Si bien, a esta altura, ya es un actor popular de televisión, Germán Palacios consolida cada vez más su trayectoria en el cine. Además de trabajar en la miniserie televisiva La fragilidad de los cuerpos –basada en la novela homónima del escritor Sergio Olguín–, al actor, cuya bisagra en su trayectoria fue Tumberos, este año también se lo pudo ver en la pantalla grande en la ópera prima de Natalia Garagiola, Temporada de caza. Allí componía a un padre áspero y curtido por el frío del sur argentino que se reencuentra con su hijo adolescente, con quien tiene una relación conflictiva. Casualidad o no, las dos películas en las que Palacios trabajó este año fueron óperas primas. La segunda es Los últimos, primer largometraje de Nicolás Puenzo, hijo del director de La historia oficial y hermano de Lucía Puenzo, también cineasta. Palacios ya había trabajado con el joven Puenzo en la miniserie televisiva Cromo, sobre una científica que muere en extrañas circunstancias mientras realiza una investigación en torno a una curtiembre en Corrientes. “Obviamente tuvo un plus el hecho de que viniera de manos de Nico”, cuenta el actor en la entrevista con PáginaI12, sobre los motivos que lo llevaron a actuar en Los últimos, que se estrena mañana. 

La película –que fue filmada en el Altiplano boliviano y en el desierto de Atacama– tiene un tono apocalíptico y transcurre en el desierto. Una joven pareja, interpretada por Peter Lanzani y la modelo y actriz peruana Juana Burga, vive en un campo de refugiados en el desierto de Atacama (en una comunidad que está olvidada y que le da título al film), tras una guerra por el agua. Allí la gente no sólo está sin agua sino también sin futuro. Al enterarse del embarazo de la joven, ambos deciden escapar al mar en busca de una vida mejor para su hijo. Para ello, emprenden una larga travesía por terrenos desérticos y devastados por la explotación industrial y la minería. Es allí donde conocen a Ruiz (Palacios), un veterano fotógrafo, corresponsal de guerra, de personalidad neurótica y muy enroscado, que atraviesa esta trama de devastación y supervivencia. “Cuando Nico me vino con esta historia, me gustaba mucho el clima de lo que él quería hacer. En realidad, él empezó contándomela como una narración oral. Yo entré a la película sin guión. Y diría que trabajé un montón de tiempo con Nico en la construcción de Ruiz, por fuera del guión. Tenía más que ver con la funcionalidad del rol en el cuento, posibles resoluciones de cosas que él estaba pensando en voz alta y me compartía. Hasta que al final bajó un primer guión. Cuando lo hizo, empezamos a trabajar ya más puntualmente sobre esa guía”, agrega Palacios.  

–Para la construcción del personaje, ¿habló con algún corresponsal de guerra?

–Sí, con los vivos y “con” los muertos: hice un trabajo de investigación, un poco histórico, desde el fotoperiodista Robert Capa hasta un amigo mío argentino, Ezequiel Ponto, pasando por James Nachtwey, un fotoperiodista norteamericano que es increíble. Empecé a estudiar un poco ese mundo con la idea de ver cómo eran sus historias personales, el gran rasgo. Ahí vi que para un fotoperiodista es difícil tener una familia. Está está yendo y viniendo, en permanente riesgo de vida. Los fotoperiodistas tienen un modo de ser muy particular. Es gente que anda con muy poquito equipaje. La situación de falta de confortabilidad también tiene que ver con el clima de la película, pero me llamaba la atención esa extraña valentía de estar relatando situaciones tan extremas, con el riesgo de perder la vida en cualquier momento. Empecé a meterme ahí y, en un momento determinado, comencé a buscar con mucha necesidad la historia personal de Ruiz. Tenía que saber su biografía para poder meterme en la peli. Y ahí me ayudó mucho el acopio kartuniano. Lo que nos enseñó Kartun yo también lo hice como actor. Me gusta contarlo cómo él lo transmite.

–¿Cómo es?

–Ir a buscar las imágenes, la data y cuando tenés todo ese acopio, empiezan a aparecer cosas que van ayudando en la construcción. Entonces, empecé a inventar la biografía de Ruiz. Y cuando la empecé a escribir, se la transmití a Nico y juntos empezamos a tomar decisiones de cómo se iba a mover el personaje. Se trataba de ver por qué Ruiz actuaba como actuaba. A la vez, el punto de vista de Nico, por su oficio de fotógrafo, es el de un fotoperiodista. Eso me metía una gran responsabilidad.

–Justamente la película tiene la marca de Puenzo en la fotografía, ya que su oficio original es el de director de fotografía...

–Sin duda, es algo que tiene muy marcado y suelo decir que es como un chico, porque para él es un juego. Lo maneja con fluidez. Y no se pone límites respecto de lo que se puede realizar y lo que no. 

–¿Qué características requería el personaje?

–Me gustaba mucho la idea de alguien que está border, casi perdido en medio de la guerra, aturdido. De hecho, jugamos bastante con eso. Es un tipo que está medio sordo y que sigue ahí laburando y que ya ni siquiera sabe bien para quién lo hace. Obviamente, estaba el conflicto del poder, de quién es el jefe de Ruiz. En la medida en que fui hablando con distintos fotoperiodistas me fui relajando un poco en ese punto, para no moralizarlo. Yo sabía que eso no iba a servir. Y nos empezó a gustar la idea de un tipo que está jodido y que, a partir del encuentro con los otros personajes, se va reubicando y va reapareciendo un aspecto de su historia que nunca se revela del todo. El tipo no lo verbaliza pero se puede intuir a través de sus acciones. 

–¿Se conectó con la cultura andina o investigó también antes del rodaje?

–No en particular para la construcción de Ruiz. Sí sabía que iba a ser una especie de “rotoso”. Y me gustan mucho los roles cuando están totalmente ligados al decorado, a lo que cuenta la película. Por eso, la decisión de dejarme la barba y crecer el pelo, porque yo quería que se pudiera intuir que este tipo está ahí desde hace mucho y que antes había sido un tipo prolijo y que tenía otra fisonomía. Y ahora la historia lo puso en otro lado. Después, trabajando con Peter Lanzani y con Juana Burga, también bajamos mucho al terruño. Me llamó mucho la atención Juana. El nivel de contacto que ella sí establecía con la Pachamama. Yo puedo conectarme desde un lugar sensible, pero con Juana tenía la sensación de que me estaba conectando con alguien que era de ahí. 

–La historia habla sobre una pareja de refugiados, un tema muy presente en el mundo actual. ¿Cómo analiza el drama de las personas que buscan un futuro mejor?

–Lo veo trágico como destino. Se me viene la imagen de las pateras, por ejemplo. En un mundo que se globaliza y que se propone como un lugar de menos habitantes, ricos cada vez más ricos, pobres cada vez más pobres, el drama de un refugiado es el de un ser que está yendo hacia un lugar donde seguro se va a morir, si no se muere en la patera de hipotermia o ahogado. Nos cuesta mucho ponernos en el lugar del otro. Desde que hice la vida de San Francisco de Asís, un poco me río de mí mismo porque no creo en la gente que no se puede poner en el lugar del otro. Es realmente una situación que, en lo personal, me inquieta y sobre la cual estoy dispuesto a tomar partido.

–La lucha por el agua y el calentamiento global también es algo que está muy presente a nivel mundial. ¿Cree que, en ese sentido, la película busca concientizar?

–No me parece. Lo veo más como una cuestión de contexto. No es que la película intente particularmente bajar una línea. Lo bueno de la película es que tiene que ver con algo muy difícil que nos pasa: tener el derecho a estar informados y a poder opinar y votar. Pero también me da la sensación de que estamos muy mal informados, muy engañados, de que ahí se juega algo muy complejo. Es triste. Te dicen que está todo bien y que “esto no contamina”. Mientras tanto, hay gente que nace con malformaciones. Yo esto lo viví hace mucho. Fui a hacer teatro a Wilde y allí está el Polo Petroquímico y había gente con malformaciones, viviendo a diez kilómetros. Y unos holandeses manejaban la planta a distancia. El asunto es si te interpela o no a nivel personal. Yo siempre tiendo a pensar qué me pasaría si me faltaran el agua y los alimentos. Al final del recorrido, el más solidario es el más humilde. Es una cuestión de dónde se para cada uno y cuál es el punto desde dónde lo mira. 

–Este año se estrenó también Temporada de caza, donde es uno de los protagonistas. ¿Es una casualidad o está tratando de trabajar más en cine?

–Tengo un gran amor por el cine. Siempre intenté tener mi continuidad. Yo sigo teniendo el mismo criterio: si me gusta el cuento y el encare del director procuro hacerme un espacio para participar en ellas porque es lo que me da placer.

–Ambas fueron rodadas en lugares complicados: el desierto en Los últimos y paisajes helados y nevados del sur en Temporada de caza. ¿Le resultó difícil rodar en esos lugares? ¿Implica un mayor desgaste físico?

–Sí. Ultimamente estoy hablando de lo inconfortable. Me llevo bien con esa situación de trabajar en escenarios reales, a veces, con todo en contra, pero cuando eso es a favor del cuento, está bueno someterse a atravesar esas circunstancias. No hay seguridades ahí. Se trata del día a día. 

–Y las dos películas fueron dirigidas por cineastas que debutan. ¿Cómo ve el post-Nuevo Cine Argentino de esta década?

–Veo que hay gente muy preparada. No tengo el prejuicio de si es o no una ópera prima. Me fijo qué es lo que el director quiere contar y cómo me cuenta que sueña su película y qué punto de vista va a tomar. Tanto Natalia como Nico estuvieron como siete años cada uno trabajando antes de rodar su película. Es gente muy cuidadosa. También me ha tocado trabajar con directores que son más productores, que tienen otra visión.

–¿Cuánto tienen de cerebrales y cuánto de corporales los últimos personajes que hizo?

–Los dos tienen la hermosa conjunción de ser seres muy sensibles en circunstancias jodidas. En el caso de Temporada de caza, es una persona que se ha ido endureciendo a través del vínculo con el paisaje y su profesión como cazador. Pero es un ser sensible. No es un tipo al que nada le importa sino que tiene un conflicto interno y  está metida en una cáscara y no puede terminar de manifestarlo o de expresarlo de un modo más sencillo. Esos personajes me fascinan. Me gusta mucho ese desafío de narrar algo con poquitos recursos y que, a la vez, tenga mucha intensidad. También Ruiz es un personaje que está al límite: podría explotar o enloquecer. El tipo está al borde, pero es sensible y todavía tiene cierta posibilidad de cambio.   

–Debutó en el cine con Pasajeros de una pesadilla, una película que reflejó una historia que impactó fuertemente en la sociedad argentina de los ‘80. ¿Cree que hoy tendría el mismo impacto que en su momento?

–No sé si a nivel truculencia como policial, pero, de algún modo, seguiría incidiendo por las capas que tiene esa historia. Tendría una vigencia muy grande en la conexión entre lo que es el policial crudo y el social-histórico donde ese parricidio se inscribió, en la dictadura, con todos los intereses económicos. Sería muy actual. Y quiero hacer un homenaje particular, porque se nos fue hace unos días Federico Luppi, protagonista de la película. El tuvo mucho que ver con la manera que tengo de encarar el trabajo en el cine, porque me ayudó mucho. Nunca lo voy a olvidar. Yo di una prueba con Federico para trabajar en Pasajeros de una pesadilla. Fue un lunes a las ocho de la mañana, llovía y era un día asqueroso. El vino desde Garín, donde vivía, para hacer una prueba actoral conmigo. Me encontré con un caballero, una persona que no me hizo sentir esa movida. Me di cuenta de que era más fácil actuar con Luppi. Yo era un actor que recién empezaba a trabajar profesionalmente y Luppi me mejoró actoralmente en esa prueba. Cuando terminó, me dije: “No me importa si hago o no esta película”. Me quedé con esa sensación. Después, tuve la suerte de hacer la película y de encontrarme con una persona de la cual pude aprender mucho.