Edgar Allan Poe situó el enigmático final de su única novela en las heladas aguas antárticas. Arthur Gordon Pym, el protagonista, surca los mares a bordo de un ballenero y tras una serie de aventuras termina sus días en una balsa que se pierde entre los hielos. “Nos precipitamos en brazos de la catarata, en la que se abrió un abismo para recibirnos. Pero he aquí que surgió en nuestra senda una figura humana amortajada, de proporciones mucho más grandes que las de ningún habitante de la tierra. Y el tinte de la piel de la figura tenía la perfecta blancura de la nieve”. Ese final fantástico, habilitado por la notoria ausencia de textos sobre el Sexto Continente que dejaban a la imaginación toda referencia, alentó a Julio Verne y a Lovecraft a prolongar la saga. Un siglo de exploraciones y conocimiento antártico no disiparon su aura mágica e incógnita.

Tierra de nadie, hasta comienzos del siglo XX la Antártida era apenas un continente impreciso en cuyas costas recalaban buques pesqueros, balleneros y piratas, no demasiado preocupados por establecer bases permanentes ni mucho menos dar a conocer posiciones. Pero los Congresos Internacionales de Geografía de Londres y Berlín habían puesto su ojo imperial sobre el territorio: el siglo se abriría con las campañas del británico Scott y el alemán von Drygalski, seguidas por la del sueco Otto Nordenskjöld. Que, contando entre sus hombres con un argentino, el Alférez José María Sobral, daba inicio a nuestra política de exploración del continente.

La oportunidad de establecer una base propia se dio cuando el naturalista escocés William S. Bruce ofreció en “donación” un observatorio meteorológico que había establecido en la isla Laurie, una de las Orcadas del Sur. Rápido de reflejos, el general Roca, que había enviado al almirante Irizar a rescatar a Sobral el año anterior, dispuso una dotación de civiles que continuarían la observación climática pero que, sobre todo, harían algo mucho más importante: iniciar la ocupación. Había aprendido la lección de las Malvinas que, usurpadas, proyectaban soberanía sobre el Atlántico sur; era preciso amojonar la Antártida.

El rol central le cupo a un muchacho de 18 años, aficionado a la meteorología, que por entonces limpiaba los vidrios del Museo de La Plata cuando su director, el perito Moreno, lo convocó para la misión. En una foto de medio perfil se lo ve a Hugo Acuña -tal era su nombre-, con el rostro lampiño y tenso, la boca sorprendida, los ojos muy abiertos y las cejas alertas, como quien va a asumir una labor inesperada para la cual se sabe inexperto. En la misión ocuparía el cargo, más simbólico que real, pero de grandes connotaciones, de Estafeta Postal y asistente del zoólogo Luciano Valette, bajo la jefatura del Dr. Roberto Cockburn Mossman.

En enero del 1904 partieron a bordo del Scotia a tomar posesión. Minucioso, Acuña llevó un diario que solo verá la luz en diciembre de 1982, cuando la conmoción de la guerra de Malvinas dio inicio a una profusión de publicaciones históricas que abonaban la soberanía en el Atlántico Sur. Conservadas en Bahía Blanca por una de sus hijas, Zulema Acuña de Castro, siete libretas con tapas de hule negro garrapateadas en lápiz con letra apurada, conforman un testimonio extraordinario, similar al diario de Sobral, de la vida antártica por parte de el primer civil argentino en ejercer en el territorio un oficio administrativo por cuenta del Estado. Ese año Acuña fue el Estado argentino, el primero en ejercer soberanía jurídica en el continente. La publicación corrió por cuenta del Centro de Documentación Patagónica, del Departamento de Humanidades de la Universidad Nacional del Sur, y fue financiada por Isaura, la primera empresa petrolera privada argentina, con sede en aquella ciudad, cuyo subgerente fuera integrante de la campaña antártica de 1913.

Aunque escrito con ánimo de mero registro, el diario tiene momentos de un lirismo sobrecogedor, propio del relato antártico, que suele propiciar excesos descriptivos. “El mar convertido en una inmensa llanura blanca, salpicado aquí y allá por multitud de pequeños lagos de color verde oscuro, es un espectáculo algo divino, que no puede ser escrito. Hay que verlo con un día espléndido como hoy para comprender lo hermoso que es y sentir la emoción que yo he sentido, el corazón late con más fuerza y no pueden contenerse las lagrimas”. Tópico usual en la narrativa antártica, lo sublime maravilloso de la vivencia del paisaje acaba excusándose en palabras como inenarrable, inconmensurable, etc. Pero también se le superponen resonancias literarias para conjurar la impotencia del lenguaje: “Todos estábamos sobre cubierta presenciando la rápida maniobra y podíamos ver al capitán, que, de pie sobre el puente, parecía mecido en un trapecio. El barco era juguete de las gruesas olas que parecían querer tragarlo, sus mástiles, como largas puntas de compás, describían en el aire inmensos arcos de círculo. Parecía que íbamos a hundirnos cuando vimos aparecer en medio de las olas a unos animales monstruosos; eran seis cachalotes que con gran tranquilidad se pusieron a nadar alrededor del buque. Estos terribles cetáceos, dados sus instintos feroces, no fue por casualidad que se mantuvieron cerca del barco mientras duró el vendaval”. No es difícil suponer que la lectura de Moby Dick late en párrafos como este.

En estilo neutro Acuña describe trabajos, apunta observaciones meteorológicas y detalla exploraciones, aunque no se priva de narrar situaciones a las que percibe en toda su fragilidad. Buen lector del alma humana, de entrada le cobra animadversión a un tal Szmula, que durante todo el año será la piedra en el zapato de la expedición -cinco personas obligadas a convivir en una casa de piedra de 14 metros cuadrados en un clima atroz-, a la que puso en más de una ocasión al borde del conflicto. “Me parece un individuo vanidoso que le da por las grandezas. Es una persona mentirosa y pretenciosa a juzgar por las ínfulas que se da”. “Cuando el Dr. Bruce me felicitó por mi feliz caza vi brillar los ojos del Sr. Szmula y morderse los labios con furia aunque con mucho disimulo”. Quejoso, sobrador, poco dado al trabajo en equipo, deciden ignorarlo y sobre todo dejarlo fuera de la tarea que le correspondía. Vallete y Acuña procederán con sigilo a inventar aparatos de medición con los que realizan la mensura de la isla sin que siquiera se entere. En más de una ocasión Acuña, que era joven e intrépido, lo descansa al realizar tareas en las que el otro fracasaba sistemáticamente, como la cacería de aves y lobos marinos.

Un momento de extrema gravedad fue cuando en abril la marea subió y los obligó a abandonar la vivienda. “El mar azotaba la casa, llevándose toda la muralla, lo único que queda en pie son las paredes de piedra, el mar nos rodea por todos lados”. Se refugian en carpas mientras ven los fragmentos de icebergs arrastrados contra los muros que se desmoronan, los cajones con víveres flotando, la temperatura gélida. “Nos quedan poquísimas esperanzas de que la casa se salve, no sabemos cómo pasaremos la noche, estamos tan impresionados que no se resuelve nada, será lo que Dios quiera”. Finalmente cesa el vendaval y logran volver al refugio, apuntalarlo y en unos días acondicionarlo construyendo una muralla de protección con grandes piedras acarreadas desde los cerros.

Alguna vez acude a citas en latín, otras, recuerda versos camperos, como el de Estanislao del Campo: “Las olas chicas, cansadas, a la playa a gatas vienen y allí en lamer se entretienen las arenitas labradas”. En su lengua vacilan algunos términos que estaban haciendo su ingreso en el castellano. Escribe pengüinos, glacier, shags -cormoranes- y rookerías -criaderos- en tanto admite que el idioma usual en la casa es el inglés. Pero el acontecimiento crucial aparece consignado en su diario en forma escueta e impersonal: “Febrero 22. A las 8:30 a.m. el Scotia levantó bandera, nosotros izamos la argentina a tope y seguida de la escocesa; a las 11 a.m. se quita ésta quedando solo la argentina”. La soberanía nacional antártica tenía su fecha de inicio, aunque Acuña no lo sabrá nunca. Puesto que fue declarada Día de la Antártida Argentina por Perón recién en abril del ‘74.

En El etnógrafo, Borges imaginó un personaje que recuerda a Acuña. “Era suya esa edad en que el hombre no sabe aún quién es y está listo a entregarse a lo que le propone el azar”. Tras un par de años de estadía entre los indios, el protagonista “llegó a soñar en un idioma que no era el de sus padres (...) olvidó los amigos y la ciudad, llegó a pensar de una manera que su lógica rechazaba. Durante los primeros meses de aprendizaje tomaba notas sigilosas, que rompería después, acaso para no despertar la suspicacia de los otros, acaso porque ya no las precisaba”. En los diarios de Acuña vemos cómo poco a poco abandona el lirismo reflexivo y solo confiere importancia a la cacería, cuyas crueldades no ahorra, y la mera supervivencia. Al final se vuelve epigramático: “Conchilla. Mar de luz”. Al personaje de Borges le es revelada la doctrina secreta de la tribu. “Una mañana, sin haberse despedido de nadie, se fue”. Al volver, optó por abandonar la vida académica y olvidarse en un empleo anodino. “Ahora que poseo el secreto, podría enunciarlo de cien modos distintos y aun contradictorios”. “El secreto, por lo demás, no vale lo que valen los caminos que me condujeron a él. Esos caminos hay que andarlos”.

Como el personaje borgiano el estafeta Hugo Acuña volvió, guardó sus diarios en un cajón, se casó, procreó, y hacia 1910 ingresó al Banco Español. Los siguientes 40 años ocupó cargos en él, hasta que lo sorprendió la muerte el 13 de mayo de 1953. Por entonces el gobierno del general Perón había hecho de los derechos sobre la Antártida una causa nacional. Como Domingo French, el primer cartero de la Argentina independiente, que inventara la escarapela, Acuña será el primer cartero del continente blanco que había izado con orgullo la azul y blanca.