Corre 1974 en la ciudad de La Plata y faltan menos de dos años para que a Juan Domingo “Bocha” Plaza los militares lo secuestren y desaparezcan. Es de noche, y Santiago “Coco” Plaza duerme hasta que escucha los disparos. Salta de la cama y sale corriendo hacia la entrada de la casa familiar, ubicada en pleno centro de la ciudad, donde lo ve entrar por el garaje a Bocha, su hermano, que había salido a sacar al perro para que hiciera caca.

--Me tiraron desde la esquina, boludo. Encima me lastimé con los pinches de la planta de mamá-- dice Bocha con tono torpe, agitado, señalándose el hombro.

En ese entonces él tenía 28 y Coco 29. La marca de las balas quedaron en el portón de la casa familiar. Coco, ahora con 79 años, recuerda a su hermano con la mirada perdida pero lo delinea con los mismos matices con que más tarde lo describirá el resto de la familia: un hombre alto, grandote, inteligente y de frases ajustadas. Su registro era de pocas palabras pero precisas, siempre en su mundo y con perfiles muy distintos en lo íntimo y en lo social. Entregado, con un corazón enorme. Algo soberbio, fanático de Racing. Un hombre con ternura.

Monseñor Antonio Plaza.

Era sociólogo, militante peronista y trabajaba en el Banco Río de Berisso. Junto a sus hermanos, Coco, Tito, Luis y Mery, fueron los sobrinos de monseñor Antonio José Plaza. Arzobispo en La Plata y capellán de la policía de la provincia de Buenos Aires al momento del golpe militar. Monseñor Plaza es definido por Mignone en su libro “Iglesia y Dictadura” como el arzobispo que “con mayor claridad y desenfado se identificó con la dictadura militar y sus métodos represivos”. “Tenía relación con Perez Companc, con empresarios, curas, políticos, militares. Con los poderes de turno”, asegura Coco. “El cura”, como lo mencionan sus sobrinos, mantuvo un trato cordial y familiar con ellos hasta 1975, año en que muere Jesús María, su hermano y el papá de todos. Desde entonces la relación familiar cambió. “Papá era el mediador entre el cura y nosotros, sus sobrinos peronistas. Siempre lo fue. El viejo venía a comer y nosotros revoleábamos los ojos. Nos hacía besarle los anillos, recuerdo. Nos negábamos y mamá nos retaba”. Monseñor bautizó a todos sus sobrinos y fue padrino de dos: Coco y Mery. Bocha era discutidor y no tenía el mejor vínculo con Monseñor. Las discrepancias eran políticas e ideológicas pero por la proximidad el vínculo se sostuvo familiar y cotidiano.

La más chica de los Plaza por muchos años de diferencia es la única mujer. “Bocha era muy particular. En casa hablaba poco de sus emociones, pero tenía una vida social intensísima. Entraban y salían los compañeros y amigos, siempre había debates, risas, gente”, dice María del Carmen “Mery” Plaza. Ella de su hermano recupera la protección. No era raro salir a bailar y que sus amigas le avisaran que afuera estaba Bocha esperándola para llevarla a casa. “Además era torpe, se divertía como un nene. Me acuerdo de verlo dentro de la pecera gigante que tenía Coco, con las patas metidas en el agua, sacando peces con Fico, su mejor amigo, para darle de comer al gato”. “Un día me desenchufó la pecera para enchufar no sé qué y me mató a todos los peces. Sin querer, obvio, después me pidió perdón”, recuerda Coco. Bocha dormía en la pieza del fondo. Entre los libros y una virgencita de Fátima (que hoy guarda su hermana), sus hermanos citan la misma frase de García Naranjo que tenía escrita en una pared de su habitación: “Pobre México, tan lejos de dios y tan cerca de los Estados Unidos”.

Coco y Mery Plaza en la marcha en Plaza de Mayo a 40 años del golpe.

Con el bigote bien recortado y de ropa elegante, Bocha era, ante todo, prolijo. De jóvenes, los Plaza supieron ir a Barrovento a tomar y bailar con amigos y parejas. También iban a las peñas de los partidos de izquierda a “hinchar las bolas”. Luis recuerda que le encantaban los carnavales y que “tenía arrastre, pero era un tipo fiel”. Susana primero y Perla después fueron las dos novias que recuerda la familia.

La urgencia de la época los hace recordar con naturalidad conversaciones que resultaron determinantes. Al momento de su desaparición, Bocha tenía 30 años, estaba de novio con Perla y llevaba mucho tiempo distanciado de Montoneros, aunque era un militante muy visto dentro del peronismo platense como dirigente cercano a compañeros de la Alianza de la Juventud Peronista. Todos coinciden: “era un jetón”. En los años previos al Golpe participó activamente de la creación de la JUP (Juventud Universitaria Peronista) y militó social y activamente en su unidad básica llamada “Los héroes de Trelew” ubicada en el barrio Churrasco, donde todavía tienen su placa. “‘Esta vez vienen en serio’, me dijo una de las últimas veces que lo vi en persona. Yo le dije que sí y que por eso se tenía que ir y conseguir un pasaporte también. Me dijo que todavía no, que yo me fuera, que él se arreglaba acá”, cuenta Coco. Y así fue. Él se exilió a México un mes después de asumir Videla y Bocha se quedó.

“A mi me caía mal. Era un bocón. Tenía la voz gruesa y la seguridad de ser de una familia con apellido. Los Plaza eran una familia importante, vivían en el centro. Lo escuchaba hablar a los compañeros en La París (una emblemática cafetería platense). Yo era amigo de Tito, pero a Bocha lo conocí en serio cuando vino a vivir a casa”, recuerda Diego Herrera. Diego y Aris Saván, casados en 1972 y con 26 y 27 años respectivamente, escondieron a Bocha en su casa los últimos meses antes de su secuestro.

“Te lo dejo”, nos dijo Tito en la puerta de casa, él se iba a México al exilio donde ya estaba Coco. A Bocha lo conocí ese día, el día que vino a vivir con nosotros. Era una ternura de hombre. Hablábamos horas de la vida. Me ayudaba mucho, siempre ofrecía ayuda”, cuenta Aris. “Tenía un miedo espantoso al principio. Por ahí estaba todo el día en la habitación del fondo y salía a estirar las piernas al patio cuando se hacía de noche. Nuestra casa era corazón de manzana, de pasillo al fondo. Algunas veces si escuchaba ruido o entraba gente que si él no sabía quienes eran se trepaba a la medianera bajita y se tiraba al descampado de al lado. Pero también prendíamos la parrilla y comíamos un pedazo de carne, unos chorizos. A casa venían nuestros amigos de más confianza y mucho no se preguntaba, todos sabíamos que mientras menos sepamos del otro mejor. Nos divertíamos mucho, paradójicamente. Bocha siempre decía que si a él lo agarraban los milicos lo iban a tener que picanear para que se calle, para que deje de botonear gente, y nos cagábamos de risa todos”, detalla Diego.

 Baldosa en homenaje de Bocha Plaza en la ciudad de La Plata, en la puerta de la que fue su casa familiar.

Tras la desaparición de Bocha, Aris y Diego permanecieron pocos meses en la ciudad hasta que vendieron a muy mal precio su casa y se escondieron en Tandil. Una familia sin conocerlos personalmente los resguardó. Lo dicen haciendo énfasis en que no los conocían y los cuidaron, como ellos hicieron con Bocha y con algunos más. “Y, pero qué ibas a hacer. La vida de esa persona corre peligro, ¿vas a dejarlo durmiendo en la calle o le vas a dar la espalda? No se podía hacer otra cosa. No se podía”, explica Aris. “A veces lamento no haberlo conocido antes, haber tenido de él solo esos meses tan difíciles. Pero tengo una foto de dos años antes de conocerlo que Diego le sacó a Bocha en el primer acto en la CGT con la vuelta de Perón al país, y tras la desaparición descubrí que en esa foto al lado de Bocha estaba parada yo”.

Antes de ir a la casa de Aris y Diego, Bocha permaneció escondido un tiempo en el sur, otro en isla Paulino, otro en Haedo y también en Los Talas, Berisso. El camino de La Plata a Los Talas era una boca de lobo de monstruosa oscuridad y casi 17 kilómetros. Al volante de un Fiat 600 su hermano Luis manejaba dos veces por semana para llevarle comida y ayudar así a la señora de Ledesma, la exsecretaria de su padre y dueña de la casa donde se escondía. Los hermanos tenían un código construido: dos juegos de luces altas era la señal de que era de Luis el auto en la puerta. Entonces Bocha salía, recibía la comida y charlaba unos minutos con su hermano.

El secuestro de Bocha sucedió un mediodía del 16 de septiembre de 1976, al mediodía de La Noche de los Lápices. Una jornada de operativos exitosos para los circuitos comandados por Ramón Camps. Fue Luis quien recibió la noticia y avisó a los demás. Se enteraron del secuestro porque ese mediodía en el bar de calle 7 esquina 34, Bocha estaba con el papá de Luis Díaz Martínez, un amigo, y en ese mismo lugar estaba el exmarido de una prima, quien vio la escena y avisó a la familia. Fue secuestrado junto al papá de su amigo que dos semanas después fue liberado. Pero Bocha no.

Esa mañana de septiembre dejó una nota en la casa de Aris avisando que salía. Ellos sabían que iba a ver a Monseñor. Y lo hizo. Después pasó por su casa familiar, le llevó mate a la cama a su hermana Mery y le contó que había estado con el cura, que tenían que arreglar temas de plata por la venta del auto de su padre. Le dijo a Luis que le avisara a Coca, a la vieja, que más tarde volvía a pasar. Aris y Diego sabían que, además, Bocha estaba detrás del pasaporte para poder irse del país, que le estaba pidiendo ayuda a Monseñor con eso. Coco también había recibido una carta en México de su hermano donde le vaticinaba su llegada. A pesar del miedo cotidiano, reflexiona Diego, algo lo habrá tranquilizado ese mediodía donde se expuso y decidió ir a ese bar para ver al papá de su amigo. Tres hombres de civil se los llevaron en un Fiat 125, y gracias al testimonio del hijo de Díaz Martínez, se supo que estuvieron juntos y detenidos varios días en la comisaría de 1 y 60. Los torturaron y a Bocha se lo llevaban, lo traían a la celda y se lo volvían a llevar. Díaz Martínez le detalló a sus hijos los gritos de Bocha, los insultos, y un “a mí, solamente a mí”, que gritaba pidiendo que lo fusilaran a él, pero liberaran al viejo de su amigo.

Mientras tanto, ese mismo día, en México se celebra el día de la Independencia. “‘Lo levantaron a Bocha’ me dijo Luis al teléfono. Me acuerdo la frase textual. Yo vivía con mi pareja de ese entonces en el D.F. Cuando nos llamó yo estaba escribiendo sobre antropología en unos folletos que les vendíamos a unos yanquis. Corté y se lo dije a Tito. Él se dio vuelta y le pegó una patada a una puerta de la habitación. Tito estaba parando ahí con nosotros. Me reenojé y lo cagué a pedos, íbamos a tener que arreglar la puerta ahora”, recupera Coco.

Todos los hermanos Plaza (Maria del Carmen, Santiago, Jesús Maria, Luis Maria y Juan Domingo).

Ya es octubre de 1976 y de Bocha no se sabe nada. Luis entra a trabajar como todas las mañanas por la calle 51 a odontología de la policía, en el área de sanidad. Pero en el pasillo gira hacia la derecha y entra a la morgue, donde los morgueros lo saludan con amabilidad y empiezan a destapar cuerpos. Chequea que ninguno sea su hermano, agradece y se va. Repite esa práctica varias veces. Por esos días descubre así a más de un conocido. “Tenía que tener mucho cuidado, si me mandaba alguna o me echaban o me hacían boleta”, explica hoy, sentado en su casa familiar, con 73 años.

Los meses siguientes sucedieron en el derrotero de una búsqueda estéril para Luis y Perla, la novia de Bocha. ¿A dónde ir?, ¿dónde preguntar? Todavía, aunque tensa por los acercamientos políticos de Monseñor con los militares, la relación entre la familia se seguía presumiendo como un vínculo de tío-sobrinos convencional. Ir a la curia a pedir ayuda era lo lógico. “Cómo te ibas a imaginar que el hermano de tu viejo, que era tu tío, podía ser capaz de algo. Pero bueno, después fueron llegando versiones, silencios, y uno iba madurando la idea”, explica Luis. Patricia, su esposa agrega: “era un tipo poderoso, me acuerdo de sus teléfonos, tenía uno rojo y desde ahí llamaba a todo el mundo. Tenía más peso que un gobernador”.

Coca, la mamá de los cinco, a Bocha lo esperó y buscó siempre. “Me llamaron y cortaron, debe ser él, tengo que estar atenta”, les decía a sus hijos cada tanto. “Mamá nunca dejó de pedirle ayuda al cura. Lo supe mucho tiempo después”, dice Mery. “La última vez que yo fui a la curia fue en 1978. Entré a la catedral como siempre, porque de chica iba mucho con mi viejo. Todavía me cuesta mucho atravesar caminando Plaza Moreno. Ese día, cuando iba caminando por el pasillo largo, lo vi a Monseñor con Camps. En ese entonces ya sabíamos quién era Camps. Me lo presentó, lo saludé, di media vuelta y salí. Me temblaban las piernas. Yo tenía 18 años. Meses después me fui a México y a Monseñor no lo vi nunca más”. Los caminos y algunas personas fueron tomando otra proximidad con la familia tras la desaparición de Bocha. Al por entonces novio de Mery, por ejemplo, le prohibieron verla. Pocos años más tarde, Ramón Camps, jefe de la policía de la Provincia de Buenos Aires y autor del “Circuito Camps”, la estructura represiva de al menos 29 centros clandestinos de detención, dirá en el programa de José Gómez Fuentes que duerme con la conciencia tranquila por no haber hecho nada más que cumplido con su deber, el deber de un argentino que enfrentó de forma abierta y franca la subversión en el campo armado.

La foto que Diego Herrera le saca a Bocha en el primer acto en CGT tras la vuelta de Peron. Sin conocerse, sale Aris al lado.

Luis cargó con su mamá y la búsqueda de Bocha en La Plata, y sus hermanos cargaron con el exilio. Todos vivieron el desmembramiento de una casa multitudinaria, alegre y dinámica. La vuelta a la democracia los trajo a los Plaza de regreso al país pero la recuperación de la historia familiar no fue tan sencilla de comprender ni verbalizar. Patricio, uno de los hijos de Luis, iba a ser cuestionado en un aula del secundario de Bellas Artes 15 años después: “¿Es cierto que monseñor Plaza lo entregó a tu tío?” le preguntará una docente de historia. Para Patricio ese día empezaron las preguntas y las discusiones en casa, la apertura de un tema que hará que sus padres vuelvan a hablar de la historia de una familia cruzada por el silencio y el dolor. “Tengo la marca de la bestia yo también”, dice Patricio, en relación a los bautismos de todos los padres e hijos de la familia oficiados por Monseñor.

Patricio fue el dibujante de la revista de las Madres de Plaza de Mayo, trabajó y militó con ellas y realiza producciones premiadas en todo el mundo con temas atravesando su obra como el poder eclesiástico. “Recibí todo lo que escuché y aprendí, fui una esponja”.

Fue Tito también quien recupera una discusión con Monseñor tras su exilio donde le dijo que se fuera si no quería terminar como su hermano, y junto con Coco serán los que relaten la historia desde la militancia y la política las décadas siguientes. Va a ser Ana Eva también, la hija mayor de Coco, quien los aliente para llegar al juicio que ahora está en curso. La historia de Bocha va a atravesar a todas las generaciones de la familia. Y la de monseñor Plaza también.

Pablo Llonto, abogado especializado en Derechos Humanos, es ahora uno de los abogados de la querella del juicio de “1y 60” y “comisaría 8ª” que se está llevando adelante y juzga a 18 exmilitares, expolicías y civiles por los crímenes contra 299 víctimas, incluido Bocha, en los dos centros clandestinos de detención. Sobre la figura de monseñor Plaza, Llonto explica: “penalmente no se puede hacer nada con él ni con con cualquiera que haya muerto, pero sí podemos dar pelea por el derecho a la verdad y pediremos que se deje constancia en los fundamentos de la sentencia sobre el rol cumplido de Plaza sacerdote, aunque depende de los testimonios. Hay mucho testimonio sobre su participación junto a militares en actividades sociales y políticas de la época, era un sacerdote muy ligado a ellos. Plaza tuvo muchísima participación exponiéndose en eventos, actos y declaraciones periodísticas. Ahora responderemos a la pregunta de si tuvo un rol activo en la represión como la tuvo Von Wernich, si estuvo elaborando listas, si cumplió roles como el de monseñor Graselli. Es difícil también, porque hay muchos testimonios que te dicen que escuchaban a un cura pero no lo veían, tenían los ojos vendados. El juicio será largo y está empezando”.

De alguna manera, 48 años después, algunas cosas todavía están empezando. 

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