Rosario nunca fue  hábitat natural de paquidermos. Tampoco obstáculo para mi amor por ellos. Mucha imaginación, mezclada con escasa información más delirantes relatos, mantenía mi llama encendida, lejos de las cenizas. Nunca supe qué grado de verdad había en las historias de mi abuelo, tampoco me interesaba demasiado saberlo, sólo me gustaba  perderme en sus aventuras en las cuales siempre era protagonista. No  contaba cuentos largos, más bien duraban el tiempo que le llevaba el armado de su cigarro. El remate coincidía con el papel humedecido por  su saliva. No había reclamos ni preguntas posibles después del encendido, el cuentista ya no estaba allí, su mirada se perdía en nubes de humo empujadas por el viento. Cada domingo, al pasar por las vías del cruce Alberdi, sentados en los últimos asientos de un interno de la línea E con rumbo a la cancha, esperaba la misma historia como cábala para una posible  victoria. Con las manos apretando el tabaco, señalaba con el mentón hacia el lado del río. "Detrás de aquellos vagones lo enterramos a Thor. Nunca en mi vida hice tanta fuerza. Siempre sentí  tristeza y respeto por estos animales tan grandes que acostumbran   alejarse para morir en soledad, pero en este caso había cruzado un océano para hacerlo. La muerte lo sorprendió después de una función. Todos lloramos en su entierro, payasos, magos, domadores, bailarinas y trapecistas. Es el único ejemplar que existe por estos lados. Pasaron muchos años... su tumba quedó tapada de yuyos. Algún día te voy a llevar al estadio de Colón, allí dicen que está el cementerio de los elefantes, podrás rendirle entonces tu homenaje a estos trompudos que tanto te gustan". Aprendí a leer de corrido con la serie "Mis animalitos", de Editorial Sigmar, con textos de un tal Puyol, que no era otro que el gran Oesterheld, quien supo tallar mi alma adolescente con el Eternauta usando el mismo punzón humanista con el que grabó en mi memoria valores y sentires profundos en la historia de amor de Paquete y su amada Bombonita. Como adelanto de un futuro cuento de Elsa Bornemann, Un elefante ocupa mucho espacio, mi madre sostenía que sólo pagaría la entrada de un circo el día en que los animales hicieran bailar, saltar y caminar en cuatro patas a los crueles dueños, siempre movilizados por el dinero, explotando a fuerza de látigo a un conjunto de desgraciados seres cazados y alejados de su medio ambiente. Como en otros tantos casos, mi hermana acudió a mi rescate. Con la excusa de visitar parientes lejanos, vecinos de Lanús, programó un viaje para que pudiera pararme frente a mi obsesión en el Zoológico porteño. Quedé congelado frente a la maravilla. Todo me pareció gigante, a veces la realidad le gana a la imaginación. A un costado de la jaula, un hombre sentado de espaldas a los enormes presos, atraía también la mirada de algunos  visitantes. "¡El abuelo se muere cuando le digamos con quien estuvimos! ¡Es el hombre que canta la marcha que pone a todo volumen los 17 de octubre!", exclamó mi acompañante mientras me arrojaba a los brazos del cantante y solicitaba a un fotógrafo de cajón que nos sacara una copia.  Grande fue mi decepción al retirar el revelado, los elefantes no  entraron en el cuadro. La emoción del destinatario se convirtió rápidamente en indignación. "¡Qué barbaridad! Oscuro destino el de los pueblos que persiguen a sus artistas populares. Un creativo condenado a un criadero de chinchillas". En aquella ocasión me atreví a interrumpir su monólogo, convencido de que su ira no formaba parte de ningún cuento. "¿Qué son las chinchillas, don Domingo?". Después de pitar profundo, escupió el humo junto a la definición, "son penas recubiertas en piel que usan los gorilas para confeccionar tapados". Después de un rato, un poco más tranquilo, notándome achinchillado por las circunstancias,  puso su mano sobre mi cabeza y me dijo en un tono compinche. "No te hagás problemas... No me hace falta ver a tus ídolos retratados, me los trajiste en tu mirada". Juan Facundo, el hijo de mi hijo, como todo nieto, suele subvertir el orden de los acontecimientos. Una tarde lluviosa, extrajo desde el olvido el pedazo de papel gastado por los años. Nunca pensé que en lo que queda de una foto en blanco y negro pudieran vivir recuerdos tan coloridos. "¿Quién es ese hombre que está  junto a vos cuando eras pequeño?", fue su pregunta mientras colocaba la reliquia entre mis manos. "Hugo del Carril, cantante, actor y director de cine", traté de explicar en forma ortodoxa. "¿Está vivo o muerto?", requisito fundamental sobre todos los protagonistas del pasado. "Los cantores populares nunca mueren", pensé en voz alta, a modo de respuesta. Antes de que devolviera el recuerdo a la vieja bolsa de lona verde, me atreví a preguntarle: "A que no sabés que había detrás de aquel hombre?". Me miró fijo a los ojos por un instante, después contestó con la seguridad que suelen tener los niños. "Un elefante... ¿qué va a haber?".

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