I. Reloj de arena

Sentada en el balcón, miro hacia la plaza. Me observo allí, desmadejada en un banco bajo la sombra.

Sobre mi falda, un ovillo de horas enredadas al que colman nudos y agujeros del día, y sus momentos. Ayer. Hoy. ¿Acabo de dormir la siesta o ha sido el descanso nocturno? ¿Anteanoche, o el previo que pasé leyendo con Reinaldo? Mis manos intentan ponerles orden. Ahora. Semana pasada. No logro acomodar las hilachas de una manera lineal, coherente.

Y allá, en la plaza, donde me escruto, a mis tobillos los rodean fragmentos que parecen trozos de espejos. Apilados. Dispersos. En uno me veo de delantal, con trencitas, portafolios en mano, sonriendo. Otro con un muchacho que me abraza ¿quién? ¿cuándo? Y metida en esa manifestación ¿qué bandera alzo?

Mi cabeza es un reloj que marca mal los números, adelanta y  atrasa, saltimbanqui que le erra al blanco en cada rebote y cae en el pozo profundo de la nada.

Entra él. ¿Lucas? ¿Se llama Lucas mi marido? Se me borró, se incorpora al firmamento de nombres y palabras que giran y giran en órbitas lejanas, rotando sin ubicación en mi mente donde pueda localizarlas, quién. Qué.

-‑¿Tampoco vas a trabajar hoy? ‑me interpela.

Se amontonan en mi boca palabras listas a salir y precipitarse, pero las bloqueo. Pretexto: -‑No me siento bien esta mañana.

-‑Son las cinco de la tarde. ¿Les avisaste?

Miento nuevamente. --Sí.

Se despide: -‑Nos vemos... No me esperes. Ignoro a qué hora llegaré;  debo lidiar con un cliente importante y difícil de convencer.

Su mentira, el lugar común de cada día.   

¿Dónde me hallo yo en realidad? No puedo decirle que me encuentro dentro de un féretro, rodeada de velas y coronas. La que era mi gente, ausente. Nadie a mi alrededor. Nadie que llore.

Me observo allá en el banco de la plaza, escrutando un fragmento del pulverizado espejo de mis recuerdos. Acovachada detrás de un parapeto. Frena un camión, me cargan a la fuerza, a los empujones. ¿Hombres que llevan uniformes blancos o verdes? ¿Ambulancia de psiquiátrico o camión con insignias militares? Me veo joven en el reflejo, ¿me sucedió hace años a mí o fue a alguien de mi entorno? ¿Realidad o imaginación?

Cargo esta cabeza; reloj que saltea, repite o duerme la duración del tiempo y sus sucesos, los acelera o anestesia, los mezcla, bufón que se estrella en cada salto y cae en el pozo donde conviven confusión, experiencias, alucinaciones, las que se aparean y dan a luz burlas para alguien a quien todavía sigo llamando "yo".

Yo.

¿Puedo?

...

 

II. Amnesia por decreto

 

Constituimos una cofradía. Ésta.

Dos decenas de mujeres cosidas por reglas idénticas. Como la ropa que usamos, y el lenguaje que refleja el mismo pensamiento. Nos calcamos del molde cada una, cual modistas.

Tomo clases de idioma. Aprenderé el que se habla aquí, tan diferente al de mi país.

"Olvidar", es la primera palabra que me enseñan, Y no en sentido figurado, ni de aplicación hipotética. "No debés pronunciar más esa palabra, ese nombre", me indican. Pero la palabra que mi mente ha de evacuar como desecho, vuelve y vuelve.

Este mediodía nos sentamos alrededor de una larga mesa.

Celebramos el mes de consagración, (austeridad, disciplina, sobriedad). Nos disponemos a brindar. Alzo la copa, como el resto, pero huelo su aroma, ajeno, tabú. Se me cae de la mano y quedo bajo el baño de miradas de sospecha de mis pares.

--Zelma: ‑sentencian finalmente‑, tomá este otro vasito de licor para alzarlo junto a nosotras, una de nosotras. En honor a la sangre derramada por Nuestro Señor.

¿Cómo beber una bebida alcohólica, cosa que nos prohíbe el Sagrado,  aquél que aquí ha sido declarado "Innombrable"?

Porque debo olvidar a la difunta Zelma. Mi yo antecedente ha muerto y "Alá, Alá", es declarado deidad no grata en esta tierra donde encalló el barco con nosotros, ilegales, intrusos, invasores africanos, musulmanes. Y en esa costa, donde madres acunaban sus niños muertos, se me acercaron esas mujeres de trajes grises y tocas blancas y me ofrecieron salvarme. Incorporándome a su congregación recibiría el amparo protector y total de la hermandad.

La copa de licor espera en mi mano. La acerco a la boca, pero cae y estalla como una bomba de la que todas se apartan.

Alguien trae un trapo de piso, y una pala para alzar los vidrios.   Alguien trae mi valija, pasaporte hacia otro rumbo, otro destino, ya que éste se me cierra. Tomo la maleta que me devuelven y me expulsa de la ¿comunidad?

Rumbeo a la salida. Abro la puerta.

Reencuentro a una vieja conocida.

Zelma me espera.

 

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