En Francis Ha (2012), el magnífico retrato de una chica neoyorquina (por adopción) interpretada por esa institución del cine indie llamada Greta Gerwig, la protagonista alterna momentos de frenética algarabía con otros que esquivan los rasgos más profundos de la depresión sólo gracias a una buena noche de sueño reparador o a la esperanza de poder ingresar finalmente a una compañía profesional de baile. Frances –creada por Noah Baumbach y la propia Gerwig, en su rol de coguionista– es una de las criaturas más luminosas y, al mismo tiempo, más “intensas” (en el sentido menos amable de la palabra) en toda la filmografía del director, neoyorquino hasta la médula. E intensidad es algo que no escasea en Los Meyerowitz: la familia no se elige (Historias nuevas y selectas), la producción del gigante Netflix que ya puede verse online en todo el mundo luego de un fugaz estreno en el Festival de Cannes, donde su participación en la Competencia Oficial generó acaloradas discusiones acerca de la pertinencia de incluir en eventos cinematográficos de esa categoría títulos pensados para los sistemas on demand (es decir: acerca del futuro de una parte importante de la industria). Sea como fuere, las historias de los Meyerowitz son cine en un ciento por ciento. Y, en varios sentidos, son también la culminación de una forma de entender ciertos microcosmos humanos y reconvertirlos en narraciones audiovisuales. Seguramente, además, la película se transforme en un clásico “de culto” en un futuro no muy lejano, como lo es hoy Los excéntricos Tenembaum, la película de Wes Anderson con la cual comparte no sólo un apellido en el título sino, esencialmente, una mirada extrañada, amorosa y algo piadosa sobre sendos clanes definitivamente disfuncionales, por ponerlo en términos suaves. (La conexión, desde luego, no termina allí: Baumbach y Anderson no sólo han colaborado profesionalmente en películas como La vida acuática y El fantástico Sr. Zorro, sino que son amigos cercanos en la vida real). No es difícil imaginar a esa Frances de 27 años, soltera y undateable (alguien con quien es imposible tener una cita, según la descripción de uno de sus muchos compañeros y compañeras de cuarto), algunos años más tarde, con varios de los rasgos neuróticos más evidentes de los Meyerowitz a flor de piel. Hay una diferencia cultural, sin embargo, que tiene alguna relevancia: el apellido Halladay y una visita a los padres de la heroína revelan un lejano origen escocés, bañado por un cristianismo tradicionalmente navideño; el mundo de los Meyerowitz, en cambio, transpira un judaísmo secular que varios textos han relacionado con el cine de Woody Allen, aunque aquí los traumas y cuentas pendientes familiares no estén marcados por una figura materna posesiva y sobreprotectora sino, esencialmente, por un sentimiento de desprotección y desamparo paternal.

Suele afirmarse, con justa razón (el propio realizador lo ha confirmado), que su película más autobiográfica a la fecha es Historias de familia (The Squid and the Whale, 2005), cuya historia sobre las consecuencias de un divorcio en la vida de dos chicos está íntimamente ligada a la separación de sus propios padres. Hay bastante de eso también en Meyerowitcz, según ha confesado el realizador en una reciente entrevista con la revista Wired: “Suponía que iban a aparecer las relaciones con esa otra película, fundamentalmente por la clase de familia que es y por el impacto que el divorcio tiene en ellos. Me interesan las mitologías familiares y cómo las familias pueden conformar sus propias definiciones acerca de lo que significa el éxito. Los chicos crecen con los cerebros lavados y es casi como desprogramarlos para tratar de deshacerse de ello. Es una lucha de alcances universales”. Respecto de ese judaísmo difícil de hallar en sus rasgos más religiosos, Baumbach confirma que “ni siquiera pensaba en los Meyerowitz como una familia abiertamente judía, simplemente me gustaba el nombre. Acababa de comprar una fotografía de Joel Meyerowitz, un fotógrafo callejero de mediados de los años 70 cuyo trabajo siempre me ha gustado, y creo que me conectó de alguna manera con mi infancia. Lo mismo le ocurrió a Dustin Hoffman. Esa es la generación de Harold”. Harold es, desde luego, el pater familias, el centro de rotación del universo Meyerowitz, presente incluso durante la mayor de las ausencias. El gran escultor que, sin embargo, nunca logró esa esquiva fama de la cual otros artistas de su generación hacen gala, muestra retrospectiva en el MOMA incluida. Harold –una de las más precisas y potentes creaciones de Hoffman en muchos años– es también el padre de tres hijos, Danny, Jean y Matthew (Adam Sandler, Elizabeth Marvel y Ben Stiller, respectivamente), hermanos o hermanastros cuya influencia materna está siempre relegada a un segundo plano, eclipsada por ese astro rey llamado Harold.

Comedias depresivas

Nacido en 1969 en Brooklyn, hijo de dos críticos de cine, Noah Baumbach debutó en el terreno del largometraje con Kicking and Screaming (1995), una comedia generacional ultra independiente acerca de un grupo de graduados universitarios con unos deseos enormes de no abandonar nunca la posición de privilegiados slackers. Casi un un-coming of age, un film cuyos protagonistas se niegan a dar el paso fronterizo de un estadio a otro. A tal punto que se niegan a alejarse demasiado de la zona de influencia de su antiguo campus universitario; a tal punto que uno de ellos es capaz de abandonar el aeropuerto, segundos antes de embarcar y partir hacia otra ciudad; a tal punto que les resulta imposible dejar atrás los modos y rituales de esa vida previa que, por más resistencia que intenten poner, comienza a escurrírseles entre las manos. Escrita y dirigida a los 26 años, la sensibilidad de esa ópera prima se acerca por momentos infinitesimales a la de un Whit Stillman, aunque las referencias y modos yuxtapuestos son diversos y variados, incluida la screwball comedy tradicional y una tendencia a encontrar en la escritura de los diálogos un reflejo de las ironías y contradicciones de la vida real, en un marco narrativo que puede ser tildado de clásico, en particular cuando se lo compara con el estilo que luego iría desarrollando y puliendo con el correr de las películas. Llegarían poco después Highball (firmada bajo pseudónimo) y Mr. Celos, ambas de 1997, cuyas vetas cómicas comienzan a teñirse cada vez más de rasgos dramáticos e incluso algo tristones. Pero las cualidades melancólicas estallarían en miles de esquirlas en Historias de familia, una auténtica comedia depresiva. Es allí, a partir de esa mezcla en tensión constante y extrema entre tonalidades y texturas emocionales, donde descansa el gran logro de Baumbach a la hora de buscar y hallar una forma personal de expresión. No es tanto que el llanto y la risa convivan y se abracen constantemente (esa idea puede describir perfectamente la obra de muchos realizadores a lo largo de la historia del cine) sino que la misma existencia de sus personajes puede comprenderse solamente a partir de una idea de absurdo dramático. O de drama absurdo, que para el caso resultan prácticamente la misma cosa.

Director de actores, con los cuales suele colaborar en el sentido más íntimo y creativo posible, Historias de familia no sería la misma sin la presencia de Jeff Daniels, Laura Linney, Jesse Eisenberg, William Baldwin o Anna Paquin, por nombrar a algunos de los actores y actrices que forman parte del reparto. De hecho, en casi todas sus películas los personajes suelen estar construidos a partir de un enlace físico único con los actores que los interpretan. En otras palabras, la muchas veces subvalorada importancia del casting. Lo mismo ocurre en Margot y la boda, la película de 2007 creada a partir de la interacción entre Nicole Kidman (Margot) y Jennifer Jason Leigh (Pauline), pareja de Baumbach en el momento de la realización. Pauline está a punto de casarse con Malcolm (Jack Black) y Margot viaja a la renovada casa familiar para la boda junto a su hijo adolescente, quien silenciosamente aporta uno de los puntos de vista sobre los acontecimientos. El choque entre opuestos es inevitable e inmediato y la relación entre ambas mujeres puede ser definida como de estricto amor-odio. Cada uno de los personajes está construido a partir de sus contradicciones, las zonas luminosas y oscuras, en particular el de Margot, escritora exitosa, madre imponente y diagnosticadora serial de síndromes y enfermedades ajenas, cuyos miedos más profundos quedan graficados a la perfección luego de un regreso a la infancia: trepar un árbol puede resultar sencillo, bajar es lo peor. Pero no sólo ella mete la pata: todos son en el fondo algo frágiles, más allá de (o justamente por) la aparente confianza en sí mismos. Lo cual los lleva, muchas veces, a hacer daño a aquellos que tienen al lado. “Cuando escribo sobre la gente, no pienso que aquello que están haciendo sea monstruoso”, afirmó el realizador en el momento del estreno. “No creo que los personajes en las películas sean monstruosos, creo que así es la gente. Eso no quiere decir que todos sean de esa manera o que sean así todo el tiempo. Es algo que refleja la manera en la cual veo el mundo, por lo que no es necesario ir a un lugar horriblemente oscuro para hacerlo, simplemente me conecto con lo que está ahí afuera”.

Padres, hijos, hijas

En ese vínculo un poquito patológico entre hermanas, cuya toxicidad sólo es atenuada por un cariño genuino, es posible ver un espejo de la relación entre los hermanos Meyerowitz, particularmente entre Danny y Matthew. El personaje interpretado por un Sandler en estado de gracia (ésta es la película ideal para demostrar sin fisuras la versatilidad y talento de un comediante usualmente menospreciado) encarna las características del loser arquetípico: casi nunca trabajó en su vida, es un manojo de neurosis y fobias y vive a la sombra de ese progenitor talentoso, lo cual no impide que sea el padre más amoroso de una hija adolescente. El Matthew de Stiller, en cambio, ha encaminado su vida a partir de una carrera en el mundo de los negocios de bienes raíces; es el hijo exitoso que, sin embargo, tiene una enorme cantidad de cuentas pendientes con su infancia. Súmese a la ecuación a la solitaria e implosiva Jean, quien en una escena tardía confiesa haber sido víctima de un caso de exhibición deshonesta por parte de un amigo del padre, excusa para que Baumbach ponga en pantalla un pase de slapstick clásico que remite, sin mucho esfuerzo, a esa obra maestra de la comedia física llamada Big Bussiness, el film de dos rollos protagonizado por El Gordo y el Flaco, un cliente y un auto transformado en chatarra. Los Meyerowitz ya es considerada por muchos como la mejor película en la carrera de Baumbach. Difícil aseverarlo con certeza: el factor del gusto influye y mucho en algo que no se asemeja en nada a las ciencias exactas. Pero es indudable que en su última película el director ha diseñado un mecanismo dramático y cómico casi infalible, apuntalado por un reparto ideal (ahí está también una hippona Emma Thompson, como la última mujer de Harold) y un oído impecablemente preciso para los diálogos. Diálogos entre sordos, en muchos casos, que evidencian nuevamente su filiación con la screwball comedy y sus palabras disparadas como fuego de metralla. Diálogos que son literalmente pisados por los de otros personajes o por el mismo Baumbach, que termina algunos de los capítulos de su historia abortando el final de una frase gracias a un abrupto corte de montaje. Para el director, “si ves una película de Ernst Lubitsch o de John Cassavetes, son diferentes, pero ambas son estilizadas, cada una a su manera. En mis películas, cuando los actores se dan cuenta de cuán estilizado es el diálogo, cuando encuentran la musicalidad correcta y dicen sus líneas con el mismo y exacto ritmo, eso ayuda mucho a ir hacia un lugar más profundo. Se transforma en otra cosa. Si la escena sale bien, resuena incluso más allá de lo que yo mismo puedo llegar a ser consciente. Uno no puede escuchar los diferentes instrumentos, pero escucha la canción”. En algunos casos lo esencial es invisible a los oídos.