En la zona sur queda el Hospital Español. En el año 2018 iba cada dos semanas un rato los lunes y otro rato los martes para hacerle compañía a mi papá mientras le hacían la quimioterapia. En esos tiempos, yo vivía en una casa que tenía un patio por el que podía ver el paso del tren. Me gustaba caminar sobre las vías, también sentarme a ver a los pasajeros y los trenes de carga. No quería ver la muerte. Mi papá murió. Pasaron los años y por eso puedo volver a escribir sobre eso. Antes quizás también podía, pero no se me hubiera ocurrido. 

La tarde cae en paz pero en la habitación 202 lo único que cae es el suero, las horas acá no transcurren. El silencio se puede cortar con un bisturí, pero pensar en un quirófano me inmoviliza las manos y yo, ante todo, quiero escribir. Un reloj pardo y oculto cuenta los segundos. La tarde cae y en el patio del hospital los pájaros sobrevuelan las copas de los árboles, hay unos pocos niños. El tiempo muere entre gota y gota. 

Llega un enfermero con una tonada correntina, es morocho y robusto, miro sus manos y vuelvo al papel. Él tiene lentes sin marcos y hace chistes sobre el último escándalo mediático, pienso que con esos chistes intenta devolver la esperanza, o al menos, la vida. Inyecta medicación en el suero. Me pregunta qué estoy escribiendo y mi papá responde por mí, poesía, dice. 

El hombre de la camilla contigua es su compañero de turno que habla del equilibrio y del vértigo. Dice no tener miedo, dice saber cuidarse. Mira sus pies y dice querer descifrar el secreto de esos zapatos que no dejan traspasar al dolor. Entonces mi papá y el hombre comparan el color de sus manos. Afuera un bebé llora y yo sigo escribiendo. Estoy ausente, las letras se me dificultan, un sesgo de resaca me alborota y me deja en un impasse entre lo que quiero escribir y lo que realmente escribo. Los hombres vuelven a mirar sus celulares. Es lo único que hay para hacer. El televisor está apagado y nadie lo quiere prender. 

Recuerdo el sueño de la noche anterior, se lo quiero contar a mi papá pero no sé cómo. Se me estremecen los ojos. Tengo miedo de quedarme sin tinta. Lo miro de reojo y sé que está ahí, que está vivo, pero el suero tiñe la habitación. Hay murmullos en el pasillo del hospital, ¿quiénes hablan? ¿Por qué hay más preguntasque palabras en los pasillos del hospital? ¿Qué son esas gotas que entran por sus venas? ¿De qué está compuesta la vida? 

Le convido un mate al hombre y él lo rechaza. Ninguno de los tres recibimos mensajes. ¿Mi papá y yo sentiremos lo mismo? ¿Sabremos de la muerte? ¿Hablaremos de ella cuando nadie nos pueda ver? En las paredes no hay angustia, solo vacío y quietud. Ni humedad siquiera. 

Estoy muda de acotaciones, no encuentro las palabras para nombrar ni nombrarme. Estoy muy lejos del pasado pero algo me tiene maniatada a ese entonces donde no había hospitales ni sueros. El presente deambula entre bares y salas de espera. 

Me piden agua y con una rapidez mecánica busco una jarra de vidrio y la jarra cae al piso y se rompe. Me agacho, los hombres me miran, qué hiciste, me dice mi papá. No respondo, en el piso está todo lo que quería decir astillado. Procuro no cortarme con ningún vidrio, pienso en lo que sucedería si me corto las manos, sangre por todos lados, me respondo. Respiro y con minuciosidad agarro pedacito por pedacito, envuelvo los restos en papel higiénico y tiro todo en un tacho de basura. Ellos olvidan sus pies cansados, se escucha la voz del correntino que hace otro chiste sobre otro escándalo mediático en la habitación 204. Nadie vuelve a nombrar la jarra, dejó de existir y ya.

Llega la cena y me retiro. Se termina el horario de visitas. ¿Quién no aprendió de la vida en la puerta de un hospital? ¿Quién no quiso hacer un chiste en un pasillo de hospital? Solo quiero tomarme una cerveza en un bar para leer lo que escribí, para pensar en mi papá, en el suero, en lo líquido de la vida, que se cae, se evapora, y una nunca la puede tomar.