No me acuerdo exacto el año, pero sí que lo vimos aparecer en la oscuridad de la calle desierta, durante la noche de navidad: era una bola de pelos blanca que nos miraba con ojos grandes y recelosos.

Lo quisimos de inmediato y en los primeros tiempos sé que lo malcriamos, porque era muy blanco y muy pequeño y no dejábamos de decírselo y de llevarlo de acá para allá.

Con el pasar de los años, sin embargo, Yaco fue creciendo y se convirtió en un perro áspero y deslucido. Creció de largo y de ancho más que de alto y ese pelo blanco luminoso que tenía dejó lugar a un blanco seco y grisáceo. Parecía, cada vez que lo veías, que volvía del lejano oeste o de alguna extraña tormenta de tierra. Y junto con el color también cambió su carácter: se volvió aguerrido y belicoso. El mundo, para él, parecía dividirse entre las fronteras de nuestra casa y el resto de la humanidad. Entre ambos lados sólo había lugar a la guerra.

Me acuerdo de que mis amigos me tenían que llamar por teléfono antes de venir, porque Yaco se asomaba por el tapial y apenas alguno cruzaba el jardín él sacaba los dientes y empezaba a ladrar. Porque si bien era un perro chico, un cusco como tantos otros cuscos que se hacen los malos  pero que solo ladran al vacío o se muerden la cola dando vueltas en círculo, lo cierto es que había algo infernal en los gestos de Yaco: su cara parecía transformarse en la de un lagarto lleno de furia, y su cuerpo entero se agrandaba como el de un hombre lobo en esos momentos, y hasta a mí me daba miedo decirle algo.

Pero lo queríamos así. Y si no nos molestaban tanto esos excesos era porque en el fondo uno se sentía contento teniendo a alguien que lo quiera tanto y lo proteja al lado suyo. Muchas veces llegué a pensar que si yo estaba en alguna guerra mundial (pensamiento que tenía muy seguido cuando era niño), en medio de las bombas y las balas de las ametralladoras, Yaco no se hubiera movido jamás de mi lado, más allá de que él le tenía pánico a todo tipo de bombas y de cohetes.

Me gustaba estar con él, a decir verdad. Creo que llegamos a entendernos bien. A veces, cuando yo estaba contento porque sacaba alguna buena nota o ganábamos un partido de fútbol, volvía a mi casa y lo veía echado en la puerta, inmóvil, descansando de la tarde interminable. Me parecía entonces que Yaco me sonreía, orgulloso de mis logros: los ojos se le achicaban hasta quedar dos rayas en su cara pálida, me mostraba los dientes ‑los malos dientes que tenía‑ y se acercaba relajado hasta mí. Y yo entonces lo abrazaba.

Era difícil no sucumbir a sus encantos. Cuando comíamos y él estaba afuera, se subía al ventanal y se pegaba al vidrio mirándonos comer: su mirada entonces se hacía tan melancólica y nos daba tanta pena verlo ahí (cosa que él visiblemente quería lograr), que siempre lo dejábamos entrar y comía con nosotros.

Si bien nunca le salvó la vida a nadie ‑como solían hacer los perros de las películas y las series de los noventa‑ hay que decir que Yaco tuvo algunos momentos de gloria. Una pasajera fama de perro duro y respetado entre los perros. Fue cuando era joven todavía. Enfrente nuestro vivía una familia de apellido Paglieto. Era una familia de mucha plata. A ellos nunca se los veía, pero sí veíamos a los perros que custodiaban la casa. Eran dos perros policías y parecían ser los dueños de todo el barrio. Por más que yo intentara evitarlo, siempre me los encontraba a la salida de mi casa. Y entonces arrancaba a correr desesperado o pedaleaba lo más rápido posible para que no lleguen a agarrarme. Yaco ‑que siempre andaba dando vueltas conmigo‑ un día se cansó y los enfrentó. Y allí comenzó una guerra sin cuartel que duró varias semanas. Todos los días Yaco salía de casa a pelearse con ellos y volvía al atardecer herido, sangrando por algún lado, respirando mal. Esas peleas desiguales (ellos eran dos y eran grandes y él era uno y era chico) le quitaron un par de años de vida, pero finalmente los perros de los Paglieto dejaron de molestarme y cuando me veían pasar con él simplemente se quedaban dónde estaban y bajaban la mirada. No atacaron nunca más a nadie y Yaco pasó a ser el héroe del barrio por un tiempo.

Habría muchas cosas más que decir sobre Yaco, pero bastan con esas menciones. Mientras lo conocí se peleó con otros perros, tuvo amoríos no correspondidos, los pisaron más de dos autos, se comió un pájaro que yo quería mucho.

Una noche simplemente se fue. Se perdió en la oscuridad de dónde había venido aquella navidad. Yo ya era lo que se dice grande para ese entonces, y me acuerdo que lo lloré un poco, o bastante. Pero después ‑años después‑ pensé que tal vez era mejor así. Pensé que Yaco se fue aquella noche porque era un perro vagabundo, un perro aguerrido y romántico que ya se había cansado de la vida familiar. O que quizás esperó a que seamos grandes y sepamos cuidarnos solos, y una vez tranquilo se marchó a otras misiones. O que era un perro de otra dimensión, y que simplemente aparecía y desaparecía en diferentes épocas y lugares y brillaba durante un segundo y después desaparecía como si nada. O que lo voy a cruzar esta madrugada en alguna calle de tierra, y lo voy a saludar y me va a acompañar al fin a mi casa.