Lo expresó la vicepresidenta Gabriela Michetti, en el marco informal de un reportaje televisivo. Luego lo ratificaron los ministros de Seguridad, Patricia Bullrich, y de Justicia, Germán Garavano, en un escenario estudiado y por lo tanto más cuestionable. El coro de voces oficiales emite un mensaje preciso y temible: el Gobierno del presidente Mauricio Macri está dispuesto a desconocer las reglas del debido proceso y la división de poderes.                                                           

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Michetti hizo punta, con estilo coloquial: una división de roles frecuente en la comunicación oficial. “El beneficio de la duda lo deben tener siempre las fuerzas de seguridad que ejercen el monopolio de la fuerza que tiene que ejercer el Estado”. La impropiedad del lenguaje no impide advertir una omisión grave: el Estado ejerce el monopolio de la violencia legítima. En criollo: no de cualquier violencia.

Bullrich multiplicó la apuesta aduciendo que “el juez necesitará elementos probatorios, nosotros no: el Gobierno nacional ya ha definido que esto se realizó por una manda judicial. Nosotros no tenemos que probar lo que hacen las fuerzas de seguridad”. La afirmación es incorrecta y peligrosa. Desconoce las reglas penales vigentes, constituye una amenaza (no velada sino expresa) al juez federal Gustavo Villanueva, encargado de investigarla muerte violenta de Rafael Nahuel quien recibió un balazo estando de espaldas.

En el episodio hubo otros dos heridos, de menos gravedad. Johana Colhuan fue atendida por una herida de bala que entró por el codo con orificio de salida.

El Ejecutivo y la Prefectura reconocen que fue un efectivo de esta fuerza quien efectuó el disparo fatal. Aducen haber obrado en defensa propia, deberán acreditarlo en Tribunales donde no valen nada los criterios del Ejecutivo.

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La carga de la prueba en cualquier presumible delito, recae sobre quien acusa. Pero ese principio varía según las circunstancias. Si se mató a alguien y el autor material alega defensa propia es él quien tiene la carga de probarlo. Si no lo hiciera satisfactoriamente, tras todos las instancias legales, sería culpable de homicidio. En este caso, posiblemente calificado por haber sido cometido por integrantes de una fuerza de seguridad.

Los pasos a seguir son, forzosamente, son los siguientes:

  •  Abrir la causa por muerte violenta o posible homicidio.
  •  Identificar al autor del disparo, si eso fuera posible. Sería simple si un solo prefecto hubiera hecho fuego. Se haría más trabajoso (pero no insoluble) si hubiera más. Los prefectos o su superioridad podrían colaborar con el magistrado identificándose en detalle o en grupo.
  •  Luego corresponde pesquisar la excusa absolutoria de la defensa propia. Esta solo procede si hubo una agresión proporcional a la represalia. 

En un primer relato macrista las víctimas habrían blandido lanzas, boleadoras, hachas y lanzado piedras. Una escena más propia de un programa de Diego Capusotto que de una batalla frente una organización subversiva entrenada y militarizada. Esa primera versión luego se enriqueció contando que hubo disparos de armas de grueso calibre. Y que los ciudadanos baleados llevaban máscaras de gas que, por cierto, no portaba Nahuel.

La proporcionalidad es un punto central, porque un cuerpo de elite como el que mató a Nahuel dispone (debe disponer) de recursos alternativos a las armas letales para disolver a un puñado de personas, aún si actuaran agresivamente (gases lacrimógenos o balas de goma a título de posibles ejemplos). De nuevo, la agresión no está verificada: las interpretaciones de Michetti, Bullrich, Garavano o los propios sospechosos no pesan más que ninguna otra en un juicio regular. 

  •  El juez puede ocuparse de la instrucción o delegarla en el fiscal. Tal vez delegar(opina este cronista que es abogado también) sea lo más razonable para controlar el proceso, sobre todo porque el magistrado puede “retomar” la instrucción en cualquier momento. Pero cualquier de las dos opciones es válida.

Se pueden buscar evidencias sin que el juez esté obligado a convocar de inmediato al o los sospechosos a prestar indagatoria. Estos, en ejercicio de su derecho de defensa, pueden ofrecer pruebas.

  •  Si el magistrado considerara probada la legítima defensa podría sobreseer a los sospechosos, aún sin procesarlos. Claro que las querellas o la Fiscalía estarían habilitadas a apelar esas decisiones, ante sucesivas instancias superiores.

Si se llega a juicio y se dicta sentencia, el Tribunal respectivo tendrá que contrapesar los hechos comprobados y puede condenar o absolver. Eventualmente aplicando al o los acusados la presunción de inocencia.

Suprimir o entorpecer uno o todas estas etapas desde otro poder del Estado constituye un avasallamiento a las competencias del Judicial, que podría tipificar delito, el encubrimiento inclusive.

  •  Por último, no en orden de importancia: el proceso penal está organizado de modo contencioso. Hay una parte que acusa (fiscales y querellas, si cabe), una que defiende y jueces que deciden tras recorrer todo el itinerario procesal.

Los jueces deben ser neutrales y objetivos. Los fiscales cumplen otro rol: les incumbe la carga (el deber) de acusar, no les corresponde juzgar. Solo están facultados para eximirse de su obligación cuando las pruebas de descargo son irrefutables. No es, ni por asomo, lo que sucede hoy.

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Mal que le pese a Bullrich, no existió “una manda legal” de balear con ametralladora. La orden judicial de desalojo no contenía esa especificación, desde ya. Pero, si en un arrebato de locura, el juez hubiera dispuesto eso por escrito, habría incurrido en una ilegalidad formidable, causal clavada de juicio político.

La presión sobre el juez Villanueva es tremenda. El macrismo violenta las reglas republicanas. Sus criterios, mal que les pese, no disipan las sospechas sobre otro hecho de violencia institucional. Lo que sí es seguro al cierre de esta nota es que hay (otro) argentino joven muerto, por balas de “la autoridad”. Un supuesto agresor que estaba de espaldas a quien le quitó la vida.

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