Heredera del cine de John Cassavetes, la corriente más vital del cine indie estadounidense vuelve una y otra vez sobre la locura, el desacople, la inestabilidad, aquello que no termina de encajar o encaja mal en la sociedad de su país. Realizadores como Sean Baker, Alex Ross Perry, Wes Anderson, ocasionalmente Noah Baumbach o los hermanos Duplass. Películas como Tangerine, Analizando a Philip, La reina de Marte, Los excéntricos Tenenbaum, Greenberg, Cyrus, The Puffy Chair. Parte esencial de esa corriente son, desde fines de la década pasada, los hermanos Josh y Bennie Safdie, treintañeros judíos y neoyorquinos, de quienes en la Argentina se estrenó uno de sus cuatro films de ficción a la fecha, y ahora otro. La que se había estrenado fue Daddy Longlegs (2009), opus dos de los hermanos y segunda de sus películas en exhibirse en la Quincena de Realizadores de Cannes. Ahora llega, de puro milagro o tal vez por contar con Robert Pattinson al frente del elenco (¡atención, chicas, concurrir en masa, la pasarán bomba!), Good Time, que aquí lleva el añadido Viviendo al límite, como para inyectarle un poco de adrenalina a la cosa. Aunque más que adrenalina, lo que tiene esta historia de dos hermanos (delante y detrás de cámara) es lo señalado más arriba: desajuste, asincronía, disfunción, ningún sueño para esta sociedad americana de comienzos del siglo XXI.

Usando los primeros planos y el rostro del actor como palanca, la escena inicial mete al espectador casi bajo la piel de Nickolas (interpretado por Ben Safdie, el más joven de los hermanos), joven discapacitado mental a quien un psicólogo somete a un test. El psicólogo está en las antípodas de lo que podría ser el típico nazi de internado. Tiene pelo largo y desprolijo, es tan amable y psicológicamente correcto como el protocolo le indica que debe ser. Pero delante suyo hay un paciente que sufre notoriamente, al que por su dificultad congénita le resulta difícil entender la situación, las preguntas y el objetivo de éstas. Y a quien, sobre todo, en determinado momento le resbala una lágrima. Para el psicólogo, esa lágrima no existe, porque no forma parte del test. Para la cámara sí: la registra en primer plano. 

La situación, sumamente incómoda (la actuación de Safdie es excepcional, hasta el punto de que quien sepa que es uno de los dos directores podría llegar a inquietarse un poco) es interrumpida de golpe por el brusco ingreso de una persona, que abre la puerta sin golpear primero. Se trata de Connie (Pattinson), que viene a llevarse de la clínica a su hermano Nick, sin más. A Connie y  Nick, que son de familia griega (como Cassavetes), los esperan dos máscaras, una bolsa para el dinero y una sucursal bancaria: Connie no lleva una vida se diría que regular, pero los Safdie ni se molestan en explicitarlo. No les importa. Nick no es el compañero de asalto ideal: todo el tiempo en el banco quiere sacarse la máscara, porque tiene calor. Esto es muy típico de Good Time (título irónico si los hay para una película que no cree en paraísos): no se sabe muy bien si las escenas son absurdas, trágicas, cómicas o patéticas. Esto es llevado al extremo con el rescate del hermano que resulta no ser el hermano (notable el actor que aparece aquí, un narigón cuyo nombre se ignora). 

Pero en la estructura rapsódica de Good Time también hay lugar para una secuencia protagonizada por una neurótica Jennifer Jason Leigh (¡qué novedad!) y su mucho más loca madre, que no le habilita la tarjeta para pagar la fianza de Nick. Y otra con Connie y su nuevo socio, intentando recuperar un botín de un parque de diversiones, mientras en el auto los espera una adolescente afroamericana a quien Connie estuvo a punto de llevarse a la cama (se la llevó, en realidad, pero los interrumpieron). La película no parecía estar por rasgarse las vestiduras por esta relación de un adulto con una menor. ¿Una película amoral? Ponele. ¿Quién dijo que las películas tienen que ser morales?

En la previa Heaven Knows What (2014), los Safdie ensayaron una fotografía nocturna llena de luces de neón pero oscura, sin brillos, como eco para su historia de amor entre heroinómanos. Aquí vuelven sobre el mismo planteo, siempre en manos del DF Sean Price Williams, que también tuvo a su cargo la iluminación de La reina de Marte y Analizando a Philip. El resultado vuelve a ser una suerte de sordidez urbana moderna, acompasada por el tecno acidón de Daniel Lopatin, que funge bajo el nombre de Oneohtrix Point Never. La palabra clave de todo esto, refrendada por la circularidad del relato, parece ser Never. Y mientras tanto ese nunca llega, a sobrevivir como se pueda.