los últimos 70 años. La diferencia con Alberdi –entre muchos otros aspectos jurídicos e históricos que varios analistas se han encargado de remarcar– es que el llamado de un retorno a las bases no se agota en la tradición liberal conformada durante la segunda mitad del siglo XIX. Ese llamado se articula, quizá de manera todavía más explícita, con las ideas neoliberales que irradiaron desde la Mont Pèlerin Society una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial y que comenzaron a circular en la Argentina hacia fines de los años 50.

En aquella época, Alsogaray decía inspirarse en el liberalismo de posguerra para sentar las bases del desarrollo argentino. Se trataba, básicamente, del liberalismo de Hayek y la escuela austríaca, del ordoliberalismo de Ludwig Erhard y otros economistas alemanes, y de las idas practicadas por Antonie Pinay y Jacques Rueff en Francia. A lo largo de Bases liberales para un programa de gobierno, el exministro de Economía de Frondizi también se encargaba de advertir que la Argentina sólo podía seguir dos caminos: la economía de libre mercado o el colectivismo. No había lugar para “terceras vías” como la Justicia social, el desarrollismo o cualquier otra ideología que supusiese una mixtura entre el liberalismo y las políticas económicas sospechosas de colectivismo. De hecho, Alsogaray creía que la democracia argentina debía darse un sistema bipartidista: por un lado, un partido auténticamente liberal de bases firmes y con valores purificados y, por el otro, un partido colectivista que se muestre en toda su naturaleza sin entremezclarse con otros principios, de modo tal que la ciudadanía pudiese orientar sus decisiones electorales en base a propuestas claramente definidas.

Vale recordar que esta clase de propuestas se daban el contexto de la Guerra Fría y que el término colectivismo era comúnmente utilizado por los liberales de posguerra para calificar al régimen político-económico de la URSS. Así las cosas, cuando Milei define a la Argentina como un país “colectivista” –tal como lo hizo al presentar su DNU por cadena nacional– no sólo está cometiendo un exceso verbal sin fundamento: está reeditando el viejo esquema antagónico de la Guerra Fría. La Argentina es puesta en la misma línea que la antigua y ya desaparecida Unión Soviética. La consecuencia es lógica: hay que sumarse a una batalla no sólo internacional, sino también interna contra el colectivismo.

Como señalaba Ernesto Laclau, el juego entre los excesos conceptuales y las rigideces doctrinarias es parte del ejercicio de la política. A pesar de su pretendida superioridad sobre la política y los políticos, el liberalismo argentino post ’55 nunca estuvo fuera de ese juego. Alberto Benegas Lynch padre (1909-1999), miembro fundador de una dinastía de formadores de opinión constantemente invocada por Milei, llegó a asegurar que las ideas de la escuela austríaca y del libertarianismo estadounidense estaban en línea con la Generación del ‘37 e incluso con el legado de Manuel Belgrano. 



Esa tradición liberal se habría visto opacada primero con Rosas, después con Yrigoyen y finalmente con el peronismo. Es la tradición que habría llevado a la Argentina del Centenario a posicionarse entre los países más desarrollados del mundo. En El fatal estatismo, publicada por Federico Pinedo abuelo en 1956, encontramos una interpretación similar de la historia. La Argentina liberal fue un “país potencia” que luego se vio sumido en un largo e interminable proceso de decadencia. Para Milei, la decadencia ya lleva 100 años. Para el liberalismo argentino posterior al ’55, el proyecto histórico parece ser el mismo. Si tras la caída de Rosas fueron Alberdi, Domingo Faustino Sarmiento y Esteban Echeverría quienes establecieron las bases de una Argentina liberal, próspera y moderna, tras el derrocamiento de Perón –y la contracción del peronismo por distintas vías– el nuevo liberalismo se encargaría de recrear las bases para la Argentina del futuro. Un juego de espejos (rotos) que Milei sigue a la perfección. De allí se desprenden algunos destellos, casi como en un sueño: el sueño de una argentina “posperonista”.



Y también aparece una segunda dimensión del discurso de las bases. Esta dimensión es quizá más metafórica, pero no por ello menos importante que la primera. Las “bases” de Milei no sólo son económico-jurídicas. Su discurso busca interpelar lo que Manuel Tagle y Carlos Sánchez Sañudo –dos liberales vinculados con Benegas Lynch y la escuela austríaca– consideraban las bases más profundas de la Argentina. Se trataba de las bases anglosajonas, aquellas que propiciaron una revolución “institucionalizada” en la Inglaterra del siglo XVII y que colaboraron con la Declaración de la Independencia en los Estados Unidos; las bases que también habrían estado presentes en la Revolución de Mayo y que contuvieron las tendencias rousseaunianas heredadas de la Revolución Francesa; las bases que habrían peleado contra el régimen de Rosas y que Sarmiento invocaba en nombre de la civilización contra la barbarie. Desde la visión de los (neo)liberales argentinos de la segunda mitad del siglo XX, esas bases quedaron fatalmente soterradas bajo las distintas variables locales del colectivismo –al que consideraban, dicho sea de paso, como una expresión moderna de la barbarie–. Ayer el yrigoyenismo, el peronismo, el comunismo y hasta la socialdemocracia. Hoy el feminismo, el ambientalismo y otros ismos que seguramente vayan apareciendo a medida que el camino se torne más pedregoso e incierto.

El discurso y las políticas de Javier Milei hacen temblar la tierra hasta resquebrajarla. Parafraseando a Gustavo Cerati, queda por ver lo que surge “cuando pase el temblor”. ¿Será la argentina (neo)liberal que se viene proyectando desde los ’50, que se vislumbró en los ’70 con las políticas económicas de Martínez de Hoz y que cobró una forma más acabada en los ’90 con Menem y los Alsogaray padre e hija? ¿Será la Argentina que quedó apenas soterrada después de la crisis del 2001 y que siguió cimentándose con el creciente cuentapropismo, la terciarización y subcontratación laboral, el proceso de concentración en la producción de alimentos y servicios, y los impuestos regresivos? ¿O será otra cosa? La respuesta puede tratar de adivinarse en el tiempo futuro, aunque también está en las bases de la historia argentina.

Si, como vaticinan los pronósticos de Milei, nos encontramos ante una crisis de proporciones bíblicas jamás presenciada por una persona viva, también deberíamos aceptar que, al día de hoy, no hay ninguna persona viva que haya presenciado los supuestos esplendores de la Argentina de fines del siglo XIX y principios del siglo XX. Hay no obstante algunos documentos que pueden ayudarnos a comprender más cabalmente ese período histórico. El Informe sobre el estado de la clase obrera, publicado en tres tomos por Juan Bialet Massé en 1904, es una guía interesante para recorrer los claroscuros de aquella época. Desde otro costado, El diario de Gabriel Quiroga, redactado por Manuel Gálvez entre 1907 y 1910, advierte a su manera las contradicciones sociales y espirituales que transitaba nuestro país al cumplir su primer Centenario. Son apenas dos contracaras de la añorada “Argentina potencia”.

Por el momento, convengamos que el nuevo liberalismo emergido a mitad del siglo XX siempre estuvo presente entre nosotros, que sus proyectos refundacionales han buscado interpelar a una parte de la población y que lo seguirán haciendo mientras sigamos jugando el juego básico de las dos bases: la civilización o la barbarie, la Argentina potencia o la decadencia infinita, la libertad de mercado o el colectivismo, las reformas estructurales o el derroche del populismo. Pero hay que abrir el juego, en lugar de cerrarlo con alternativas dicotómicas. Después de todo, en eso consiste la democracia. Tal vez de la actual crisis económica, política y social surja algo distinto a lo esperado. ¿Unas bases más autóctonas para dar soluciones igualmente autóctonas a un contexto mundial que se reconfigura y que no deja lugar a las improvisaciones? Cuando la coyuntura no da tregua, lo único que queda es ejercitar la imaginación y la praxis sobre la base bien firme de las convicciones.

(*) Doctor en filosofía, politólogo y profesor de la Universidad Nacional de Lanús.