El muchacho entra en su casa “medio caño” y prende la luz. Mira la bombita que cuelga del techo y se pregunta cuántos kilos del carbón que extrajo ese día de la mina serán necesarios para generar la electricidad capaz de encenderla. Piensa en la poca gente que sabe del esfuerzo que cuesta ese trabajo. Después echa leña a la salamandra y la enciende. Se saca el mameluco, los borceguíes tiznados de carbón y barro, y se tira a la cama en calzoncillos largos. Conecta los audífonos a su celular y escucha a Pink Floyd. Nadie podría imaginar que un minero como él escucha esa música y no música de pobres: cumbia, cuarteto y esas cosas. Pero no. Él escucha Pink Floyd cada tarde. Cuando vuelve de palear carbón durante horas en la pared del frente de derrumbe del fondo de la mina. Donde cada día le besa las alas a Belcebú y vuelve de sus dominios hasta la superficie. De repente se da cuenta de que le duelen los huesos y los pulmones. Piensa que la humedad y el polvillo que flota en las galerías deben estar haciendo de las suyas en su cuerpo. Tose y escupe una flema negra. No es nada, piensa. Más de lo mismo. Es joven y tiene mucha energía. Ese día, como tantos, fue una luciérnaga más en la eterna noche de la mina. Caminando con su foco en la frente por el socavón oscuro, jugando a la ruleta rusa con la montaña. Aunque, como los demás chicos de su edad, tenga Facebook. Y setenta amigos en todo el mundo. Y amigas. Parecidas a esas noruegas sin ropa, blancas como la leche, que mira por Badoo. Que no podrán entrar a la mina hasta el 4 de diciembre, fiesta de Santa Bárbara, único día en el que les está permitido bajar a las mujeres. Ni siquiera la foto que le sacó con su celular a la chica que ve todos los días en la parada puede bajar a la mina. Porque la Madre Tierra se enojaría. Y desataría un derrumbe. Ella sólo deja entrar a los hombres. A quienes espía trabajar en la oscuridad, mientras imagina las mujeres que tendrán. Y le da rabia. Por la belleza de esas sonrisas francas y besos explosivos que, sabe, prodigarán a esas mujeres. Cuya idea le produce escalofríos y la hace temblar. La misma reacción que le sucede cuando el muchacho le araña el vientre con su pala, su vagina de carbón menstrual. Y le provoca un cosquilleo que la hace escupir carbón. Mientras él da un salto atrás y se salva de su orgasmo, del desmoronamiento. Idéntico a los arpegios con que explota en sus oídos la guitarra de Pink Floyd. Son jóvenes los que se traga la mina, cada tanto. Forjados en la mita, en la encomienda, en el yanaconazgo. Embotados por el silencio. Hipnotizados como pavos por el oscuro de no ser nada más que una pala que excava y excava la podredumbre barrosa mezclada con el carbón de la pared del frente de derrumbe del fondo de la mina. Para alimentar esas usinas que están afuera y bombean electricidad a su país. Y después poder soñar un rato, tirados en la cama y tocarse como él, que piensa todo el día en la chica que será madre de sus hijos. Esa a quien le sacó una fotografía a escondidas mientras esperaba el ómnibus. Esa que no podrá entrar a la mina hasta el 4 de diciembre. Cuando él mismo la lleve hasta el fondo de la mina. Y quede allí su olor. Que apaciguará su miedo cada vez que huela la humedad de la mina. Si fuera un minuto en vez de un segundo de luz lo que aportara su palada, sería mejor. Porque su trabajo valdría más. No su vida, claro. Ya sabe que su vida vale poco. Aunque escuche el mismo Pink Floyd que oyen otros que tienen trabajos más delicados. Y mire a las mismas noruegas de carnes lechosas que se desvisten cada día en su teléfono. A quienes acaricia en sueños. Con sus dedos negros que al contacto resultan como chispazos de soldadura autógena. Y esto lo vuelva tímido con las mujeres reales. Por eso no se anima a hablarle a esa chica que espera el colectivo en la parada todos los días. Con quien, está seguro, hará hijos alguna vez. Porque ella también tiene Facebook y amigos en todo el mundo con quienes conversa y les cuenta su vida diaria. No como él, que no confiesa a los suyos que trabaja en una mina. Y que está solo. Aunque, como ellos, prenda la luz en su casas cada noche, se tire en la cama, escuche Pink Floyd y sueñe con esa chica. Y con la pared negra de carbón del frente de derrumbe del fondo de la mina, que debe domesticar. Con su propia The Wall.

Padre e hijas, COLONIA ALBERDI, Misiones, 2017.