Mi hermana decía que las cosas no vienen solas. Solía decir eso y yo pensaba que si entonces venían era porque lo hacían acompañadas. ¿Pero de qué? ¿O de quiénes? La respuesta se la había dado mi abuela una mañana muy temprano, justamente a las cinco de la madrugada cuando se despertaba para rezarle a los vivos y a los muertos sus Aves Marías y Padres Nuestros. Mi abuela se reía, mucho. Le cebaba un mate y le decía que la Trinidad bien entendida empezaba por casa. Y eso quería decir que el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo se hacían presentes si antes sabíamos hacer silencio. Es que mi abuela decía sus oraciones en un susurro, y cuando mi hermana se levantaba para ir al baño y la veía sentada al lado de la cocina con la hornalla encendida le decía que se acerque porque total seguiría durmiendo hasta las once.

Para mi hermana estaba claro. Lo creía. Para mí, en cambio, si la Trinidad tenía algún sentido era porque se parecía al tango que cantaba mi abuelo, el esposo de mi abuela, padre de mi papá y abuelo de nosotros, sus tres nietos. Cada vez que agarraba su bicicleta lo tarareaba acompañado de un silbido agudo. Un día salió para el almacén y lo esperé en la puerta sentado en su banquito, y mientras repetía ese pedazo de tango que se alejaba entrecortado por el silbido pensé que cuando volviera le iba a decir que ésa era la Trinidad de la que hablaba la abuela. Pero volvió cargado con bolsas y me dijo que lo ayudara porque de lo contrario se caerían todas al suelo. Estaba impaciente, temeroso quizás, o con un enojo que refunfuñaba por lo bajo como si quisiera cambiarlo todo.

Creo que sí. Ahora que lo vuelvo a pensar creo que algo de razón había en todo eso, porque andar sin pensamientos, como dice el tango, era como respetar la presencia silenciosa de los muertos. Sin embargo, la vez pasada vi a mi hermana y no estuvo de acuerdo. Dudaba. Me decía que la abuela no necesitaba pensar todo eso, que era mucho más sencillo de lo que yo imaginaba. Yo le dije (torpemente) que los pensamientos ocupaban espacio físico en el cerebro, que eso lo había aprendido hacía muchos años en terapia, y que esa presencia invisible, incolora pero no insípida, mezcla rara de pesadez y alegría al mismo tiempo que la abuela sentía cuando recordaba, se parecía a las canciones que nosotros cantábamos una y otra vez hasta que por alguna razón dejábamos de hacerlo.

¿Puedo decir que extraño a mis abuelos? ¿Puedo pronunciar esa frase? ¿O sería mejor que quede ahí, en silencio? Porque si tuviera hijos seguramente no extrañaría ese reducto en el tiempo que fue haber compartido la vida con mis abuelos. Extrañaría más cosas, pienso. A más gente. Otras gentes. Entonces todo sería más triste. La vida, toda, estaría teñida de un color muy parecido. Los lugares, las calles, los bares, caminar unas cuadras para hacer las compras tendría otro valor, otro sentido. Un sentido más íntimo. Estar y no estar al mismo tiempo.

Son como los ataques de pánico: cuando se están yendo, cuando la ansiedad cede a la calma, me preguntan si ya estoy bien. Entonces me quedo en silencio unos segundos, y recién después digo que prefiero no anticipar lo que no sé si va a ser cierto.

El martes almorzamos con mi papá en La Marina, y a eso de las cuatro y pico me trajo a mi casa. Quería hablar con él de todo esto, de lo que habíamos hablado con mi hermana y de lo que me respondió con una risa cómplice. Incluso llegué a pensar en cómo reaccionaría, las cosas que diría después de recordar todo eso, y hasta ensayé preguntas diferentes con el supuesto fin de llegar a buen puerto. Pero la conversación se perdió en otros temas y mi interés quedó dormido.

Mi hermana conserva de la abuela el don de curar el empacho, aunque hace años que es médica y no sé si alguna vez se permitió usar esos atributos. ¿Cómo es posible que entre amigos o familiares no se permita curar el empacho? No hubo tiempo para preguntárselo, ni tampoco lo recordé como algo importante. Por supuesto que no lo es. Pero esa pregunta también conservaba algo de lo que habíamos vivido y no en vano quería saber qué pensaba de la abuela. Mi hermana no cree en el arrepentimiento, le parece absurdo, y para que vea que es algo serio me nombró el poema de Jaques Prevért que yo tengo en un libro. Absurdo como el arrepentimiento. El libro es mío, claro, lo había comprado después de hablarlo en terapia con mi terapeuta, pero casi siempre ella, tanto como yo, hurgábamos en las cosas que habíamos traído con la alegría de haber comprado algo que merecía la pena. Después vi que tenía en su pequeña biblioteca Don segundo sombra, Platero y yo, poemas de Julia Prilutzky Farny, El visitante, El rey y el cabeza de turco, y unos años más tarde El silencio de los corderos.   

Por suerte volvimos a encontrarnos y hablamos de todo lo que no habíamos hablado en su momento. Del arrepentimiento, de lo que dice mamá respecto de eso: "arrepentite de las cosas que no hiciste"; de las oraciones que debe decir antes de curar el empacho; de que a veces lo hace pero ya cada vez menos, porque le incomoda recorrer tantas vidas pasadas y venideras. No son suyas, me dijo, no le pertenecen. Y está bien, me pareció bien que crea eso. Ahora con el poco tiempo que tiene y los chicos tan chiquitos sería absurdo agregarse más actividades de las que el cuerpo y el tiempo pueden ofrecerles. Después hablamos de que acá a unas décadas mamá no va a estar con nosotros, y le conté lo que ella quería que hagamos con su cuerpo. Mi hermana no lo sabía. No le extrañó, por suerte, saber que mamá odia los funerales y quiere que su cuerpo sea cremado y sus cenizas arrojadas al río. Le parece un absurdo, algo sin sentido. Al río o adónde quisiéramos. Nombramos tantas veces la palabra absurdo que no paramos de reírnos. ¿Todo se tornaba absurdo? ¿Todo podía caer en ese sin sentido que a veces la vida había que vivirla con las herramientas que teníamos? ¿O crear otras a nuestro gusto y antojo para que nadie, ni siquiera nosotros mismos, pudiéramos decirnos por qué no hicimos esto o aquello otro?

Después de terminar el café me contó que un anciano se había acercado y le había dicho que tenía hijos hermosos, y que antes de despedirse movió la mano en el aire intermitentemente para preguntarle si podía saludarla con un beso. No sabés lo que sentí, me dijo, fue algo de otro mundo, que esa persona mayor, anciana, de la edad del abuelo, quisiera darme un beso me hizo pensar que todo valía la pena. Pensé en El silencio de los corderos e inmediatamente después en Con las mejores intenciones. En lo difícil que es dejarse querer. Aceptarse tal como uno es. Pero no le dije nada. No me atreví a hablar de una película que era probable que nunca hubiese visto.

Cuando se fue la acompañé hasta el auto, porque en quince minutos tenía que pasar a buscar a los chicos. Me mostró sus fotos, en el living, en el patio, en la escuela, con su abuelo, y mientras pasaba las fotos me preguntó por qué no aceptaba la Trinidad tal como en verdad era, y en cambio la reemplazaba por el fragmento de un tango que había escuchado de chiquito y ahora de adulto podía comprender que eran dos cosas diferentes. La miré mientras miraba las fotos, y le dije que no sabía muy bien por qué. Pero de lo que no tenía dudas es de que esas tres figuras, así como esas cuatro situaciones de vida que nombraba el tango una detrás de otra eran ideales, estaban ahí donde siempre iban a estar los abuelos.

¿Por qué cuando comenzamos a decir todo lo que pensamos tenemos la sensación de que nunca es lo esperado, de que nunca alcanza? A veces, como ahora, como cualquier tarde, cuando encuentro un bar con las mesas en la vereda, me siento unos minutos y comienzo a pensar acerca de esas cosas que dije o debería haber dicho de una manera más clara, tan clara como en esos momentos las estaba pensando. Siempre tarde. Siempre llegando un poco más tarde.

Cuando era chica, muy chiquita, mi hermana se sentaba en el umbral del patio y trataba de que las palabras que pensaba se correspondieran con las letras que imaginaba más arriba en su cabeza. Yo le preguntaba que quería lograr con todo eso, y ella me decía que si podía unir las imágenes de las letras de cada palabra con las palabras pronunciadas sería más sabia. Dudo que fueras más sabia, le decía yo, tal vez más instruida o más inteligente. Pero ya decir sabia es una cosa más seria. Ella se reía. Me decía que me sentara a su lado para que viera que también yo podía hacer lo mismo. Mirá, no es tan difícil: tratá de que las palabras que se te ocurran entren en tu imaginación. Que las podás ver mientras las pensás. Repetí la letra m, la a, la m de nuevo, y la a otra vez para decir mamá como lo estoy imaginando. Y cada vez que lo hacés parecen querer salir del lugar que tienen reservado. Quedan colgando. Pero no podés forzarlo, ¿entendés? Solo tenés que respetar su silencio.