• Virgilo Expósito, compositor de Naranjo en Flor, encontraba placer en reiterar las mismas anécdotas sobre la creación del glorioso tango, pero a la mitad del relato se dormía, pues sufría de narcolepsia. "Hay que dejarlo un rato y ya vuelve", aclaraba su esposa como quien dice que alguien se fue de viaje pero regresará en minutos. Ya que la anécdota era muy conocida, algún presente la completaba. Cuando Virgilio reaccionaba, olvidado de dónde había dejado, retomaba la cuestión hasta culminarla. Todos disimulaban que ya conocían el final. Como a la mayoría de los de la Trova se los contó, hacían del relato algo personal y privado, ya que el compositor lo narraba como un secreto, de alma a alma. Una noche con Raúl Carnota lo vimos dormirse y regresar cuatro veces, y siempre retomar la historia en la misma parte hasta que la culminaba.
     
  • La Trova había desembarcado en Buenos Aires y sobrevinieron los grandes aplausos, las giras, y con ello el cambio de hábitos. Los llevaron a un comedor japonés. Todo penumbras, música oriental y un hambre de lobos. Una señorita vestida de geisha llegó hasta ellos ‑sentados en canastita sobre almohadones‑ y depositó en el centro de la rueda un caldero humeante. Uno de ellos, el más famélico, destapó el cuenco y sacó lo que creyó eran panecillos tibios. Los masticó hasta escupirlos. Ahí descubrieron que lo que parecía un manjar arrollado eran toallitas al vapor para higienizarse las manos. Se estaba por comer un hermoso trapo perfumado.
     
  • Tocaba Hugo García esa noche en un show importante. Mientras la banda sonaba en su primer tema, él, para disfrutar y entender cómo se oiría desde las butacas, recorrió el teatro en la penumbra con tan mala fortuna que se llevó por delante un ventilador ominoso que le lastimó su mano derecha, al punto de sangrar como un herido de guerra. Tocó igual. A Carlos Velloso le sucedió algo similar: llegaba al antiguo ATC para el show de Badía y era tal el apuro que el chofer cerró la puerta trasera con el dedo del bajista en la abertura: el dedo se transformó en segundos en una bondiola horrorosa y lo retorció el dolor. Tocó igual. A ambos, a Hugo y a Carlos les dijeron ‑aún ignorantes de los accidentes‑ que habían hecho una performance como nunca, y se le habían visto en sus semblantes un auténtico sentimiento profundo marcado de emoción que parecía llegar hasta las lágrimas. La Trova formó soldados de gesta heroica, sin dudas.
     
  • Fue mi papá un ser extraordinario, inusual y absurdo. Le gustaban las chanzas, ejecutarlas y revivir la de otros. Más de una vez se atribuía actos ajenos, pero lo hacía para sazonar mejor la historia. Narrar en primera persona le caía mejor. Cuando su hijo, quien aquí suscribe, empezó a componer oficialmente y sus temas empezaron a ser pasados por radio adquirió una costumbre exótica: llamaba a la emisora pidiendo que pasaran algunos de mis temas. Como lo hacía repetidamente, empezó a hacerlo cambiando la voz para no ser descubierto. Pero al ser tan mal imitador, el chiste se volvió insolvente. Decidió cambiar la estrategia y el formato. "Usted llama siempre pidiendo lo mismo, pero le pido que cambie de actitud ¡La voz de señora le sale muy mal!", replicó la operadora una tarde.
     
  • Silvia Fernández Barrios, famosa por su tujes manoseado en un tumulto de periodistas, más que por sus condiciones de movilera, fue mi primera entrevistadora atractiva ‑sus medidas eran bien proporcionadas‑ que tuve en los albores de los '90. Fue mi inicial contacto con los medios. Y allí fui, con mi hosquedad del momento y mi curiosidad por sentir que debía responder en nombre de un grupo, evitando la vanidad o el desdén. Muy compuesto llegué a la radio. Ella estaba esperándome. Comenzamos la entrevista. Habló maravillas de mi arte, de nuestra unión y el fervor alcanzado por  mis obras. Expresó que éramos un movimiento y que habíamos explicado en canciones lo que muchos habían callado. Hice silencio por el podio pues me pareció excesivo. Luego empecé a  sospechar: sus preguntas giraban en torno a mi vida rural, mis comienzos en la facultad, a mi mirada poética sobre el río, mis estudios cursados, mi título de técnico en Agronomía. Entendí todo el equívoco. Cuando me saludó, se despidió con un efusivo "!Saludamos a Jorge Fandermole, ha sido un gusto!". Y puso Pájaros de fin de invierno. Me reí por dentro, nada le aclaré y lo único que lamenté no fue el error, sino que la bella siempre estuvo sentada y nada pude comprobar en vivo de sus aptitudes profesionales.
     
  • La anécdota breve remite casi a la misma época de lo anterior: había ido a un canal de cable y respondido lo mejor que pude temáticas sobre la canción, la proyección, el futuro de la música y demás etcéteras. Todas aproximaciones, vaticinios que uno deposita en el aire para no quedarse callado. Por la mañana me encontré tocando un portero para ensayar. El petiso pasó a mi lado, se me acercó y me saludó estrechándome la mano:

    --Te felicito, che.

    Yo dije un "gracias" pero me picó la curiosidad.

    --Por qué me felicitás?

    --Por lo de la televisión -respondió.

    --¿Dije algo bueno, que te haya gustado?

    Se tomó un segundo y respondió alegremente:

    --No, te felicito porque llegaste a la televisión.

    Para algunos, el triunfo es una cara en la pantalla y nada más. Así se explican muchas elecciones victoriosas de ciertos políticos.
     
  • Ensayaba Irreal en calle 9 de Julio, frente a la Plaza Buratovich. Eran tiempos de cólera militar y las urnas bien guardadas. La ventana se abría por el calor e irradiaba todo el ensayo hacia afuera. Casi frente a ella, indefectiblemente, nos acompañaba un móvil de la policía, un Comando Radioeléctrico de la época. Acostumbrados a la vigilia, terminamos por ignorarlo. Una tarde, en un descanso entre tema y tema, se asoma un oficial y apoyado en el balcón nos llama. Supusimos una requisa o algo peor. Cuando le preguntamos qué necesitaba, solo murmuró: "¿No saben una de Aquelarre?". Indudablemente, el rock había penetrado las capas más profundas incluídas, las de la represión. Tocamos un poco de "Violencia en el parque", como en una negra alegoría.
     
  • Mi papá nos escuchó por primera vez en los albores de nuestras formaciones. Fue en Madre Cabrini, una tardecita de agosto. Pasó de incógnito pero lo reconocí en la sala, medio oculto detrás de una columna. Por la mañana, cuando desperté, tomamos el mate y enseguida mis preguntas acerca de lo que le había parecido.

    "Suenan muy fuerte y no se entiende nada ‑era verdad, el sonido no podía ser más primitivo‑, y además los temas son muy largos. Otra verdad. Estaban pegados con cinta adhesiva donde cada cual le ponía o agregaba una parte; estábamos lejos aún del sentido compositivo de lo que significa lo "compacto" o "redondo". En ese momento no entendí y hasta me enojé. "Mi viejo no sabe nada",  murmuré a los demás. Y seguimos. El tiempo, con nuestra madurez de autores, le dio la razón: hoy lo quisiera como manager pero debe estar muy lejos, oyendo otras músicas más celestiales, tangueriles, y que duran exactamente tres minutos y fracción. La gente se distrae con los temas largos, me explicaba con buen tino de productor. No lo supe escuchar, como corresponde a la edad de la rebeldía y la ruptura.
     
  • Cumpleaños de Mercedes Sosa en la casa de Víctor Heredia. Alrededor de ella, adulones y guardias korps del folclore tendían un manto reidor, festejando atentos las palabras de la señora. Ella, muy mansamente, desgranaba anécdotas y repartía dones con generosidad. El autor, de la Trova Rosarina, allí presente, tomaba un vino de parado tratando de pasar desapercibido. En un momento, Mercedes se empezó a despachar con la saga de autores que le interesaban y llegó a nombrarlo. El, por pudor, no dijo nada, no se dio a conocer y nadie lo señaló: era un auténtico desconocido en la reunión. Respiró tranquilo: su arte, en secreto casi, había alcanzado lo mejor del cancionero; no precisamente por alabanzas de Mercedes sino por haber conseguido lo mejor y más poderoso para un compositor: la invisibilidad.
     
  • Sucedió en Santa fe, una noche de lluvia. Luego del advenimiento de Cambiemos. Tocamos y canté lo mejor que pude, y luego me puse a parlamentar acerca de lo desunidos que estamos, y más aún en ese momento especial. Un tipo fornido, mirando el fondo de su vaso vacío me espetó: "¡Los rosarinos son todos unos hijos de puta!".

    Seguí tranquilo, acostumbrado a los borrachines provocadores. El tipo prosiguió para horror de sus acompañantes. Le pedí que se fuera y me contestó con otro epíteto grueso. Al terminar la primera parte del show se me acercó una dama: "Soy la hija del que te puteó, y te quiero aclarar que no es contra vos. Desde que perdió el peronismo que no sale de la cama, le estamos dando medicación y hoy lo bañamos, lo cambiamos y le dijimos que saliéramos a ver tu show, que le iba a hacer bien...te pido disculpas", dijo. Las acepté y vi cómo retiraban al pobre diablo. Lo abracé antes de irse y se largó a llorar a moco tendido. Evidentemente, el Mal arrasa contra toda forma de vida. Pero no ganará. "No estás solo", le dije al oído y me fui para el salón.
     
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