“Flores Muertas", la nueva obra de la dramaturga y directora lobense Natalia Villamil, se acaba de estrenar en el Teatro Nacional Cervantes. Villamil es licenciada en psicología por la Universidad Nacional de La Plata, dramaturga y directora de teatro. Hace una década estaba inmersa en el mundo del psicoanálisis y trabajaba en la Línea 144, atendiendo a mujeres víctimas de violencia de género, además de mantener un consultorio privado. Sin embargo, su vida dio un giro cuando ganó un concurso en 2015 con su obra “Sola no eres nadie", un texto sobre la transformación de una chica trans que marcó un punto de inflexión en su carrera.

“Ahí fue como una apertura, como una especie de legitimación respecto de mi trabajo. Un voto de confianza”, recuerda. Este reconocimiento la impulsó a explorar con mayor profundidad la dramaturgia y la dirección, territorios que hoy define como los que le generan “mucho deseo y mucho placer”.

Nacida en Lobos. Villamil lleva en su escritura la huella de su infancia y adolescencia en el pueblo. “Es una especie de refugio de la memoria. Se trata también de formas distintas de abordar la vida”, afirma. Aunque reside en la Ciudad de Buenos Aires, su conexión con la idiosincrasia rural sigue siendo una fuente de inspiración: “Escribo muy cercana a eso, pareciera que nunca me hubiese ido, pero con la distancia óptima para poder hablar de eso sin prejuicio, sin juicio, sin bajada de línea”, dice.

“Flores Muertas” se anuncia como un poema almodovariano sobre un gran duelo que se entreteje como flores en una corona. Pero es una obra donde la muerte no protagoniza. Se trata acaso de, como dice Romito, uno de los personajes, “los vínculos vinculares”. Es una obra sobre lo que nos pasa después de que alguien muere. La imperiosa necesidad que nos agarra de darle sentido a nuestras vidas, las insoportables preguntas que nos vienen a golpear la puerta, la hybris que nos posee. La muerte ajena nos duele, pero también nos aterroriza con sus demandas. Nos quita el velo y nos hace dar manotazos de ahogado.

En esta obra, tres hermanas se enfrentan a lo que hicieron con su deseo y la crianza de sus hijos. Casi no tienen vínculo y es la muerte del hermano de todas la que las hace encontrarse. Detenerse y pensar. Cada una lidiará con eso a su manera y pareciera decirnos el texto, que hace mucho hincapié en el incesto y las adicciones, que todo aquello que nos escandaliza viene con el combo y se modera al gusto del consumidor.

Desde los cigarrillos hasta la cocaína, pasando por las pastillas y la poesía, cada cual se apaña como puede y el problema, como siempre, es el exceso. Lo vendado, supura y lo que en una generación se disimuló, en la siguiente hace síntoma. En esta obra se trasluce que una mujer que besa a su hijo en la boca debería incomodarnos tanto como otra que necesita de su hija para respirar.

Los hijos de estas mujeres que escondieron sus emociones andan con los cuerpos endurecidos, llenos de tocs. Cuando se cruzan los espejos, se rompen y arman un vitraux por donde trasluce la herencia como un rayo. Los hijos estarán rotos, pero hablan como pueden buscando algo parecido a la sinceridad. La palabra en ellos es vómito, poema, violencia, chiste seco. Hay esperanza, pareciera decir la directora, que no por nada es psicóloga, pero es solo animándose a desenrollar la lengua. Un veneno que, si se escupe, quizás devenga en antídoto. Los personajes encuentran un alivio precario que podría alcanzar, solo cuando se animan a mostrar la herida.

En Flores Muertas, los espacios geográficos son mucho más que un telón de fondo; son personajes en sí mismos. La obra, escrita tras un viaje a Barcelona que dejó una marca en la autora, también incorpora ecos de San Telmo, un barrio que la cautivó cuando llegó a Buenos Aires. “San Telmo fue muy importante cuando me vine a vivir acá. Dos amigas muy queridas tenían una tía artista que vivía ahí y cuando yo todavía no vivía en Capital venía a ese departamento y me parecía mágico”. Ese departamento es donde transcurre la mayor parte de la acción y pertenece al hermano artista de todas. Otro tema de la obra: el arte como una forma de respuesta a los mandatos que endurecen la vida. No parece casualidad que la escenografía esté llena de yeso.

Otro espacio es el pueblo ficticio, que evoca la atmósfera de Lobos, con sus costumbres y modos de vincularse: “Tiene toda esa idiosincrasia con la que yo me crié. Esa manera de abordar los temas, de abordar los vínculos, de vivir”. En la obra, el pueblo es un jardín que se añora como un paraíso, pero que aburre por su predictibilidad, su falta de salvajismo. “Soy una planta”, dice Solita, la hija joven de Esperanza, que sigue viviendo en el pueblo, a diferencia de sus primos. Pero a la vez, más tarde Nora, la hermana del medio, va a decir que se quiere volver ya al pueblo, porque cada vez que viene a la ciudad no es como la recuerda.

Flores Muertas es cómica y melodramática, cursi y grotesca. Una suerte de lado B de una telenovela argentina costumbrista. En ella, Villamil rinde homenaje a las películas de Pedro Almodóvar, cuyas influencias se cuelan en el texto de manera orgánica.

La obra, seleccionada en 2023 por el concurso de Comunidad Orsai, encontró su camino al Teatro Cervantes, un hito que Villamil nunca imaginó alcanzar. “Nunca imaginé que iba a estrenar una obra en el Cervantes, ni de chica ni de crecida”, confiesa. Este logro corona un recorrido de perseverancia y transformación, desde sus días en Lobos, inmersa en las telenovelas de Alberto Migré, hasta su consolidación como una de las voces más potentes del teatro argentino contemporáneo.

El elenco de Flores Muertas es uno de los grandes pilares de la obra. Todos destacan. Matilde Campilongo nos hace descostillar de risa desde que pone un pie en escena y cambia el ritmo que se había instalado en el principio. Juan Tupac Soler nos conmueve, a la vez que nos crispa. Yanina Gruden se roba la escena a cada rato y es protagonista de uno de los momentos más hilarantes de la pieza. Liliana Weimer nos contagia su ternura ácida y tristeza. Aldana Illán nos lleva al filo de lo incómodo y Sergio Mayorquin arroja lucidez poética sobre lo amargo de la vida. La elección de Campilongo para el personaje de Nora fue inmediata: “Nunca escribo pensando en actores, pero en este caso sí inmediatamente se me vino ella y ella me impulsó y la leyó y me dijo ‘sí, hagámosla’”, dice Villamil.

El vestuario de Paola Delgado es una maravilla y la escenografía y el diseño de espacio de Rodrigo González Garillo merecen un aplauso aparte.

El humor, un elemento distintivo de la obra, no es ligero ni superficial. Villamil lo define como “corrosivo” y “denso”. “La idea es que el espectador o el lector escuchen más allá del gag, puedan hacer esa pesquisa. Es un ‘me río y no sé de qué me río porque es trágico’, explica la directora.

Este equilibrio entre lo luminoso y lo oscuro permite que la obra sea tanto entretenida como profundamente conmovedora.

La puesta en escena de Flores Muertas es un trabajo colectivo que combina la dirección de Villamil, la música de Guadalupe Otegi, las luces de Matías Sendón y la asistencia artística de Manon Minetti. La música, inspirada en clásicos de las películas de Almodóvar, no solo acompaña, sino que construye una “dramaturgia de lo sonoro” que enriquece la narrativa.

Flores Muertas es, en última instancia, un homenaje a la vida, al arte y a la capacidad de transformar el dolor en creación. Villamil, que se define como una artista optimista pero melancólica, encuentra en esta obra un reflejo de su propia dualidad: “Me pasa que me divierte, me pasa que me angustia, me pasa que me distancia, me acerca, me pasa todo lo que veo que le está sucediendo a los primeros espectadores que la están viendo”.

Para la autora, el arte es una vía para acercarse al deseo y lidiar con las insatisfacciones de la vida. “Si todas las personas se acercaran a su deseo como se acerca el artista, cubrirían sus insatisfacciones o por lo menos sabrían cómo arreglárselas con las insatisfacciones”, afirma, citando a Freud y Lacan. En Flores Muertas, los personajes, como los artistas, cuando se ahogan, respiran en los poemas, las canciones, las fotos y los libros.

“Flores muertas” se puede ver de jueves a domingos en el Teatro Nacional Cervantes a las 21:00 hasta finales de junio. Las entradas se pueden adquirir por la web del Teatro.