"El amor más grande que conocí

sin querer un día pasó por mí".

Fito Páez

 

Se saludan en la vereda por cortesía. No se conocen pero saben que van a compartir los próximos tres días de trabajo. El saludo se diluye en la alegría colectiva del encuentro y el reencuentro ajeno: abrazos, besos, onomatopeyas jubilosas, recuerdos presentificados.

La labilidad del momento a ella le resuena. Lo ve alejarse y le nota las chispas que lo pueblan. En su andar templado y el leve movimiento de sus comisuras cree adivinar cierta maravilla. Sin embargo, suelta la imagen.

La ciudad alejada y el tiempo fuera del tiempo comienzan a configurarse con el paso de las horas. El andar se hace más lento, las fibras musculares, fusiformes y multinucleadas, ceden paso prácticamente involuntario a la distensión, que alcanza las células cerebrales, como si se abriera la tapa de la cabeza y se dejara que vuelen, libres, los pájaros de la memoria inútil.

‑‑Acá no son necesarios el maquillaje, los zapatos altos ni el devoramiento alimentario perjudicial, seco, atolondrado ‑piensa ella. El aire es más abundante y se mete a la fuerza por las narinas, infla el cuerpo como un globo y hay que andar agarrándose de las ramas más altas de los árboles callejeros para no salir volando.

Cada vez que sube las escaleras de la facultad o ingresa al recinto de la reunión, aunque aún no pueda darse cuenta, ella está contenta porque sabe que lo va a encontrar. Intuye la complicación de la íntima cercanía, pero también piensa que a veces la vida es eso. No lo sabe pero lo piensa. Preconsciente. Prelingüístico. Aún obturado.

Las leyes de la física le resultan extrañas, salvo en los usos de lo cotidiano. Sin embargo, ya ambos perciben hacia adentro esa cualidad natural e innombrable (por ahora) que poseen algunos cuerpos de ejercer la fuerza del uno hacia el otro, y viceversa. No se resisten. Todas las cosas del mundo se corren del medio para permitir que sus biologías cumplan con el mandato de la cercanía. Algo de lo poético se va escribiendo en una caligrafía borroneada por los intentos de disimular. Ya conocen el color de sus ojos y encuentran el encanto sireneico en eso que se llama voz ¿no? La voz del otro, digamos.

El ritmo de trabajo, las demás otredades observantes y alguna limitación biográfica clausuran lo obvio, pero a esta altura el calor de las tripas ha crecido tanto que se esfuerzan en encontrar las formas de lo posible. Así, casi por azar ¿no? se encuentran sentados próximos, en diagonal, la vista al frente y la pose atenta. Descubren que si él gira el torso y se sienta de costado, si ella traza hacia adelante una vertical arqueada, vertebral y esternónica, puede estirar las piernas para que la derecha alcance a rozar su tobillo izquierdo. El de él ¿no? El contacto es precario, pero por fin se tocan. Lo que ocurre entonces escapa los juicios, el pensamiento y las predicciones. Italocalvinados, eso es todo lo que tienen (por ahora).Intentan mantener el contacto, fingiendo la atención muy lejos, por fuera y por encima de dos piernas antes desconocidas, ahora suturadas la una con la otra, como el final de un verso sostenido por una vocal suelta. Les preocupa lo evidente, pero no se deslían.

Las horas siguientes buscan perfeccionar, técnicamente, la estrategia: trenzar los pies ya no alcanza, y ahora prueban decirse cosas con las contracciones musculares de las piernas que cuelgan de las sillas, ahora enfrentadas y con testigos próximos, en la mesa de la cena. Se turnan las tibias en la imperceptibilidad quinésica para subir y bajar por las blandeces isquiotibiales del otro, la otra, que no pueden estar más cerca, otra vez, por las leyes de la física. El deseo querría encontrarlos en un cuerpo único, pero la materia es impenetrable. Cuando el roce conocido les resulta insuficiente, se inventan encontrar las manos debajo de la mesa.

Se agarran, se acarician, se despegan.

Se culpan, se perdonan, se aglutinan.

El banquete deviene en bacanal en la que se inscriben conversaciones sobre el amor. Convocan a Derrida, Deleuze, Barthes, Wilde y Hemingway. Pero las formas conocidas del amor no resultan ‑para estos dos que han hecho de lo inesperado la cercanía, y de lo atomizado un nuevo espacio del afecto‑ categorías útiles para definirse en lo que ahora ocurre. Dos seres recién llegados al mundo, en un presente absoluto, cualquier noche de estas y a la vera de algún río, se van convirtiendo ellos en el mismo río al que primero fotografiaron, luego los salpicó y ahora los atraviesa.

La madrugada los sorprende, como si el universo tuviera que cerrar un ciclo, en la misma y aquella vereda. Persuaden a los demás para quedarse solos. Se quedan solos y no pueden más que mirarse. Intentan despedirse una, dos, tres veces. No lo logran. Cada despedida es más cerca de la esquina, y cuando doblan la calle se configuran en un abrazo diletante. Pero el abrazo ahora no alcanza y entonces buscan devorarse, como si la antropofagia de lo amoroso les permitiera llevarse al otro consigo. Las superficies de contacto han crecido y no se despegan. No saben nada. El conocimiento del mundo se transforma en el acto de besar al otro porque no hay otra cosa que puedan hacer. Empujan un cuerpo sobre el otro, y los cuerpos contra la pared para no volarse con el viento a los lugares de lo imposible. Se dicen cosas a medias que no comprenden, porque no es el momento de las palabras. Con dificultad se separan, se contemplan, vuelven a abrazarse, ahora con distancia y cuidado.

Y desaparecen.

A veces el amor se fabrica en formas nuevas. A veces es flor de un día, o mariposa, pero es infinito mientras dura. Nótese que digo amor y no otra cosa.

A veces el amor tiene la forma de un millón de besos arrebatados al pie de una escalera que nunca será subida y nada más.

Pero ese lugar es suficiente.